Dom 12.12.2010

EL PAíS  › EL DESPLIEGUE DE SEGURIDAD EN EL ASENTAMIENTO EN SOLDATI

Cuando llegó la Gendarmería

Fue en plena tormenta, en un silencio muy denso que terminó quebrado en algunos aplausos. De las improvisadas carpas salió gente a ver a los agentes, que vestían equipos antidisturbios. Los testimonios de la violencia.

› Por Soledad Vallejos

Pasaban en fila por avenida Escalada: un camión imponente, dos micros repletos, cuatro combis, dos tanquetas hidrantes, veinte camionetas. Eran verdes, llevaban las luces encendidas; transportaban gendarmes de uniforme preparados para enfrentamientos antidisturbios. Atardecía. Desde la otra punta del Parque Indoamericano, la cercana “al Samoré”, como se llama a ese barrio en el asentamiento, sonaban sirenas. Pero en ésta otra entrada la llegada impuso un silencio densísimo que sólo se quebró en aplausos. Desde los lotes más cercanos a la avenida, cruzando el barro, llegaban mujeres y hombres: querían ver. Algunos se acercaban con temor. Otros, con decisión. Un muchacho de jogging gris, remera deportiva, mochila, llegó al asfalto y se arrodilló. Ante el paso ininterrumpido de los efectivos de Gendarmería, apoyó la frente sobre el piso y permaneció así dos, tres, todos los minutos que duró la aparición. “Bien, papi, bien”, decía Pedro, un morocho fornido, de bigotes, y ojos brillantes. Tiene 49 años, estuvo en el asentamiento “desde el primer día”. Vio “todo”. Y por eso seguía aplaudiendo. “Porque nos mataron a cuatro, mami.”

Los efectivos de Gendarmería comenzaron su despliegue sobre las seis de la tarde, una hora después de lo anunciado. En ese tiempo, los móviles verdes y los blancos, de Prefectura, rodeaban lejanamente la zona. Parque adentro nada se sabía; cruzando el puente, tampoco. “Pero ahora van a venir ya”, aseguraba una mujer con termo bajo un brazo y niño a upa del otro lado. La lluvia, intensa, copiosa, convirtió parte del Parque en un lodazal. En la entrada de Escalada, había quienes se refugiaban bajo árboles, pero también quienes se cobijaban bajo las telas plásticas atadas aquí y allá, sostenidas por ramas, con alguna chapa, alguna bandera argentina flameando por el viento intenso. En la otra punta del lugar, transcurría el velatorio de Juan Castañeta Quispe, en una capilla ardiente muy parecida a estas tiendas (ver página 8).

Cuando terminaba la lluvia, de todos los transportes bajaron mujeres y varones en uniformes de Gendarmería. Se alternaban, uno de frente al parque, otro de espaldas, hasta copar toda la zona del acceso. “Compañeros, vamos para adentro del predio”, dijo de repente la voz de Alejandro Salvatierra, el delegado que pasado el mediodía había abierto la breve conferencia de prensa de movimientos sociales en Casa Rosada. “No hay nada que mirar. Sigamos con nuestra vida normal de todos los días. Gendarmería viene a cuidarnos. ¡Vamos para adentro, por favor!”, insistió. Los rodeaba un enjambre de cámaras de televisión y micrófonos. Sí, se sentían un poco más tranquilos; no, “no queremos que nadie nos regale nada, lo queremos pagar” pero “por supuesto que no tenemos poder adquisitivo” y por eso “sólo si se resuelve nuestro problema habitacional nos vamos a ir”. Salvatierra repitió: “Vamos”, y no tuvo que pedirlo nuevamente. Una nube de mujeres y hombres y niños se alejó Parque adentro.

Había parado la lluvia. La menuda Zulma, en cambio, salía cuaderno en mano. No iba a quedarse tranquila, dijo a esta cronista, hasta hablar con un gendarme cuyo chaleco se diferenciaba por una palabra bordada: “Negociador”. “¿Cómo es su nombre?” “Pablo.” “Hay mujeres embarazadas, chicos. La gente tiene miedo por esas armas.” “¿Qué armas?” Zulma no dignificó la pregunta, se limitó a señalar el equipo completo de cada gendarme. “Balas de goma”, respondió el negociador. “¿Y no van a entrar?” “No.” “Bueno”, musitó Zulma, y en un segundo se plantó ante María José Lubertino, que a un metro explicaba a una de las autoridades del operativo que estaba allí en tanto legisladora porteña: “¿Cómo es tu nombre, diputada?”.

