Lunes, 21 de febrero de 2011 | Hoy
Por Eduardo Aliverti
A veces, sucede que los efectos de un hecho son mucho más importantes, o al menos más pedagógicos, que sus propias causas. Inclusive, puede ocurrir que el episodio sea, en lo potencial, de muy escasa trascendencia pública. Y que sus consecuencias lo transformen en algo tan inventado como rimbombante.
¿Alguien cree que el decomiso del avión militar estadounidense era o es un episodio capaz de despertar atracción masiva? Obvio que no. Pero los alcances periodísticos que tuvo conllevan una esencia muy valiosa, aunque, en principio, nada sorprendente. Por aquello de la (no) relación causa-efecto, carece ya de mayor sentido hurgar en cómo fue que se prendió el fósforo. ¿El Gobierno sobreactuó la medida para afirmar su verba antiimperialista? ¿Fue necesario el show mediático? ¿No era lo mismo proceder hacia idéntico fin pero con mayor reserva? ¿Acaso habríamos sido menos soberanos si se hubiese maniobrado con sigilo? ¿Es tan grave la carga no declarada de ese avión norteamericano? Cualquiera de esas preguntas, que a priori son o podrían ser legítimas, pasó a ser irrelevante al cotejárselas con la réplica barbárica de los medios de comunicación hegemónicos, sus periodistas más connotados y, desde ya, una mayoría de la oposición o, si se quiere, de los dirigentes opositores que hablaron del tema (sólo el hijo de Alfonsín resaltó al procedimiento como de pleno derecho, y hubo un resto que se llamó a silencio). Para subrayar, por las dudas: esos interrogantes, en realidad, nunca fueron el objeto analítico prioritario, sino que obraron como subordinados al espanto causado entre el cipayaje por –al fin y al cabo– un mero incidente diplomático con los Estados Unidos. Con excepción del odio de clase, el racismo, el sentimiento de venganza y las barbaridades que se dijeron cuando el conflicto con los campestres, es difícil recordar un hecho a través del cual se haya manifestado, con tanta brutalidad e ignorancia, el espíritu y el estilo de quienes conforman, desde los medios, un soporte clave de la mentalidad vasalla.
Cabezas de portadas, informativos de radio y televisión, columnas centrales, entrevistas, machacando con la “perplejidad y preocupación” de los Estados Unidos por la “improcedencia” de haber amedrentado al personal del avión. Ex embajadores con amplia concesión de espacio, absortos por haber colocado a Washington en un “banco de acusados” (Juan Archibaldo Lanús). Y por estas acciones que “nos condenan a la intrascendencia” en la que en verdad ya estaríamos, porque “ningún líder de nación políticamente gravitante (...) ha aterrizado en estas playas” (Rodolfo Gil). Amateurs impunes que hablaron de la inmunidad que proveen las “valijas diplomáticas”: una licencia que no tiene absolutamente nada que ver con el decomiso de un avión de carga. Los disparates interpretativos, sin un solo dato de sostén, bajo aseveración de que se ejercitó una represalia contra Obama por no incluir a la Argentina en su próxima gira. La impudicia de sugerir que si tampoco viene el jefe del Fondo Monetario por algo será. La amenaza de que la Casa Blanca borre al país de su status de aliado extra OTAN, brindado gracias al alineamiento incondicional de Menem con la política exterior de los republicanos... Qué asco.
Correspondería revisar si esta embestida mugrienta de los medios y sus ordenanzas no tiene nada de insólito, desde el entendimiento de que, después de todo, es la expresión de una tilinguería tan reaccionaria como ancestral. Porque, tal vez, nos encontremos con una segunda lección, o ratificación, de lo motivado por el caso del avión yanqui. No hay la más mínima duda en torno de que piensan efectivamente así, pero, ¿no debería haberla acerca de lo obnubilados que están respecto de la temperatura popular? ¿No advierten que su grosería genera un resultado inverso al que buscan? El Gobierno les provoca arcadas, es cierto, quizá más por el despliegue de su discurso confrontativo que por una grave afectación de sus intereses. Ahora bien: ¿tanto como para enceguecerlos de esta manera? ¿Tanto como para que extravíen así la necesidad de una táctica de enfrentamiento menos guaranga, vistos los resultas que obtienen? ¿No los alertaron en absoluto la masividad de los festejos por el Bicentenario, la del funeral de Kirchner, la unanimidad de las encuestas que encargan ellos mismos y que muestran a Cristina en posición de clara favorita? Como el firmante se resiste a creer que puedan despistarse de semejante forma, aunque tampoco lo descarta, termina cayendo en la cuenta de que, perdidos por perdidos siquiera en lo coyuntural, resuelven persistir en fugar hacia delante. En redoblar la postura de choque. Sería probable que estén imitando a los propios K, que en la más dramática de sus instancias apostaron a profundizar las grandes líneas de enfrentamiento con bloques de poder específicos. Y les fue bien, o les va bien.
Hay esa palabra, cipayos. Es de origen persa y la primera vez que se la citó, en el Diccionario de la Real Academia Española, aludía a “soldado indio”, en 1869. Pero unos años después, la definición se ensanchó a “soldado indio al servicio de una potencia europea”. Una segunda acepción es “secuaz a sueldo”. El profesor venezolano Alexis Márquez Rodríguez señala que la connotación peyorativa de la palabra comenzó a usarse, al parecer, en Cuba y Puerto Rico, cuando aún eran colonias españolas y se empleaba para designar al criollo que se alistaba en el ejército colonial. Aquí, ya se sabe, la popularizó Arturo Jauretche a través de su Manual de Zonceras, que lista las ideas negativas de los argentinos sobre su propio país. El escritor mantenía que esos preceptos eran introducidos en la conciencia ciudadana desde la educación primaria, y ya marcaba que después se sostenían a través de la prensa. Un postulado conocido por todo aquel que disponga de inquietudes intelectuales básicas. Sin que pierda valor, ninguna vez.
Puede que la furia cipaya sea sencillamente eso, en lugar de una apuesta política, meditada, a favor de acentuar los topetazos. Puede que no puedan con sus raíces clasistas o adquiridas, y listo. Si es eso les cabe una extensión, ahondada, de la legendaria sentencia borgeana acerca de que los peronistas no son ni buenos ni malos sino incorregibles. Porque, dada por eficaz la provocación, ellos, la clase dominante argentina y –hoy más que nunca– sus puntas de lanza mediáticos, portan una incorregibilidad más emperrada todavía. El peronismo fluctuó históricamente a derecha e izquierda, y en su nombre se crió mucho de lo mejor y lo peor de este país. Pero estos garcas no oscilaron nunca. Jamás dejaron de ser escribanos de los imperios de turno, jamás tuvieron una fisonomía patriótica, jamás se plantearon a dónde condujo su pusilanimidad. Son los tipos de las relaciones carnales y en una de esas, como ya se expresara en esta columna hace unas pocas semanas, el tiempo les da la razón a caballo de esa significativa porción de la sociedad que tiene su misma escala de valores. De esa gente que toda la vida miró hacia afuera no para ampliar sus miras de pensamiento crítico, sino por la comodidad cobarde del presunto amparo bajo el sol. Esos frívolos acaban de dar otra muestra de sí.
A veces su símbolo es un helicóptero. A veces un avión.
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