Lunes, 21 de febrero de 2011 | Hoy
Por Beatriz Vignoli
He querido y me han querido, y rara vez mutuamente, pero con estos dos hombres es distinto. No es amor. Lo que nos une es más oscuro que el amor, incluso más oscuro todavía que el sexo. Es más oscuro incluso que la perversión misma. Algo tan oscuro que ninguno de ellos dos lo admitiría, y yo los entiendo. Yo siempre los entiendo. Es más, mi existencia misma ha terminado por reducirse a poco más que descifrarlos, celebrarlos, a alternativamente acatar o desafiar las leyes que me imponen. Pago trágicamente cada desafío, y saldo con ofrendas la balanza hasta que una madrugada, casi al alba, cuando ya mis ojos están ciegos de componer plegarias o escrutar señales y me invade el desaliento, sube el humo de mi pira hasta que las nubes descorren su velo y diviso nuevamente, primero en mis visiones y luego cara a cara, el bienamado rostro.
Lo sé con el estómago, siento la certeza en el cuerpo: el sacrificio ha sido aceptado.
A veces me parece que si existen es porque yo los miro; lo que debo admitir es que si vivo, es porque me admiran ellos a mí. Me gusta cómo ríen y los hago reír; gracias a ellos, gracias a la brisa de su risa, es que yo respiro y sobrellevo el aire. Yo soy su memoria y ellos la mía. Yo recuerdo todas nuestras conversaciones y recuerdo en qué lugar de la ciudad fue dicha cada palabra, en qué año. Paso y vuelvo a pasar por esos lugares, en solitaria peregrinación, y los siento brillar mientras evoco sus presencias.
Llamaré a uno, al primero, Profeta; al otro, al segundo, Bautista. Conocí a Profeta a los dieciocho años, cuando él tenía veinticinco, cuando Bautista nacía. Conocí a Bautista veinticinco años después. Se parecen como dos ojos de una misma cara. Son hombres de la ley, cada cual a su modo. Son duros. Uno talla cristales; otro labra la piedra. El cristal es materia irremediable; la piedra es letra letal. Profeta guarda todas mis cartas en un paquete atado con una cinta roja y espera mi voz en el teléfono como quien espera la lluvia, como quien pone un disco y espera la música. Bautista teme que le corte la cabeza cada vez que bailo: no atiende el teléfono, pero una vez al mes nos encontramos por casualidad. Existe un tercero, llamado Mesías, a quien aún no conozco.
A ése lo espero. Sé que vendrá y pondrá el cuerpo. Ya he aceptado no amar ni desear a los otros dos, no tener más fantasías salvajes con ellos, contentarme con entenderlos.
Siempre los entiendo; ellos siempre me perdonan. Me perdonan el ojo, el escalpelo, las sagas mitológicas que en su honor compongo. Me perdonan hasta la vanidad de andar diciendo que siempre sé dónde encontrarlos, que sé más de ellos que ellos mismos. Soy quien hurga en sus tripas en busca de signos; de signos que nos guíen, a ellos y a mí. Ellos no siempre se aguantan la herida que les abro en el vientre, ya sea porque no alcancé a drogarlos antes lo suficiente o por la vergüenza misma de verse abiertos, expuestos ante mis ojos lectores que leen y toman nota noche y día. Sólo descanso cuando la angustia de los tres descansa. A veces me desvelo por las noches porque sé que algo del gemido mudo de la angustia casi constante de ellos dos me llega y me roza lastimándome como un viento ácido. Entonces imploro. Imploro y la ley que los atraviesa, la que como balas incrustadas los atraviesa, la ley que ellos con tanta angustia cargan y a la que yo me aferro para no angustiarme, cede. Cede y se duermen y entonces lloro yo, un llanto dulce. Les canto mientras duermen y después callo. He llorado a veces, ante ellos despiertos, un llanto amargo, un llanto de implorar, y siempre me lo soportan. Soy justa: cada puesta de hombro, cada abrazo lo pago. No me piden nada pero los pago con ofrendas de animales y flores. Ofrezco y espero, veo marchitarse un ramo tras otro durante meses pero persevero hasta que la ofrenda es aceptada.
Sí, es doloroso, pero más doloroso sería que no nos tuviéramos unos a otros: yo a ellos, ellos a mí. Sin ellos, sin la roca firme de sus miradas intensas sospechadas en la noche (en la noche que se abre en pleno día, en esa sagrada oscuridad sin espesor que como una daga corta el día a la una de la tarde, exactamente a la una de la tarde los jueves de primavera y de verano) me desintegraría. Y sin mí, sin mi devoción, sin mis interpretaciones, no sólo no sabrían de sí sino que estallarían, tan férrea es la ley que portan en su interior, tan de cemento esas osamentas que a ellos tanto les pesan (pero que con tanta dignidad y estoica elegancia sobrellevan) y que a mí me sostienen.
Son, le digo a mi madre, como un tumor benigno: si me los arranco me desangro.
Preferible tenerlos, a ellos que sin mi cuerpo y sin mi voz no podrían vivir, aunque todos preferiríamos creer lo contrario, aunque apenas si nos toquemos más que en el roce entre ambiguo y cordial de algún saludo (ambigüedades de mis roces que ellos siempre disimulan, aunque la duda y el pudor los hieran) o en el caos de la ebriedad. Un caos que yo controlo, firme al timón como un piloto de tormentas: ebrios, son ellos el mar, no yo. Ebrios, son ellos el monstruo marino, el padre incestuoso en pleno diluvio. Agua y alcohol son los únicos líquidos que soportan y el líquido es lo más femenino que aguantan sin deshacerse. Sólo una mujer que sepa de aguas podrá con estos hombres.
Yo no puedo, y eso que los dibujo dormida. Inútil saber tanto de la cartografía costera de su perímetro: no hay ingreso, no paso más que en mis sueños sus bahías minadas. Esbeltos nadadores, bellezas sefardíes de veinticinco a cualquier edad, mis hombres, mis dioses. Necesitan tanto de su sacerdotisa como yo del milagro de su clemencia.
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