EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
Cavilaciones
› Por J. M. Pasquini Durán
Desde hace más de un cuarto de siglo, la llegada de marzo reactiva en la memoria colectiva los sucesos terribles que ocurrieron en el país a partir del año 1976. También es el momento de repasar los avances y estancamientos de los objetivos que movilizan a los defensores de los derechos humanos. Aquella tragedia, hay que recordarlo siempre, no puede ni debe reducirse a una nómina de crímenes infernales, aunque la demanda de justicia y verdad siga ocupando, por supuesto, un sitio de honor entre las demandas populares. Lo supieran o no esos verdugos, intoxicados por su propia propaganda “antisubversiva”, el terrorismo de Estado fue el instrumento utilizado para aniquilar las ideas y a sus partidarios de un país más libre y más justo, de una convivencia social basada en la solidaridad y la cooperación.
La proclamada “reorganización nacional” fue más que un tapujo retórico, ya que aquel “proceso”, a sangre y fuego, echó las bases para reacomodar la organización nacional según los términos del capitalismo internacional que, a partir de la mitad de los años setenta, fue capturado por el sistema financiero en detrimento de la producción y el trabajo. Cuando la voluntad omnímoda de los déspotas fue sustituida por el veredicto de las urnas, el país y el mundo ya no eran los mismos. Después, los años ochenta fueron nombrados “la década perdida de América latina” debido a que la región, casi sin excepción, en ese período relegó las chances de progreso para proveer de dinero fresco a los centros occidentales, sobre todo a Estados Unidos, en nombre de una deuda externa que se hizo impagable y ruinosa para la región, en beneficio de la especulación financiera internacional.
La obra reorganizadora de la dictadura, sin embargo, necesitaba avanzar, esta vez con la legitimidad que otorga la voluntad popular. Durante la década de los noventa esa misión sería asumida, en plenitud, por la gestión de Carlos Menem, quien confesaría varios años después de ser electo: “Si anticipaba lo que iba a hacer desde el gobierno, nadie me hubiera votado”. Con la precisión de un experto en demoliciones, el menemismo realizó las “reformas estructurales” que significaron la enajenación del patrimonio público y de la capacidad productiva nacional, la formación de una sociedad dual con un extremo minoritario muy rico y otro, mayoritario, condenado a la soledad y la miseria. Usando trucos de alquimista, mediante la convertibilidad, creó la ilusión de la estabilidad antinflacionaria y transformó la moneda nacional de una economía devastada en el equivalente a la par del dólar, la moneda de la mayor economía del mundo.
De aquellos polvos, estos lodos. La convertibilidad fue un excelente negocio para los especuladores financieros y cuando llegó la inevitable bancarrota porque los alquimistas nunca lograron convertir el plomo en oro, el precio lo pagaron los ahorristas de la clases medias, seducidos por la codicia de tasas desorbitadas y falsos argendólares, además de una masa de trabajadores que fueron expulsados hacia la desocupación y la pobreza extrema, después de perder los derechos legales que los protegían, incluso los que había promulgado el primer peronismo a fines de los años cuarenta. Tal vez sea éste el momento de advertir que el mayor logro de esa etapa, en el país y en el mundo, fue sentar la hegemonía delpensamiento conservador en las ideas políticas de la denominada “gobernabilidad”.
La impotencia o la falta de voluntad para romper esa hegemonía acabó con la popularidad de la Alianza, que sucedió al menemismo en el gobierno. Hasta hoy, la mayoría de los discursos partidarios permanecen aferrados a ciertos tópicos de la derecha denominada neoliberal, pero no es un fenómeno exclusivo de Argentina. El nuevo gobierno de Ecuador y, en alguna medida también el de Brasil, apenas iniciados sus respectivos mandatos se apresuraron a considerar temas como el del “déficit fiscal”, un caballito de batalla de los dogmas del Fondo Monetario Internacional (FMI), sempiterna antesala de “ajustes” si de entrada no queda en claro que deben pagarlo los que más tienen en lugar de presentarlo como un propósito universal. Claro que el equilibrio de las cuentas fiscales es un dato virtuoso, pero no cuando el costo lo pagan los que menos tienen con impuestos al consumo indispensable, congelación de salarios y jubilaciones, desempleo masivo, etc.
Esa hegemonía cultural, reforzada por la presencia institucional (en el Congreso, en la Corte Suprema, en las gobernaciones, etc) de sus servidores, comparada con la incapacidad de los sucesores para revertir las tendencias inauguradas por la dictadura y prolongadas en el tiempo, mantienen en la sociedad expectativas abiertas a favor de Menem, contra toda evidencia, un dato de las encuestas que, sin considerar los antecedentes, puede parecer desconcertante o un extravío de la razón. En pleno auge del “pensamiento único”, nombre que inventaron en Francia para aludir a la hegemonía conservadora, el antifascismo italiano quedó anonadado por la victoria electora de Silvio Berlusconi, un empresario procesado por actos de corrupción, en alianza con los fascistas y los secesionistas de la Liga del Norte. Aquel gobierno duró unos cuantos meses y llegó el “Olivo”, una coalición de centroizquierda con los ex comunistas a la cabeza, que también defraudó a sus votantes. Entonces, el polo de Berlusconi regresó al gobierno y esta vez para quedarse. Aunque aquí no hubo “Olivo” sino un carozo de aceituna con la Alianza, ¿será lo mismo con Menem que con Berlusconi? Estremece pensar en las posibles respuestas, si los actuales sondeos de opinión expresan alguna realidad.
Como se ve, la evocación de marzo no es una mera ceremonia ritual y sus proyecciones exceden de lejos al honorable movimiento de derechos humanos, porque sus alcances todavía influyen en la vida cotidiana del país y de la mayor parte de sus habitantes. De la capacidad, el deseo y la fuerza de los futuros gobernantes para desactivar la hegemonía del último cuarto de siglo dependerá las posibilidades de alcanzar otros destinos. Ahora que las fórmulas presidenciales están completas y a la vista, existen fundadas incertidumbres sobre la disposición y/o la fuerza de los que hablan de cambios para cumplir con semejante tarea. Al enumerar los requisitos que deberían satisfacerse, las reformas necesarias son tantas, urgentes y simultáneas que más bien parecen metas de una revolución. ¿Hasta dónde el gradualismo democrático aguantará la impaciencia de los hambrientos? ¿Cómo harán para neutralizar la influencia de los que quieren conservar la hegemonía aún vigente? En los días que faltan para entrar al cuarto oscuro, a lo mejor sucede algo nuevo como, por ejemplo, que los candidatos ofrezcan respuestas a estas preguntas y a otras que atormentan las cavilaciones de tantos argentinos. Será justicia.