EL PAíS › OPINION
› Por Alicia Dujovne Ortiz *
El comienzo del fin, al menos en lo que me concierne, tiene lugar un día de 1977 cuando el gobierno militar interviene el diario La Opinión. Su director, Jacobo Timerman, está secuestrado quién sabe adónde y su jefe de redacción, Sajón, ha muerto en la tortura. Una tarde llego al diario (soy redactora del Suplemento Cultural) y me clavo en mi sitio, parpadeando: hay tanques del Ejército rodeando el edificio. ¿Tanto despliegue por nosotros? Qué exagerados. No bien entro, mis compañeros de la redacción, o lo que queda de ellos (los efectivos aparecen raleados por causas varias, renuncia, muerte violenta, desaparición forzosa), me cuentan que el interventor es un general de nombre Goyret. La reacción alérgica no se hace esperar: de repente los ojos se me ponen como dos huevos duros. Le pido permiso al uniformado de la puerta para irme a casa y andando reflexiono: “Esto se acabó, hay que subirse a un avión y rajarse lo más pronto posible. A París”, agrego esperanzada, como si el hecho de no contar con medios suficientes como para llegar ni a Chascomús fuera un dato olvidable.
Tiempo después, ya en 1978 y bajo el mando de otro interventor militar, un alemanote llamado Ferman que nos hace escribir a paso de ganso, un colega me anuncia que el cierre de La Opinión ya tiene fecha y que Hugo Ezequiel Lezama, el director de Convicción, nuevo periódico que pronto estará en la calle, intenta reclutar a algunos redactores del diario de Timerman, entre los que me cuento. Todos sabemos quién se oculta detrás de esta campaña de seducción que incluye la de quedarse con nuestras despelusadas plumas, pero también con nuestros lectores: Massera. El almirante acaricia sueños grandiosos. Políticamente quiere ser el nuevo Perón y periodísticamente el nuevo Timerman. Hasta tal punto lo sabemos, que al nuevo diario lo hemos apodado “Il Corriere della Massera”. “Qué lástima, no voy a poder –le contesto como con pena– porque me estoy por ir. A Europa.” La respuesta es tajante: “Hugo Ezequiel te espera en su casa tal día y a tal hora. Yo que vos no faltaba”.
De modo pues que, recordando la frase de mi abuela, “el miedo no es sonso”, me visto y voy. Avenida del Libertador, policía en la puerta, amansadora en un living con una gigantesca reproducción de la fragata Sarmiento y, distribuidas por los sillones como al desgaire, armas. Un gordo entra en la habitación, señala divertido el armamento y dice: “Disculpe, los muchachos se olvidaron unas cositas”. Después se instala bajo un enorme crucifijo clavado en la pared, consulta un papel invisible, escondido entre el escritorio y la barriga, y arranca suavecito: “Yo a usted la quiero para el diario, me gusta cómo escribe, mire, ya tengo el organigrama completo con su nombre –me muestra un gran cartón con cuadrados llenos de nombres donde, efectivamente, figura el mío–, usted va a ser reportera estrella, me va a cubrir tanto una presentación de un libro como un partido de rugby. Pero –nueva mirada al papel depositado en su abdomen– su situación está muy encarajinada, m’hija. Acá tengo su ficha del Servicio de Inteligencia, usted me ha publicado unos cuantos libros comunistas, La mujer en la novela rusa, cosas así. Después parece que se calmó, sus rastros se me pierden en 1958, ahora tan zurda ya no parece”. “Servicio de Boludez será –me le encocoro–. Ese libro salió el año de mi nacimiento, ¿usted me cree tan precoz? La autora es mi mamá, Alicia Ortiz.”
Lezama admite su error. Sin embargo persiste: “Bueno, voy a hacer arreglar su ficha pero, igual. Parece que usted anda medio amiga con los yugoslavos de la embajada, ¿piensa viajar a Yugoslavia?”. “Y, sí, eso pensaba, me interesa la autogest...” “Entonces a la Argentina no vuelve, m’hija. Hágame caso que papito sabe, si se va a Yugoslavia usted acá no vuelve a pisar. ¿Tanto le gustan las embajadas?, yo le puedo presentar a unos diplomáticos norteamericanos, si quiere, créame que le conviene más.” Sigue mirando la ficha. “¿Es judía? Bueno, no importa, yo no tengo problema. ¿Tiene una hija? Espero que sea de su marido.” El interrogatorio prosigue dentro del mismo estilo, hasta la frase final: “Ojo que el puesto es para usted, acá la espero, después no me venga con macanas, mire que yo soy muy bueno pero...”. Estoy por tomar el ascensor cuando, a manera de adiós, vuelve a asomarse y me grita: “Y usted, de todo esto, en La Opinión muzzarella, ¿eh?, no sé si queda claro”. En el espejo me veo de un violeta subido. Pienso que si para conchabarme de reportera estrella me trata así, qué sería si me metiera presa.
En La Opinión me esperan con ansias para conocer el resultado del encuentro. Varios otros colegas están citados, no todos. El organigrama es selectivo, Lezama tiene sus gustos. Se rumorea que es un esteta, tiene un pasado poético, una vez fue al puerto a recibir a Juan Ramón Jiménez que venía de Nueva York, gritando a voz en cuello junto con otros poetas “¡Juan Ramón, Juan Ramón!”. Sin dudarlo un instante e ignorando sus momentos gloriosos desobedezco sus órdenes y bato todo. No se me olvida nada, las armas, el crucifijo, la Inteligencia, Belgrado, papito sabe, y la judía, y la hija, y muzzarella, especialmente muzzarella. Todos palidecen, unos dudan, cavilan, varios agachan la cabeza, el trabajo no abunda, tras el cierre de La Opinión nos quedamos en la calle, si eligiéramos a nuestros patrones nos moriríamos de hambre. El único que reacciona con ardor es Danilo Manzini, tan gordo como el otro pero él simpatiquísimo. Se pone del mismo color que me observé en el espejo del ascensor y vocifera: “Yo nunca trabajé para los fachos y no voy a empezar ahora”.
