EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca
Los comentaristas del establishment mediático han mostrado una impresionante falta de sentido del tiempo y de las proporciones políticas. Varios de ellos tardaron nada más que unos minutos después de la muerte de Néstor Kirchner para salir a marcar la cancha como si el objeto de la reflexión fuera un rumor o una encuesta de las que ellos mismos alucinan y no la desaparición del personaje político más importante de las últimas décadas. Maniáticos de la operación política disfrazada de análisis y pronóstico, rápidamente imaginaron un tiempo de incertidumbre, un tiempo de confusión, de debilidad, de concertación y de consensos. Evocaron desaforadamente el fantasma de Isabel y reclamaron el surgimiento de algún Balbín. Entraron al juicio de un acontecimiento histórico desde el lugar del cálculo chiquito.
Tanto apuro desbocado y lenguaraz fue castigado duramente por los hechos que sobrevinieron. Una plaza multitudinaria, cargada como pocas veces de la mejor energía colectiva desbarató los negros augurios y puso en escena a un actor al que nos hemos acostumbrado a ningunear. Lo hemos rebautizado “la gente”, “la opinión”. Lo hemos reducido a sondeos y a focus groups. Y sigue siendo el pueblo. La plaza mostró la política grande, la que no se deja encerrar en frases hechas y suele no respetar las reglas de la corrección. En medio del profundo dolor, se puso en acto una nueva coalición político-social. Con el valioso sello del pluralismo ideológico y cultural. Con innegable peso del folklore del peronismo, portado por una juventud que ha traducido sus símbolos históricos al lenguaje de la época. Y también con una presencia de la parte de la izquierda que ha escapado del narcisismo de las pequeñas identidades y reconocido la existencia de un proceso de transformaciones epocales.
La plaza del adiós al líder modificó la escena. Desde ahora todos deben saber que el odio elitista, a veces sutilmente enmascarado en la pureza republicana, ya no es una brújula adecuada para seguir el viaje. Tal vez ya no era así antes de la muerte grande del miércoles último; se había empezado a insinuar en los festejos del Bicentenario y lo registraban todos los analistas de opinión pública. Pero el cambio de clima ha alcanzado una potencia y una visibilidad que lo convierten en una variable central de la etapa política que se abre.
Las muertes magnas son enormes tajos que seccionan el tiempo. La de Kirchner nos devolvió a las horas de la emergencia de su liderazgo. Nos hizo recordar que este país que hoy discute si se puede o no pagar a los jubilados un porcentaje del sueldo de los trabajadores en actividad que no cobran en ningún lugar del mundo es el mismo al que un conjunto de “expertos” economistas aconsejaba, a principios de 2002, declararse en quiebra, suspender el funcionamiento de su Congreso y reemplazarlo por un comité internacional de expertos para que administrara sus ruinas. ¿Es el mismo país? Y el que murió es el mismo presidente al que el diario La Nación recibió en sus funciones con el amable pronóstico según el cual no llegaría a cumplir un año en ese lugar. En estos días hemos hecho –estamos haciendo– una rápida relectura del pasado inmediato. Y esa mirada de tiempos cortos pero centrales de nuestra historia nos enriquece y nos precave del vértigo mediático, experto en inducir el olvido del aire que respiramos ayer. Nos permite pensar la nueva etapa desde las grandes líneas del camino recorrido y no desde el escondrijo que proveen las “fuentes calificadas del peronismo del conurbano”, como llaman algunos columnistas a sus propias elucubraciones.
