Lun 06.12.2010

EL PAíS  › OPINIóN

Operetas y operaciones

› Por Eduardo Aliverti

Uno intenta encontrarle la vuelta pero lo consigue hasta ahí, no del todo. Y termina convenciéndose, otra vez, de que nunca debe perderse la capacidad de asombro. Nunca.

Lo que sucede en Argentina con las “revelaciones” de Wikileaks, al menos por el tratamiento de los medios de comunicación opositores, es, a juicio del firmante, de un volumen de imbecilidad probablemente jamás visto. Si hablamos de manipulación informativa, con seguridad hubo casos puntuales de pescado podrido, o de artimañas, igual de groseros. Pero incrementados con esta intensidad, sin que los manipuladores adviertan la generación del efecto contrario al que buscan, es algo que el periodista no recuerda como ya sucedido ni en el pasado reciente ni en alguno alejado. La primera constatación, claro que no la más asombrosa porque simplemente pasa por el negocio de la espectacularidad, es la impudicia de darle a un chusmerío insustancial el porte de graves destapes institucionales y diplomáticos. Virtualmente nada de lo difundido en los dichosos cables contiene información que no se manejara en cualquier radiopasillo, de primera o de cuarta, de cualquier ámbito de prensa más o menos considerable; de cualquier ágape de embajada; de cualquier despacho oficial y de cualquier runrún opositor. Más todavía, el grueso de lo que se pretende como denunciativo ya había sido publicado, dicho y comentado, larga y alternativamente, por la mayoría de los medios. Alberto Fernández, el ex jefe de Gabinete, fue uno de quienes lo ejemplificaron, al señalar que sus tan ampliadas afirmaciones, sobre el estilo de los Kirchner, es lo mismo que dijo quinientas veces en chiquicientas entrevistas públicas. Y, entrando sí al campo de lo alucinante, son algunos colegas de los propios órganos operadores los que, en artículos apartados del sensacionalismo de portada, anotan a todo esto como de un nivel no mayor al de algún programa vespertino de la televisión basura.

Títulos y copetes de tapa que hablan escandalizados de yanquis alertas porque Cristina y Néstor “siempre han sido ácidos, impermeables al consejo ajeno y paranoicos del poder”. Un despliegue a toda página de La Nación, central, indicando que Estados Unidos está preocupado por la salud mental de la Presidenta. Otro de Clarín, porque “España advirtió sobre la corrupción en Argentina”, con el agregado en la bajada de que un alto funcionario de Zapatero le transmitió “inquietud”, a un diplomático estadounidense, por el “tono populista del Gobierno”. Aunque el colmo de todos los colmos, al momento de escribirse esta columna, llegó el viernes pasado. Más allá de la intencionalidad política, el episodio merece ser mencionado como una muestra sublime de ausencia de rigurosidad profesional, en términos de descuido y descaro hacia el puente que debe regir entre la (presunta) noticia y la edición del tema. Clarín indica, en otro título central de portada, que hubo informes sobre Kirchner por lavado de dinero. El copete cita a una “fuente judicial”, no identificada, que le habría admitido al diario que “un” organismo del Gobierno (luego revelado como la Unidad de Información Financiera) debió contestarle a “un” país europeo (luego revelado como el principado de Lichtenstein), que habría querido saber sobre movimientos sospechosos del ex presidente. Lo impresionante es que el diario no abre su edición con eso, a primera página impar, sino con que Hillary Clinton la llamó a Cristina para “lamentar” el escándalo (es decir: el escándalo norteamericano, porque, por acá, el único escándalo lo armaron los medios). Y que el título de portada recién obtiene desarrollo a página par número 6, sólo al cabo de un “del editor al lector” en el que se avisa que los diarios de papel siguen vivos porque Wikileaks pactó las “revelaciones” con el prestigio de publicaciones impresas (ninguna de las cuales, ay, es Clarín), del lamento de Hillary; de una foto de Cristina con Maradona en Lomas de Zamora, de algunas ¿datas? dispersas e irrelevantes en torno del gran destape, y de una precisa nota firmada que, pequeño detalle, direcciona que el problema lo tiene la sede diplomática estadounidense en Argentina, hasta el punto de que el título es “La embajadora salió de vacaciones”. Recién después de todo eso, Clarín ¿expande? lo que alarmó en su noticia principal de portada. Cualquier estudiante de Ciencias de la Comunicación –e incluso cualquier cientista político, directamente– debería hacerse una fiesta con el carácter polisémico de esta esquizofrenia burda.

Sin embargo y aunque parezca mentira, el postre es otro. Apartados los señalamientos profesionales, para decirlo como si no estuviesen regenteados por el adrede político, la capacidad de asombro queda superada al juzgar el resultado de la especulación mediática. Quieren sacar provecho de un episodio circense para perjudicar al Gobierno. Está muy bien. Si no fuera porque se disfrazan de “independientes” impolutos, es lícito. Pero, ¿en qué cabeza de cuál enajenado de la realidad puede caber no darse cuenta de que provocan la antítesis de lo deseado? Si titulan y agrandan que los yanquis están turbados por el estado psíquico de Cristina; si esparcen que el otrora “matrimonio presidencial” se defecó en los consejos imperiales; si aluden a una España inquietada por la corrupción kirchnerista, en el exacto momento en que España revienta, entre otras no muchas cosas, por el pus de su venalidad empresarial, ¿cómo hacen para no percatarse, por si fuera poco en medio de un pico de popularidad cristinista, de que procediendo así son los mejores propagandistas gubernamentales? ¿Cómo hacen? ¿Dónde viven? ¿Es posible que las necesidades de virulencia corporativa, para enfrentar a un gobierno que les jodió intereses, alcance el límite de joderse a sí mismos por enceguecimiento inercial?

En verdad, uno debería dedicarse a cierta problemática más ecuménica de lo despertado por Wikileaks. Ciertos aspectos relativamente ya abordados o sugeridos, como que hay de por medio una disputa de poder hacia el interior de los Estados Unidos, o la fragilidad increíble de (parte de) su mítico sistema de inteligencia, o el modo en que sus mecánicas de espionaje (?) “descubren” una prepotencia banal que el cipayismo liberal bien se cuida de reconocer. Pero eso es otro acápite, legítimo, que no invalida detenerse en las obviedades criollas. Hay inmediatos antecedentes de la enajenación, además. Si se le dedica más de una decena de títulos centrales de tapa, consecutivos, a la corruptela real o verosímil de un funcionario (Ricardo Jaime, para el caso), no quiere decir que para el diario eso es lo más importante que pasa, sino lo único que pasa. O lo único que debe importar. Y cuando se alcanza ese grado de ensimismamiento, es forzoso perder noción no de lo real, porque es innegable que Jaime es o parece indefendible, pero sí de la realidad global. De la percepción conjunta. Del ánimo popular. De lo imperioso de guardar algún equilibrio al hacer periodismo. En esas condiciones, decir que “se informa” es una osadía porque lo que se hace, ante todo, es operar. Si se deja claro desde cuál lugar de interés ideológico se habla, no hay problema. El problema es que insisten con que son unos románticos del periodismo.

Bueno: problema de ellos. En el día de mañana se verá, porque lo dinámico, cambiante y contradictorio de la política es casi impredecible. Pero si es por hoy, o no se percatan o no quieren asumir que “la gente” se avivó.

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