EL PAíS › PANORAMA POLíTICO
› Por Luis Bruschtein
Ojo que la campaña distrae al ojo. Porque la magra interna de los disidentes del PJ que terminó con un papelón interruptus entre Duhalde y Rodríguez Saá es como la mano del mago que apunta a donde las cosas no pasan. A pesar del ruido, ha sido una interna que no dejará marca. Con menos ruido, esta semana se produjeron discusiones de fondo que casi pasaron inadvertidos por una especie de naturalización, ya no de lo aberrante, sino de lo que ha costado muchos años de maduración para conseguir y que, cuando se lo alcanza, se lo digiere casi sin acusar recibo.
Más que el ambiente político preelectoral, el clima de época será consignado por algunos hechos prácticamente desapercibidos, empezando por la incorporación de la figura de la desaparición forzada de personas al Código Penal. No generó debate, casi no hubo oposición y la coyuntura no se vio conmovida por uno de sus momentos más trascendentes.
Cuando las Madres de Plaza de Mayo comenzaron sus luchas, la figura delictiva de la desaparición forzada de personas ni figuraba en las cabezas de los legistas más avanzados. Ni siquiera existía cuando empezaron los juicios a los ex comandantes durante la presidencia de Raúl Alfonsín, apenas salidos de la dictadura. Las Madres de Plaza de Mayo y en general los organismos de derechos humanos de la Argentina tuvieron un gran protagonismo en la incorporación de esta figura en la legislación internacional que empezaba a diseñar lo que ya se asume como parte de una justicia universal. Laura Bonaparte, una Madre de Plaza de Mayo que en los años ’78 y ’79 había sido veedora de Amnistía Internacional en las guerras de El Salvador y Guatemala, insistía, carta tras carta, a las Naciones Unidas para que se declarara la desaparición forzada de personas como delito de lesa humanidad. Era la vía para incorporar ese crimen, cuya modalidad se había extendido en la Argentina, a lo que comenzaba a despuntar como el territorio todavía difuso de la justicia universal. En los juicios a los ex comandantes, los fiscales tuvieron que elegir preferiblemente los casos donde habían aparecido los cuerpos. Es decir, no se juzgaba tanto las desapariciones en sí sino los asesinatos. Y esa ausencia en la configuración de ese delito en el Código Penal también fue una de las principales razones para que un grupo de jóvenes estudiantes de Medicina y Antropología creara el Equipo Argentino de Antropología Forense, que hoy asesora a las Naciones Unidas y ha logrado reconocimiento internacional.
También fue aprobada una modificación a la ley de quiebras para que los trabajadores de las empresas quebrantadas tengan un lugar de preferencia entre los acreedores y estén habilitados para adquirirlas y mantenerlas funcionando. En los años ’90 cerraron decenas de fábricas, algunas de ellas mantenidas en actividad por sus trabajadores. En 2002, cuando el proceso de quiebras se había multiplicado por la crisis y florecían en forma espontánea las empresas recuperadas, el diputado socialista Héctor Polino presentó un proyecto similar que fue cajoneado sin piedad pese a que más de diez mil familias dependían de la norma. El tema ni siquiera había podido ser discutido durante el gobierno de la Alianza, del que formaba parte también el socialismo.
La propuesta de Polino era recibida en el ambiente político como subversiva. Finalmente, esta semana fue aprobada por unanimidad. Resulta increíble que una norma que despertó tanta oposición en el momento en que más se la necesitaba, ahora sea aprobada como si fuera un saludo a la bandera. En el camino quedaron miles de trabajadores que no pudieron defender sus empresas porque la legislación vieja les negaba ese derecho solamente por una cuestión cultural de clase, con legisladores y empresarios ridículamente obnubilados por la pesadilla de que se pudiera disparar una plaga de ocupaciones o por el temor a que los obreros demostraran eficiencia en un lugar que no les corresponde, en un orden social que visualizan estructurado en castas. Las dos normas se aprobaron sin dolor, sin señoras llorando en las sacristías ni exorcismos de obispos exaltados. Los militares hubieran matado por cualquiera de las dos. Y luego los prejuicios y los miedos fantásmicos clasistas impidieron durante muchos años que se plantearan. La aprobación sin sobresaltos de las dos leyes en el Congreso constituyó, sin que la misma sociedad lo advirtiera, una marca de su maduración, una señal democrática de construcción de ciudadanía en los últimos años.
