EL PAíS › OPINION
› Por Mario Wainfeld
Crucemos por un instante el charco, por ahí sirve para tener perspectiva. La nulidad de la ley de amnistía votada por el Senado uruguayo y el debate dentro del Frente Amplio (FA) pusieron en carne viva un potencial conflicto entre dos pilares del sistema democrático: la soberanía popular y la vigencia de los derechos humanos. Hablamos de un conflicto denso, de trabajosa elaboración.
Plantearlo así rema contra la corriente, en el ágora mediática predominan los pavotes enfáticos que creen que el Derecho es algo sencillo, mecánico, que encastra como un lego. Pontifican que los “derechos de uno terminan donde empiezan los de los demás” y quedan satisfechos, imaginando que han resuelto todos los dilemas. En verdad, exponen un punto de vista individualista y no han dirimido ningún conflicto, apenas señalado parte de su complejidad.
En Uruguay hubo dos pronunciamientos populares, referendos, confirmando las leyes de la impunidad. Algunos dirigentes del Frente Amplio suponen que eso impide la intervención parlamentaria, no por afinidad o caridad hacia los represores, sino por respeto a la expresión ciudadana. Una mayoría estrecha pero suficiente eligió otra interpretación, más ajustada al Derecho internacional. Y, ya que estamos, más afín al camino seguido en la Argentina, que –¡repámpanos!– no es el Jaimito de la clase ni la oveja negra de la región. En materia de derechos ciudadanos o de expresión, más bien es pionera. Con los años se va corroborando que las líneas más avanzadas en derechos humanos son retomadas en países hermanos. Con la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual y la limitación a los oligopolios informativos (el cronista acepta apuestas en contrario) sucederá lo mismo.
Retomando, el Congreso uruguayo estableció que ni siquiera el voto (que siempre enaltece y a veces disimula errores) puede derogar la Constitución, transmutando un crimen de lesa humanidad en una conducta legal.
Los tres poderes del Estado argentino fueron construyendo una doctrina similar, que se conjugó plenamente a partir de 2003, durante los gobiernos kirchneristas. En ese contexto, Luis Patti fue condenado por delitos de lesa humanidad, en buena hora y en buena ley.
Allá por el año 2005 también se había suscitado en su torno un conflicto entre derechos: fue cuando quiso jurar como diputado nacional.
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El pleno de la Cámara de Diputados se negó a incorporarlo al cuerpo, dada su condición de represor. Lo suspendió y comenzó un amplio debate sobre el punto, con amplitud para la defensa de Patti.
No siempre se sabe valorar cuánto se ha refinado y sofisticado la agenda democrática: una polémica de ese calibre y nivel hubiera sido impensable décadas atrás.
Patti, ése era su punto fuerte, había sido ungido en elecciones libres. Casi como digresión: para colmo no lo habían votado ignorando sus credenciales de represor, sino convalidándolas. El discurso público de Patti fue especialmente perverso en ese sentido: cuando se lo acusaba por un caso concreto, negaba su participación como un ladrón de gallinas cualunque. Pero, a la hora de hacer proselitismo, alardeaba de violar la ley, en aras de la seguridad de los buenos vecinos. Imposible interrogar exitosamente sin “un par de patadas en el trasero”, metaforizaba sabiendo cómo se decodificaría tan sutil imagen. A menudo era más directo y hablaba de que, con el código en la mano, era inviable cualquier investigación criminal exitosa.
El represor luchó con ahínco para mantener su banca y sus fueros. Un par de sentencias judiciales, incluyendo una muy lamentable de la Corte Suprema (medrosa, conservadora y huérfana de fundamentación), parecieron darle un poco de aire. La Cámara de Diputados se mantuvo en sus trece, fue perfeccionando sus fundamentos, le negó el derecho a su banca.
En paralelo (estimulados por la situación) se reactivaban expedientes penales contra Patti. Se acumularon pruebas, testimonios frizados por las leyes de la impunidad.
La condena cierra un círculo y valida políticamente el impedimento al genocida a ocupar una banca. Leída en retrospectiva, a la luz de los hechos la conducta de la Cámara fue adecuada y digna.
En jerga jurídica, como escribió años atrás el abogado Damián Zayat, Patti quería valerse de un “contexto de impunidad” que impedía investigar sus crímenes. Las leyes e indultos que lo habían protegido eran una anomalía, en trance de superación. Era una falacia pretender que era plenamente normal el orden legal en la etapa de restauración de derechos conculcados. Dicho en parla periodística: Patti cometió delitos graves y dolosos en el marco del Estado terrorista. Y quiso mantenerse sin castigo valiéndose de las nulas normas del Estado encubridor. El Estado terrorista cesó, el Estado encubridor cedió trabajoso paso al Estado de derecho.
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Patti se victimizó, retratándose como un perseguido político, una mentira entre tantos crímenes. Sus tácticas fracasaron, en medio de procesos parlamentarios y judiciales, legales y legítimos, abiertos a la controversia.
Patti es una figura notable, un emblema, aunque su caso, en sustancia, dista de ser excepcional. Se inscribe en una institucionalidad que se va reconstituyendo. Ahora hay leyes electorales que vetan las candidaturas de represores. Ahora, los represores pasan con mayor asiduidad por los tribunales.
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El veredicto se leyó en José León Suárez, símbolo de la represión ilegal desde 20 años antes de la última dictadura. Un Tribunal Federal, no uno especial. Las condenas se fundaron en las normas vigentes.
Su defensa fue trémula y su actitud personal (exagerando dolencias para suscitar piedad), cobarde por demás. Se escondió para no escuchar la sentencia. Un ejemplo más de la falta de coraje de quienes fueron dueños de la vida de los demás.
Según informa el Ministerio Fiscal, desde ayer son 204 los condenados por delitos de lesa humanidad. Hay quienes, como Reynaldo Bignone o Santiago Riveros, tienen más de una.
La sentencia fue la cuarta dictada durante el año 2011. Hay causas elevadas contra 370 represores, se irán abriendo otras. Los números son notables. Una primera mirada podría hacer suponer que son pocos, pensando en la cantidad de represores que siguen libres. Pero deben cotejarse con la experiencia de otros países y tomando en cuenta las restricciones impuestas por mala praxis democrática desde 1987 hasta 2003. La Argentina es vanguardia en esa materia, aunque falte mucho para hacer.
La apertura de procesos en casi todas las provincias es otro logro, porque cada juicio forma conciencia, aviva la memoria, repone la justicia en todas las latitudes del país.
Patti, con cadena perpetua en cárcel común. Un hecho histórico auspicioso, notable, pero no anómalo. Este cronista se alegra de escribir sobre una gran noticia. En estos años conoció hijos de sus víctimas, que lucharon tanto con armas nobles: los saluda y felicita.
Tamaños avances auguran otros. Hubieran sido imposibles sin la tenacidad de los organismos de derechos humanos en aquellas etapas, no tan remotas, en las que la mayoría del sistema político le dio la espalda a la búsqueda de verdad y justicia.
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