Es esa mirada las que nos devuelve a un Néstor Kirchner diferente. Diferente al violento, autoritario y divisionista del que se hablaba hasta el miércoles y también del “animal político” prolijamente divorciado de todo contenido, que apareció en estos días. En efecto, al luchador por el poder se lo intenta oscurecer por la vía de la neutralización política. Es decir, no importa cuál es el significado del poder kirchnerista. No importa si permitió la jubilación de millones de mujeres y hombres privados de ese derecho. Si recuperó los aportes jubilatorios para el Estado. Si sacó al país del default con la negociación más digna que recuerde la historia. Si echó de la Corte a los cortesanos de Menem. Si impulsó la reapertura de los juicios a los terroristas de Estado. Si comenzó la democratización de los medios de comunicación (aunque, en este caso, para algunos esto sí importa, reinterpretado como ofensiva contra los “medios independientes”). Si volvió a reunir las paritarias, si hizo funcionar el Consejo del Salario. Si desvinculó en la práctica al país del FMI. Si promovió la integración regional y fue reconocido con la Secretaría General de la Unasur. Todo se reduce a una cuestión de poder, al margen de su contenido y concebido de modo autoritario.
Tal vez pueda pensarse exactamente lo contrario. Que en democracia, las autoridades instituidas por la voluntad popular no tienen el derecho sino la obligación de ejercer el poder. Tienen el mandato de poner su poder legítima y legalmente constituido por encima de los poderes fácticos, de aquellos que pretenden colonizar la política desde el dinero, desde la propiedad y desde el dominio de la palabra. Este es un enorme legado del presidente que hoy lloramos. Un legado que significa un salto en calidad de nuestra democracia, un paso decisivo que será también un desafío para futuros gobiernos: nunca más poderes que se pretendan imponer a la soberanía popular.
Es la disputa sobre ese contenido de la política –y no sobre el “poder” en abstracto– la que seguramente va a signar el futuro inmediato del país. No es casual la retórica de las plumas principales de los socios mayoritarios de Papel Prensa en estos días. El filo principal está dirigido a mostrar el “debilitamiento” del gobierno de Cristina Kirchner y la consecuente “incertidumbre” sobre el futuro. Detrás de este diagnóstico viene enseguida la terapia: “diálogo” y “consenso”. Palabras buenas y necesarias pero a las que hay que poner en contexto para averiguar su sentido. Porque como se utilizan en estos días tienen olor y sabor a la construcción de una escena nada neutral ni inocente: una presidenta débil, confusión y disputas en la fuerza política oficialista, necesidad de abandonar las confrontaciones y acceder a las demandas de aquellos grupos de interés afectados por las reformas en curso.
Claro que a la operación fácilmente descifrable de los grandes medios no parece razonable oponerle la sensación de que acá no ha pasado nada y todo sigue igual. La pérdida de una figura de la estatura de Kirchner obliga a una pronta y eficaz rearticulación del dispositivo de gobierno que tendría que ir en la dirección de un sistema de decisiones menos concentrado y más colectivo. Es evidente que la situación en el peronismo ocupará el centro de la atención. Es una escena naturalmente conmocionada por la desaparición de su jefe, pero tal vez no necesariamente en el sentido de la diáspora inminente que desde hace mucho profetizan los peronólogos de Magnetto y de Mitre. Al peronismo, menos que a ninguna otra fuerza política, se le escapa el significado de las plazas que despidieron al ex presidente Kirchner. Saben que está en marcha una corriente muy profunda y muy masiva de solidaridad hacia la figura de Cristina. Y que en esas condiciones las jugadas de centrifugación de su poder en el movimiento son altamente riesgosas. Si esto es así, habrá que ver si no se abre paso una fuerza de dirección contraria, de reunificación. Por supuesto que esto tampoco será sencillo y lineal; no contar con los costos que puede acarrear a la fuerza gobernante la puja posicional interna que se abriría con esa hipótesis sería riesgoso. Pero la idea de “alambrar” a la fuerza de gobierno y cerrarse a la ampliación de su base de sustentación, desde el peronismo y fuera de él, sería igualmente equivocada.
Los tiempos serán más difíciles para todo. Las desapariciones magnas modifican el mundo de la política. Nadie sabe cuándo surge un mito, pero todo hace pensar que en la Argentina acaba de nacer uno. Es muy probable que para hacer política en los días que vienen –oficialista o de oposición– se haga necesario reconocer esa novedad y no mantener las certezas que eran válidas hasta el miércoles pasado.
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