EL PAíS › EL VELATORIO DEL INMIGRANTE BOLIVIANO MUERTO DE UN BALAZO
Fue en el mismo improvisado loteo donde murió. Sus vecinos lo trajeron a hombros y le construyeron una “sala” para despedirlo.
› Por Ailín Bullentini
“Macri, me quitaste a la persona que más he querido en la vida. Me abandonaste. No me dejes sola ahora. No me abandones de nuevo, por favor.” Tal fue la plegaria con la que Elizabeth Ovidio recibió ayer por la tarde el cajón en el que la morgue judicial porteña envió el cuerpo de su esposo, Juan Castañeta Quispe. Horas después, sus “vecinos de toma” lo llevaron en alto hasta al velatorio que improvisaron en el predio trasero del Parque Indoamericano, donde Ovidio, Quispe y una veintena de familias vive en carpas de caña y lona desde el fin de semana pasado.
Rezos a Jesús y a la Virgen acompañaron, a modo de coro, las palabras de Elizabeth, que no miró ni por un segundo al cielo para reclamar por aquello que se convirtió en la causa de muerte de su compañero: tierra donde poder construir un lugar. El hombre estaba cuidando el espacio que recibió en el autogestivo loteo vecinal cuando, la noche del miércoles, una patota invadió el lugar “a los tiros” y un balazo le dio en el pecho. De esa tierra en la que depositó sus esperanzas, Quispe fue a parar al hospital Piñero; del hospital a la morgue y de allí, previa autopsia y tres días después, de nuevo al predio donde su esposa es ahora quien sostiene la lucha por una vivienda digna para ella y sus dos hijas, de dos y un año y medio. Allí será velado hasta las 11 y luego enterrado en el cementerio de Flores.
Al calor del sol del mediodía que convertía al Indoamericano en un infierno, los vecinos de Quispe iban y venían por las dos hectáreas de polvo seco que tomaron en el límite del parque y la avenida Castañares –una iniciativa diferente a la del establecimiento de familias que permanece en el frente lindero con la avenida Escalada– en busca de lo necesario para la ceremonia de despedida. Con troncos armaron una estructura enclenque. Con una lona verde la vistieron de carpa. Una mujer convirtió dos botellas de gaseosa cortadas por la mitad en floreros, y los ubicó a la entrada de la “habitación” que se convertiría en escenario del velorio.
Allí, donde el compañero de Elizabeth pasó su última semana de vida, todo estuvo listo para la ceremonia varias horas antes de que ella trajera sus restos. “Quise velarlo acá porque este lugar fue su último sueño –remarcará más tarde Elizabeth–. Acá llegó feliz, entusiasmado. Y acá lo traigo nuevamente, congelado, todo cortado y sin uñas a mi maridito. Como a las ovejas lo carnearon.”
Mientras se secaba la frente transpirada, el compañero de toma Richard Condori recordó el momento en que se subió al “remís de vidrios destrozados” que frenó en Castañares para que ayude a trasladar el cuerpo herido del hombre de 38 años. “Estábamos de a grupitos, alumbrando el espacio con fogones, cuando empezamos a entrever las corridas. No entendimos mucho, la verdad, pero comenzamos a separar a las mujeres y los niños”, narró el muchacho. En Castañares, dos de la Metropolitana “frenaron un momento y luego siguieron camino. No deberían haberse ido”, consideró.
Richard describió que el estado de “confusión” se transformó en “pánico” cuando los gritos de “negros de mierda”, “boliviano de mierda” y “sucios váyanse de acá” se escucharon muy cerca, al igual que los tiros. “No vi el momento del impacto. Pensé que el hombre se había desmayado. Cuando me acerqué y había sangre, empezamos a buscar ayuda.” Con Quispe herido en el asiento trasero, el remís llegó al hospital Piñero. “Intenté que no se muriera. Le apretaba la mano fuerte, le decía ‘amigo, no te duermas; por favor, no te vayas amigo’, pero no alcanzó. Cuando lo bajamos la temperatura helada de su cuerpo me dio terror”, detalló.
Elizabeth supo del destino de su esposo dos horas después del balazo. Esa noche lo estuvo esperando hora y media a dos cuadras del predio. Iban camino a la pieza con una cama grande que alquilaban por 500 pesos en Nueva Pompeya, cuando Quispe regresó a la carpa. “Lo llamaba al celular y no respondía, hasta que dos mujeres pasaron y me dijeron que había un muerto en la puerta del parque. Supe que era él porque me dijeron que tenía gorra amarilla y pantalón gris.”
Quispe llegó a su último homenaje en hombros de sus compañeros y aplaudido por todos. “Queremos justicia para el hermano boliviano”, se escuchó entre el tumulto en el instante que lo depositaron sobre el soporte, dentro de la carpa velatoria.
“Te mataron injustamente, amor”, susurró Elizabeth, mientras amamantaba a Tatiana, la menor, al costado de su esposo fallecido, con quien hace siete años dejó Cochabamba para apostar a la Argentina. Su mirada recorría el ataúd. “Mi esposo le puso el corazón y dio su vida por este pedazo de nueva pacha. Se amargaba sin consuelo al verme a mí y a mis hijas vivir en ese chiquero de pieza. Por eso yo seguiré acá hasta lograr lo que él se propuso. Y les daré a mis hijas argentinas la vida que se merecen.” Callaba de a ratos, Elizabeth. Acariciaba la madera y volvía a susurrar: “Te quiero, mi amor”.
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