EL PAíS › UN SOBREVIVIENTE DE EL VESUBIO Y EL OLIMPO DECLARó AYER POR PRIMERA VEZ
Fernando Caivano jamás había dado su testimonio ni a nivel administrativo ni en sede judicial. Ayer habló por primera vez de su secuestro, de las torturas a las que fue sometido y aportó nombres de represores.
› Por Alejandra Dandan
Las dos historias corrían en forma paralela. Adelante, Fernando Caivano se sentaba por primera vez a declarar sobre su secuestro. Jamás había declarado ni administrativamente ni judicialmente, no había hablado ante la Conadep ni ante ningún juez. Atrás, después del vidrio que divide la sala de audiencias de los Tribunales de Comodoro Py en dos partes, cuatro hermanos adultos anotaban metódicamente en un cuaderno los datos que se desprendían del relato, detalles que a lo mejor podían darle por primera vez algo sobre el destino de Carlos Luis Mansilla, el quinto de los hermanos, que continúa desaparecido.
“Necesito dar las gracias por tener la oportunidad de decir esto”, dijo Caivano cuando terminó de hablar. “No lo pude hacer antes y es un alivio y una alegría que me permite recuperar la dignidad.” Y pidió: “Que digan dónde están los cuerpos de los compañeros desaparecidos, que tengan los huevos, esto tiene que cambiar para mejor.”
Como sucede en cada audiencia en las que se investigan los crímenes de El Vesubio, el presidente del Tribunal Oral Federal Nº 4, Leopoldo Bruglia, le hizo las primeras preguntas al testigo.
Fernando Caivano se presentó como militante de la UES en 1976 y dijo que un año después dejó de militar por la devastación general. En septiembre de 1978 organizó un encuentro casual con dos de sus antiguos compañeros: Sami o Claudio Lutman y Cecilia Ayerdi. Iban a verse en La Giralda de la calle Corrientes. “Era una cita para vernos por temas de amistad, de ganas de verse, de compañerismo.” El vivía con sus padres, tenía 18 años, estaba en el secundario. “Yo no sé si conocen el bar, pero por ese pasillo, lo vi a Sami que estaba en la mesa del fondo, del lado del mostrador; cuando me siento en la silla me toman de atrás, alguien me abraza y entre varios me levantan para meterme en el baño donde me golpean, donde dicen que no me resista, me sacan en el aire, y desde el aire puedo ver cómo un tipo agarra de los pelos a Sami y lo lleva a la calle.”
Eran las seis de la tarde en un bar de pleno centro de Buenos Aires. Algo de eso intentó decirle Bruglia, como si necesitara confirmar en la audiencia la presencia muda del tumulto. “Me acuerdo como si fuera todo en cámara lenta –dijo él–, yo en el aire, y la gente y los mozos mirando sin poder hacer nada porque así se vivía: sin poder hacer nada.”
En la vereda vio que a Sami lo cargaron en un auto mientras a él lo subían al auto de atrás. Cecilia no estaba. “Me golpean, uno me pregunta por las pastillas y yo como un tarado le doy pastillas de mentol: me cagaron a palos y me ponen contra el piso del auto. Pasamos algo que parecía un control, paran, después otro, me bajan del auto y lo escucho a Sami que grita como que lo bajan a las patadas, y ahí no lo vi más, no supe más nada. A mí me meten a una piecita, me acompaña la persona que estaba sentada al lado mío, un tipo muy grande, fornido y me dice: ‘Bueno, te vamos a ablandar’.”
En una pieza le pegaron dos personas. Un tipo de manos grandes, muy pesadas, que cada tanto le daba contra los oídos. Y otro de puños muy chiquitos, dijo, tanto que en un momento en el que se le corrió la venda sintió impresión porque, explicó, pudo ver que ese chico era a lo mejor un cadete, con pantalón blanco y un sable, alguien casi de su edad. Enseguida lo llevaron a una pieza, le sacaron la ropa, lo esposaron al suelo, a algo que le agarraba la pared. “Antes escucho cómo grita Cecilia, clarísimo –dijo–: porque fueron los primeros gritos que escuché ahí, eso me impresionó mucho, no sé qué hora sería, pasé toda la noche, y al otro día a la mañana traen a un muchacho que según se decía se había tratado de escapar, lo torturaron salvajemente mucho tiempo, y los guardias, quiero hacer notar, agregaban sadismo porque me decían: ‘Eso te va a tocar a vos’, yo estaba al parecer en un lugar de paso: el que pasaba me pegaba en la cabeza.” Y el sadismo era permanente, dijo después: “Porque sabés que te va tocar a vos, y yo estuve muchas horas esperando para la primera sesión”.
Habló de la tortura, de la sensación de estar desnudo, sacarse la ropa y subirse a una camilla, de las picanas que le dejaban el cuerpo caliente y de que ese cuerpo luego se le helaba cuando lo tiraban al piso. De cómo le preguntaron por los nombres de sus compañeros, de los que tenía poca información porque los que conocía, dijo, o se habían ido o habían caído.
Aquel compañero al que habían golpeado terminaron atándolo cerca suyo. Escuchaba sus gemidos. También escuchó cómo torturaban a una mujer y en algún momento vio las piernas viejas de un anciano.
Durante el testimonio, Fernando nombró a alguno de los guardias. Señaló al Paraguayo (Héctor José Maidana), al más violento, al que le decían Montonero; oyó hablar del Pajarito (Ricardo Néstor Martínez) y seguro, dijo, del Francés (Capitán Asiglia).
De ahí lo llevaron al Olimpo, donde siguieron las sesiones de tortura. Para la querella ese traslado es importante. Una prueba de la conexión entre uno y otro centro: “Si no hubiese habido articulación –dijo él– me podrían haber dejado en mi casa”. Explicó que durante una de las últimas veces de tortura en el Olimpo, una mujer lo llevó a una salita. Le dijo: “Vos te hiciste el pelotudo”. Y le mostró una pared donde estaban las fotos de todos sus compañeros. “Tenían las fotos de los compañeros por los que me estaban preguntando en El Vesubio, lo que quiero decir –detalló– es que no eran fábricas aisladas de muerte.”
Pero volvió. Contó que la hija de un socio de su padre estaba por casarse con el hijo de Guillermo Suárez Mason. Por ese vínculo, consiguió pedirle por él. Mientras estaba en el Olimpo su padre le escribió a uno de sus hermanos una carta diciéndole que el Ejército ya lo tenía localizado, que rueguen y hagan oraciones para que no le pase nada, porque confiaban que lo iban a liberar. No sabe si eso fue lo que definió su suerte o no. Fernando salió. Ayer habló, después se acercó a la parte de atrás de la sala, se sentó al lado de su hijo y lo abrazó.
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