Al llegar el cerco, empezaba a notarse la organización que el asentamiento había comenzado a darse, apenas, el día anterior. El esfuerzo por instalar una rutina capaz de volver más comprensibles los días, la situación, la vida en un parque tan parecido a una quema, tan lleno de escombros, había comenzado poco antes de los ataques (“que llegaron de Samoré, de los edificios, pero no de vecinos”) del viernes por la noche. Ayer por la tarde, ya existía algo previsible. “Tenemos delegados por manzanas, queremos calmar la tensión, no queremos más muertes”, explicaba a esta cronista Marcos, delegado de la manzana 20. “Vamos a ver cómo se porta Gendarmería. Ahora está más organizados: sabemos quién está atrás, quién adelante. Tenemos listados de personas. Si se van por más de dos horas del predio, pierden el lugar”. “Claro que la gente que tiene hijos es otra cosa: si tienen que ir a verlos, porque los dejan en la pieza para no exponerlos acá, es distinto”, procura diferenciar Paola, otra delegada.

El acceso da a un camino asfaltado bordeado por palmeras. Siguiéndolo, Parque adentro, un multitud rodeaba en silencio a Salvatierra. Acababa de empezar la última de las tres asambleas que se prometieron hacer cada día: en la mañana, pasado el mediodía y al atardecer. “Hablé con un jefe de Gendarmería –advertía Salvatierra–, todos tranquilos. Lamentablemente hasta el lunes no vamos a tener ninguna novedad. Somos muchas más personas que hace dos días. Yo dije dos mil, pero no sabemos. Igual, como somos tantos, nos prometieron mandar comida a granel. Tenemos que organizarnos en grupos de entre veinte y cincuenta para cocinar. La prioridad son los chicos, las mujeres embarazadas. Después los hombres. Vamos a tener que bancarnos y dejar que ellas tengan prioridad para comer. Pero les pido, compañeros, paciencia. No estamos acá por un plato de comida, un vaso de leche, un poco de agua. No nos peleemos. Acá estamos porque queremos lograr una vivienda digna. Yo no voy a decidir nada. Entre todos vamos a decir qué nos conviene o qué no.” Sólo había silencio. “¿No?”, preguntó Salvatierra. “Sí”, respondió la multitud alrededor. “¿Estamos de acuerdo?”. “Sí.” Y entre los aplausos, tres adolescentes se repartían un poco de leche caliente con chocolate entre botellas de plástico cortadas. “Vamos a pedir un alfajor”, susurró uno, y se alejaron mientras el grupo se desperdigaba. A unos metros, Graciela, una joven boliviana de sombrero y falda, Meli, y Roxana, tienen fe en que la noche será más benigna. En que esta vez no vendrán “de los departamentos”.

A lo lejos, se encendían las luces del hipermercado, que decoró un pilar con su marca como si fuera un árbol de Navidad. Desde el puente, brillaban también las luces de los colectivos y camiones de Gendarmería; se veía una pequeña multitud de curiosos observando el asentamiento como desde un balcón. Cristian y Pedro acababan de enterarse de la novedad del día: la desmentida del director del SAME acerca del cuarto muerto. “No puede ser, no- sotros sabemos qué pasó, ¿entendés, mami?”, dice Cristian. Dicen que alguien lo vio, alguien sabe qué pasó con el cuerpo, pero nadie parece tener certezas. El asombro se repite cuando transmiten la desmentida.

Aun en un predio abierto, el olor a quemado es lo último que desaparece. Allí están, para ratificar que hubo fuego, los restos de las fogatas del viernes en la noche. Cuando cae el sol, nuevos fuegos lo acompañan. Giselle, Janette y Yamila, que se conocieron en estos días durante las caminatas que acortan la espera, dejaron a sus niños novios y mirados y enfilan hacia la puerta: quieren ver a los gendarmes. “Hay uno que es lindísimo”, dice Yamila, y sonríe.

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