EL PAíS › OPINIóN
› Por Edgardo Mocca
No hay, desde la perspectiva de este comentario, una separación binaria entre la “política grande”, la de los rumbos estratégicos del Estado, los valores y las convicciones ideológicas, y la “política chica”, la de las maniobras, los arreglos, las disputas por los cargos, con todas las maldades que las rodean. Quien pretenda actuar en política o quien simplemente pretenda interpretarla, tiene que saber que no es el reino de las almas bellas ni el territorio ideal en el que todas las buenas causas confluyen y todos los valores se armonizan. Tampoco el pensamiento cínico con patente de realismo es una buena guía. A poco andar, se encuentra con pasiones, obsesiones, miedos, amores y odios que poco tienen que ver con la imagen de un conjunto de átomos humanos, sistemáticos maximizadores de beneficios y reductores de costos que del mundo de la actividad política ha construido cierta sociología funcional a los cánones del neoliberalismo. Se ha dicho con razón que el cínico no es otra cosa que un idealista ingenuo después del desengaño.
Si esto es así no debería asombrarnos que unos meses antes de una elección presidencial –no de cualquiera sino de una a la que casi todos asignan importancia histórica– estemos asistiendo simultáneamente a una intensa dramatización de lo que está en juego y a una dura pelea por cargos y posiciones en el interior de todas las tribus que entran en la disputa. La “política grande” –se funde a sí misma en la defensa de un proyecto nacional-popular o en la recuperación de la república perdida– necesita de la “política chica”: no puede prescindir de los operadores, de las complejas ingenierías que organizan las boletas electorales, de los intercambios de intereses personales y de grupo. Tampoco la política chica puede prescindir de la política grande; las más habilidosas maniobras de comité o de unidad básica pueden hacer sapo si pierden de vista el sentido en el que soplan los grandes vientos políticos.
La consolidación del proceso de recuperación de la popularidad de la Presidenta y su gobierno es el hecho político más significativo de estos últimos seis meses. Si no se reconoce esto, el análisis se reduce al amontonamiento de sucesos aparentemente aislados, sea la pírrica victoria de Das Neves en Chubut, el abandono de Cobos después de la caída en flecha de su popularidad, la renuncia de Sanz tras un fugaz intento de confrontar con el supuesto exceso de moderación de Ricardo Alfonsín o la vidriera irrespetuosa del cambalache de la interna peronista “disidente”. Cada una de estas vicisitudes está atravesada por diversos tipos de jugarretas y picardías, pero su sentido general es indiscutible: la actual relación de fuerzas preelectoral pesa en elecciones provinciales, gravita en el ánimo de los comités y deja las cosas del pasado en su lugar, en el pasado.
Podría inferirse de este cuadro que en el territorio kirchnerista todo debería navegar por aguas tranquilas. Es indudablemente cierto que los ánimos de la tropa que cree en la inminencia de la victoria son mejores que los de quienes reciben señales agoreras. Por eso, por ejemplo, el justicialismo santafesino hace sus internas en unidad después de la resonante deserción de Reutemann a encabezar las hoy dispersas patrullas del Peronismo Federal. Por eso el kirchnerismo porteño resuelve sus disputas en una interna sin precedentes en las que los candidatos no pelean el voto militante sino los números de las encuestas como factor de persuasión de la Presidenta, que es quien finalmente decidirá. Por eso buena parte de los caudillos provinciales que tenían preparado desembarcar de la nave kirchnerista han resuelto seguir formando parte de la tripulación.
Sin embargo, la política chica nunca se somete a la política grande, por lo menos sin ofrecer toda la resistencia posible. En este caso, además, está en disputa la posición en que quedarán las fuerzas –heterogéneas, diversas y, en casos, contradictorias– que componen el dispositivo oficial. Es una disposición de fuerzas de gran importancia porque construirá el mapa de un nuevo gobierno de Cristina en el caso de un triunfo electoral. Ese mapa regiría en el arranque de un tramo político que desemboca en la disputa de la sucesión de una presidencia que no podrá aspirar a su reelección. Y, como siempre, las luchas posicionales tienen que alimentarse de argumentos y dotarse de sentido para fundar sus pretensiones.