Antes de irme a París con mi hija de trece años, dos valijas y los 2000 francos de la bequita francesa (los dos boletos de ida sola me los regala de su bolsillo el periodista Emilio Perina), me llegan ecos de la reacción de Lezama al enterarse de que he desoído su admonición quesera. El colega de marras me desliza: “Está furioso porque te deschavaste, es cierto que con vos se le fue la mano, pero no es ésa la imagen que quiere dar, y su jefe tampoco”. Le respondo que si Massera y los suyos pretenden seducirnos, agarrarse a la intelectualidad progre y mostrar guante blanco, deberían tomar lecciones de urbanidad y buenas maneras con el conde Chicov.
Pasan los años o los siglos, no sé, en el extranjero se pierde la medida del tiempo, y un día inicio una investigación con vistas a una novela, uno de cuyos personajes es Alberto alias Mengele, el médico de la ESMA que asistía a las prisioneras en sus partos. Nadie sabe quién fue. Torturador voluntario y fervoroso masserista, ni siquiera formaba parte de la Marina sino que martirizaba por gusto. Parece que era dermatólogo, pero las embarazadas lo fascinaban y los fetos también (se decía que les pasaba corriente en el vientre de sus madres). El seudónimo se lo había puesto por su cuenta, a él le encantaba llamarse así, Mengele.
Remuevo cielo y tierra, en París y en Buenos Aires, para encontrar alguna pista, y nada. La única que lo ha conocido de cara es Sara Solarz de Osatinsky, que vive en Suiza. La llamo por teléfono. “Mengele –susurra–. Las chicas lo veíamos porque cuando nos llamaban para ayudar en los partos nos sacaban la venda de los ojos. Era alto, fornido, morocho y... horrible, es todo lo que te puedo decir.” Dado que en ese tiempo, gente horrible había de sobra, renuncio a identificar al Angel de la Muerte local y abandono mi búsqueda. Pero antes, por las dudas, entrevisto también a Alberto Girondo, que militó en Montoneros y está en París.
El tampoco sabe nada del divino doctor, apenas que ha existido. Como la charla deriva hacia “Il Corriere della Massera”, Girondo me cuenta que muchos artículos de ese diario fueron escritos por periodistas secuestrados en la ESMA. Entre sesión y sesión de picana, trabajo esclavo. Así que, de haber aceptado el tentador ofrecimiento de Lezama y de su ensoberbecido patrón (si no nos despertara el más intenso aborrecimiento, imaginarlo tomándose por un compendio de líder carismático con periodista brillante nos haría matar de risa), yo habría compartido mis tareas de reportera estrella con habitantes de un mundo subterráneo, acaso prometidos al vuelo en el helicóptero y a la piedra en los pies.
Nos quedamos callados, Girondo y yo. Estamos en un bar de Saint-Germain y, por poblar el silencio, le saco a relucir mi modesta historieta, francamente ridícula en relación con los tormentos sufridos por tantos otros, motivo por el cual nunca me he declarado exiliada política: es un título que me queda grande. El me mira con una suerte de dulzura. “Lo seas o no, después de esa conversación no tenías más remedio que tomártelas –murmura–. A Lezama no se le fue la mano con vos, lo hizo a conciencia. El doblete de Massera y de su gente siempre fue el mismo, seducir por un lado y amenazar por otro. O aceptabas y te tenía para un fregado como para un barrido, o te ibas y chau. Lo que él no se imaginó fue que abrirías la boca delante de todos. Lo pusiste en descubierto, ahí sí que en serio te convenía no volver.”
Mientras duró su diario, Massera abogó por ese algo indiscernible a lo que dio en llamar la “malvinización” de la Argentina. Quién sabría qué era la malvinización. En todo caso, no sucedió. Poco después de la salida del “Corriere”, la guerra de las Malvinas terminó con la dictadura, con el diario y con él. A la distancia de los años, o de los siglos, a esos papis tan vivos que nos tocaron en suerte me dan ganas de machacarles, aunque sea postmortem, que sus servicios no fueron de inteligencia como ellos mismos quizás se lo creyeran, y que tuvieron, nomás, la ficha equivocada. El gordo Lezama no sé cómo murió, espero que mal, pero la vejez y la muerte de Massera, con la baba chorreante por esa pera caída, otrora puntiaguda y desa-fiante, es la perfecta contracara de lo que ambos pensaron ser: astutos maquiavelos dueños del mundo. Algo debe de haber fallado en ese siniestro organigrama, en apariencia tan bien ordenadito, algo que termina inevitablemente en la boca babeante y el pantalón cargado. Mamita sabe, a mamita este cuento le costó una vida entera de viajes sin retorno, para ella y para sus descendientes, pero mamita siempre supo que estos criminales con la frente obtusa y la mandíbula terca conocerían el infierno en vida. Lo supo porque se los deseó con ganas, y porque no hace falta ser bruja para adivinar que el odio conjunto de un país entero, un odio justo, civilizado y sin venganza, un odio cotidiano y tenaz, termina por aflojar la quijada y el esfínter del más pintado.
* Escritora
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