EL PAíS › JOSE NATANSON
¿Es el kirchnerismo una anomalía, como propuso Ricardo Forster en Página/12 el jueves pasado, o es el resultado lógico, la conclusión previsible de ciertas tendencias históricas? Sin entrar en un debate acerca del determinismo, sus potencialidades y límites (debate que me excede largamente), creo que vale la pena volver sobre el tema.
En mi columna del domingo pasado señalaba con asombro el registro emocional que adquirieron muchos de los análisis posteriores a la muerte de Kirchner, y ponía en cuestión un deslizamiento, creo que inconsciente, que a menudo se producía: el cariño por el líder fallecido derivaba en la idea de un Kirchner que apareció de la nada e hizo lo imposible. Un Kirchner que, por inesperado y sorprendente, se convertía en un Kirchner descontextualizado y ahistórico. La imagen era la del hombre que llegó del cielo, trastrocado en el frío y el viento de Santa Cruz. En la misma línea, sorprende también –se me ocurre ahora– la reiteración de comentarios acerca del aspecto físico del ex presidente, como si fuera posible establecer una relación directa entre la extrañeza que producía su figura –”desgarbada”, “informal”– y la naturaleza sorprendente de los cambios que impulsó.
Se ha dicho hasta el cansancio que Kirchner es un hijo de diciembre de 2001, y por supuesto es cierto: como Alfonsín con el derrumbe de la dictadura y Menem con la crisis de la deuda, Kirchner supo ver mejor que nadie que los cacerolazos y piquetes marcaban el inicio de una nueva etapa. Pero su ascenso y su gestión no sólo fueron resultado de la crisis, sino de la tibia, titubeante recuperación posterior. Kirchner llegó al poder también como promesa de continuidad del interregno duhaldista, aunque el éxito de la gestión del ex senador en cuanto a su capacidad de ordenar la economía y trazar las líneas fundamentales de un nuevo modelo (y todo lo que ello implicó en términos de continuidad de políticas –dólar alto y retenciones– y funcionarios –Roberto Lavagna, Daniel Scioli o el mismo Aníbal Fernández, que en ese momento se definía como “duhaldista portador sano”–) hoy resulte difícil de digerir. Kirchner no asumió la presidencia en diciembre de 2001 sino en mayo de 2003.
Kirchner fue un interpretador de grandes tendencias históricas, algunas de ellas subterráneas, pero todas preexistentes. Este es el núcleo de mi diferencia con los análisis mencionados. Las medidas más importantes del ciclo kirchnerista –del juicio a la Corte a la ley de medios o la estatización de las AFJP– no fueron inventos suyos sino propuestas, algunas de ellas de elaboración colectiva, que venían de antes. En algunos casos, como en el de la Asignación Universal, eran iniciativas que el kirchnerismo resistió durante años, hasta que finalmente se convenció de sus ventajas.
La continuidad respecto del gobierno de Duhalde y la capacidad de Kirchner de recoger demandas previas no implica negar su condición de bisagra, pero sí nos lleva a reconocer las fuentes en las que abreva y el contexto en el que se inserta, que es también un contexto regional. El kirchnerismo forma parte de una tendencia de giro a la izquierda que hoy cruza a casi toda Sudamérica y que, como suele ocurrir con este tipo de cambios profundos, tiene causas –difícil encontrar otra palabra– estructurales: la caída del Muro de Berlín, por ejemplo, eliminó la competencia bipolar y el peligro del avance del comunismo, lo que llevó a Estados Unidos a admitir en su patio trasero gobiernos que en el pasado hubiera bloqueado por vía de la desestabilización o el simple golpe de Estado (¿alguien se imagina a Washington tolerando a indígenas cocaleros u obispos de izquierda o partidos guerrilleros en países tan fácilmente intervenibles como Bolivia o Paraguay o El Salvador?). En todo caso, esto abrió un espacio geopolítico antes obturado por Washington y permitió el ascenso de los gobiernos que hoy se encuentran en el poder. Muchos de ellos, beneficiados por los altos precios de las materias primas de exportación (la soja y los cereales argentinos, paraguayos y uruguayos, el petróleo venezolano y ecuatoriano, el gas boliviano) consiguieron fortalecerse financieramente y se aseguraron amplios márgenes de autonomía.
Contra lo que a veces se dice, Kirchner no fue a contrapelo de las tendencias generales, sino a caballo de ellas. No las combatió sino que las intuyó tempranamente y supo aprovecharlas. En este sentido, las alusiones a los ’70 y la sensación de camporismo tardío que a veces rodea al elenco oficial no debería distraer: el kirchnerismo es un movimiento moderno, bien de época, totalmente sintonizado con los tiempos. Como en el resto de Sudamérica, mezcla un desarrollismo aggiornado, un razonable rigor fiscal, amplias políticas sociales y la apertura a nuevos reclamos (casamiento igualitario) y temas (ley de medios).
La curiosidad argentina no reside entonces en el programa pos-neoliberal, una tendencia general que abarca a casi toda la región, sino en quien lo protagoniza. En la mayoría de los países, las fuerzas que asumieron el poder tras el fin de la etapa neoliberal fueron, lógicamente, aquellas que habían liderado la lucha contra las reformas de los ’90: el PT brasileño, el MAS boliviano, el Frente Amplio uruguayo. En Argentina, todo así lo indicaba, debía ser el Frepaso, el gran protagonista de la oposición a Menem, pero la decisión de Chacho Alvarez de aceptar la continuidad de la política macroeconómica (profesión de fe sintetizada en el famoso arrepentimiento de haber votado en contra de la convertibilidad) terminó con la formación de la Alianza y el gobierno de De la Rúa, con Cavallo como ministro. Y al final fue el peronismo, el mismo que había concretado el giro neoliberal, el responsable de asumir la conducción de la nueva etapa. Mi tesis, retomando Forster, es que la anomalía argentina no reside en el giro a la izquierda sino en el responsable de llevarlo adelante: lo anómalo no es el programa sino el sujeto político. La anomalía se llama peronismo.
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