Hugo Moyano es quien más claramente expresa esta batalla posicional. Con mucha inteligencia combina la sistemática manifestación de apoyo a la conducción de Cristina con la reivindicación del lugar estratégico del movimiento obrero organizado. “Los trabajadores no queremos quedarnos en la cuestión de los salarios y las condiciones de trabajo, queremos el poder”, ha dicho con su habitual contundencia. La frase tiene la astucia de enlazar la virtualidad de una alianza estratégica constitutiva del peronismo –la del Estado con el movimiento sindical– con el postulado de un “gobierno de los trabajadores” que difícilmente pueda ser concebido en términos de cierto clasismo, ajeno a la tradición peronista y poco viable en estos días, y que más bien debe ser leído en clave de declaración de fuerza corporativa. Moyano no hace sino mostrar sus cartas, legítimas y poderosas, en el juego de poder interno del peronismo.
De modo menos claro y definido, otros actores enuncian las razones de su pretensión hegemónica. Entre todas ellas parecen ocupar un espacio las que discurren sobre la “naturaleza política” del kirchnerismo. Acaso porque de la “naturaleza” se desprenda la “herencia”. La discusión alienta las ortodoxias y las declaraciones de pureza; como la de quienes toman la palabra para defender la condición peronista del kirchnerismo como un escudo contra pretensiones supuesta o realmente ajenas a la tradición del movimiento creado por Perón. Desde la perspectiva de estos sectores, existe la intención de un sujeto perverso llamado “progresismo” de establecerse como continuidad del proceso abierto en 2003, por fuera y en contra del peronismo. No es, claro está, una discusión académica: mira permanentemente de reojo la marcha de la interna en la ciudad de Buenos Aires y la suerte de la lista de adhesión de Sabbatella en la provincia de Buenos Aires. Los defensores de la “pureza peronista” invocan en su auxilio los recuerdos de la experiencia del progresismo de los años noventa y, sobre todo, su desembocadura en la gestación de la Alianza y el ominoso final de la experiencia, simbolizado en el fugitivo helicóptero de De la Rúa. Como en todo relato, hay un recorte nada inocente del pasado; en este caso es el ocultamiento del entusiasmo con el que la maquinaria justicialista sostuvo el proceso de reestructuración neoliberal del país conducido por el nada “progresista” Carlos Menem. El neosectarismo pejotista favorece una realimentación de la desconfianza histórica que por el peronismo profesan sectores ubicados a la izquierda del tablero político.
Este tipo de discusiones trae al centro de la discusión la cuestión de la hegemonía, no en la interpretación liberal que la contrapone a la alternancia en el gobierno, sino en la acepción gramsciano-populista. Es decir la hegemonía como capacidad de dirección de un bloque social, que no se sostiene en la pura coerción sino centralmente sobre la base de una fuerza de orden cultural y moral. El bloque político-social kirchnerista es heterogéneo; sus componentes sostienen intereses que, desde el punto de vista corporativo, pueden interpretarse como contradictorios. Solamente puede mantenerlo unido una fuerza político-moral, una “fe” como decía Gramsci. Esa fuerza no podrá –y no debería intentar– acallar las voces disonantes, silenciar los choques internos. Todo lo que puede hacer es absorber la pluralidad de intereses corporativos, sectoriales o de “política chica” en un ethos político que los contenga y, fundamentalmente, les asegure que es en el propio territorio común donde esos intereses pueden ser satisfechos.
Nadie puede negar al peronismo como referencia político-cultural principal de este proceso político. Pero ésta es una verdad importante y a la vez parcial. El kirchnerismo es una fuerza política con pretensiones hegemónicas en una época concreta de la historia argentina. La época que insinúa cerrar definitivamente el capítulo abierto por la dictadura militar y consumar el proceso de democratización iniciado en 1983. Es también la fuerza política de la época posterior al fracaso del neoliberalismo, a la crisis y a la amenaza de disolución de nuestra comunidad política. Por eso no es exclusivamente una continuación del peronismo, aunque lo sea por la historia y la inspiración de sus actores principales. Por eso no es cualquier peronismo, sino el que hizo investigar los crímenes de la dictadura, democratizó los medios, universalizó las asignaciones por hijo e impulsó la igualdad en el matrimonio, además de elevar los salarios y las jubilaciones, activar las convenciones colectivas y reinstaurar el salario mínimo, vital y móvil en la mejor tradición peronista. La única herencia posible del kirchnerismo será la que sea capaz de contener y profundizar esos contenidos, eludiendo la simplificación sectaria, autocomplaciente y estancada en el pasado, a la vez que la pretensión –tan habitual en las izquierdas– de comenzar todo desde un punto cero.
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