Pero de la misma manera en que hace no tanto tiempo esas dos propuestas tuvieron tanta resistencia, esta semana se planteó una fuerte oposición a un decreto del Poder Ejecutivo que anuló disposiciones de los años ’90 que privilegiaban a las grandes empresas. La norma antigua surgida durante la fiesta de la deuda externa y la demonización de lo público limitaba las posibilidades del Estado de ejercer sus legítimos derechos a la hora de fijar su participación en los directorios. Un decreto presidencial modificó esa norma y provocó una avalancha de cuestionamientos en algunos sectores de la oposición.
Pese al batifondo que armaron los partidos opositores junto a la gran prensa y al gremialismo empresario, la Bolsa ni se inmutó y hasta subieron las acciones de empresas involucradas en la decisión. El candidato oficial a presidente del radicalismo, Ricardo Alfonsín, que no veía con antipatía la decisión presidencial, se vio en la obligación de marcar la raya como dirigente de la oposición política. Explicó con verba inflamada que la medida era buena pero que le provocaba inquietud con este gobierno, porque –dijo en tono Le Carré– los directores nombrados por la Anses actuarían como espías al servicio de las empresas amigas del oficialismo.
En la legislación anterior, el Estado mantenía su plata en una empresa privada y no tenía derechos. En cambio, si el inversor era un particular, sí tenía derecho a integrar el directorio. El decreto presidencial igualó ante la ley la inversión pública y la privada y subsanó una discriminación derivada de un ideologismo neoliberal extremo. Por lo tanto, el Estado tiene derecho a integrar los directorios en un porcentaje equivalente a su inversión.
Hubo grititos y disparates, acusaciones al gobierno por “chavista” y hasta por hacer “pibismo”, porque varios de los nuevos directores designados son economistas jóvenes. El decreto presidencial modifica una desigualdad, pero en los hechos no altera el sistema de decisiones en ninguna de las empresas. Y el temor al espionaje resulta, si se quiere, candoroso, porque ya existen directores designados por la Anses en la mayoría de esas empresas, a los que a lo sumo se les agregarán uno o dos. Las expresiones de rechazo dieron más la impresión de buscar el halago a dos grandes corporaciones, Clarín y Techint, enfrentadas políticamente con el Gobierno, que han resistido por la vía judicial la incorporación de esos directores.
La regulación de las prepagas de salud es otro debate de fondo que pone a prueba los prejuicios antigremiales que la sociedad ha ido acumulando desde los años ’90, inducidos y amplificados por la gran prensa. A ello se une un pensamiento de medio pelo que confunde a propósito las luchas por la democratización gremial con el ataque a la idea de solidaridad comunitaria que sostiene a toda la organización gremial. Acotar esa discusión al “poder corporativo”, a la “caja” de los gremios o a la cara de Hugo Moyano es evadir el fondo de una discusión apasionante que hace a la construcción de un modelo de sociedad solidaria en contraste con el modelo individualista de los ’90.
La desregulación de las obras sociales gremiales que se produjo en esos años fue la culminación de un proceso de deterioro que había comenzado en los años de la dictadura a partir de la abrupta disminución de afiliados en los grandes gremios de la industria, cuyas obras sociales no tenían nada que envidiarles a las más caras de las actuales prepagas, con la diferencia de que eran más democráticas. En los ’90, la informalidad y el desempleo debilitaron al extremo a las obras sociales y en ese momento el gobierno menemista les dio la estocada definitiva con la desregulación y el surgimiento de las prepagas privadas. El debate no se reduce a volver atrás a un esquema que quizás ya no se encuadre con las nuevas realidades, sino que plantea paralelismos y divergencias entre una medicina puramente comercial y otra que tiene un sentido más social, más comunitario y solidario. Se trata de un debate que se relaciona profundamente con el tipo de sociedad en la que se quiere vivir.
Una parte del escenario estuvo en esas cuatro discusiones sobre derechos humanos, derechos sociales, el rol del Estado y la salud como un derecho, proyectando la imagen de un gran país que define su destino. Otra parte del escenario se centró en el proceso electoral donde también se mezclan ladrillo y cartón, peleítas con disputas. Y no hay contraposición ni se descalifican entre sí. Una lleva a la otra. Pero la segunda, la electoral, solamente tiene sentido por la primera, que es el proyecto.
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