EL PAíS › OPINIóN
› Por Horacio González *
Daniel Filmus suele hablar de epopeya, palabra que no se emplea siempre ni de cualquier modo. Es palabra que sale de una mochila de urgencias y preocupaciones. La epopeya es la más antigua forma de contar una historia, y puesto que su uso es muy difundido, visita a menudo la prosa de historiadores, periodistas y políticos. No está ausente en los momentos en que se desea indicar cómo se formó el radicalismo de la Revolución del Parque, el peronismo de octubre del ’45, el Grito de Alcorta de 1912. Un sobrio disfrute ocurre a través de esa palabra, que de ser invocada rutinariamente chocaría contra las realidades cotidianas más ostensibles. Es cierto, no viajamos en la barca de Ulises ni estamos munidos de un olifante como Roland ante los sarracenos. Nosotros vamos en taxi o en subte B. Pero un último sabor por los hechos inusitados siempre acompaña nuestra imaginación política, donde temas tan antiguos cincelan siempre una palabra milenaria, tal como Marx vio el arte griego entre las locomotoras de la industria moderna.
Hasta el momento, los historiadores y comentaristas de las gestas que protagonizaron las grandes fuerzas populares, aunque no necesariamente mencionaran aquel concepto que alude a los relatos más antiguos, tuvieron en mente la cuestión de la epopeya, despojada de tenebrosos arrecifes, polifemos o cantos de sirena. Esas alusiones, sin embargo, perduraron y la inspiración de las musas se transformó en otros nombres y situaciones que producían nuestros conflictos, movilizaciones y plazas públicas. Nuestra atención, cuando la dirigimos al espacio público y al compromiso político, está muy lejos de Ulises, Gilgamesh o el Cid Campeador. Pero, como la epopeya habla de un esfuerzo superior de criaturas comunes, que deben atravesar obstáculos prodigiosos, suele reclamar la forja de un espíritu colectivo que se define en la acción. Muchos han reparado en los dos tipos de epopeyas que dio la reciente literatura nacional, una como ciencia ficción –El Eternauta– y la otra como criaturas que dan un inocente combate en las antítesis del Estado –Operación Masacre de Walsh–. Algo, poco o mucho de las simbolizaciones de esta hora se deja tocar por estas piezas magistrales y, sin duda, en situaciones muy diferentes a las que les dieron su sentido originario.
Ahora se trata de la votación del próximo domingo en la Ciudad, se trata del ballottage. Filmus no se ha equivocado al convocar esa palabra pues, junto a su compañero Tomada, son los representantes de un sector amplio de la población que ha puesto en ellos la esperanza de disminuir lo que se pueda, hasta apurar si es posible la última gota porcentual, lo que separa del volumen de votos obtenidos por Macri. Así dicha, la tarea parece repleta de obstáculos e imposibilidades, pero por eso aparece el nombre –epopeya– para hacer palpitar la conciencia de los votantes que aún no han decidido o que habían decidido otra cosa. Las fuerzas más numerosas están del otro lado. Pero el sentido que ahora reclamamos es el de mirar alrededor y extraer fuerzas de la reflexión sobre esta situación nueva. ¿Se nos escapa la vida popular tal como la entendimos hasta mediados del siglo XX? ¿La mutación de las formas de apelación política ya pasa inevitablemente por oficinas de especialistas en comunicación, que de día dicen “timbreo” –tomando una vieja acción militante– y de noche sueltan miles de mensajes en las redes telefónicas –tomando un ítem del instructivo que se lee en sus manuales empresariales, que exhiben obscenamente–?
Efectivamente, la vida popular –el sujeto de las epopeyas, contrapunto del héroe hasta hacerlo colectivo– ha sufrido grandes transformaciones desde que en el siglo XIX surgieran las “multitudes de Londres” como espacio de reflexión de los movimientos sociales en la era de la maquinaria y la gran industria. Los socialistas de antaño no dejaron pasar el trato periodístico del tema de “Jack el destripador”, así como Roberto Arlt, casi un siglo después –irónico y preocupado–, llamó la atención de las izquierdas sobre el choque de las ideologías con el ensoñado culto que las obreras textiles hacían de Roberto Valentino. Las epopeyas, pues, deberían pensar otra vez la materia generosa y esquiva de lo popular. ¿Pero cómo? No se trata de tomar la opción de las derechas mundiales, que hace tiempo trasladan figuras de los medios de comunicación o del deporte a la política, acto chanflón salvo que no cierre el espacio diferencial que necesariamente hay entre esas esferas. Cuando se cierra del todo, no se politiza el arte popular televisivo de masas, sino que se quebranta la política con la promoción gozosa y burda de un estilo popular dañado, basado en comicidades del repentista (que de otra manera serían festejables) y que orondamente pasan al estrado político deleitándose de su no saber. Pero las derechas saben, pues detrás de la cortinilla del comediante siempre habrá un Redrado como detrás del amable Durán Barba está el disparo de un millón de llamados simulando la existencia de una encuesta. O la encuesta simula ser la política o la política simula ser las encuestas. También eso hay que repensar.
Lo cómico es lo contrario de la epopeya. Pero la epopeya no puede privarse de un reexamen de su apelación a lo popular, hoy absorbido en porciones mayoritarias por figuraciones conceptuales del espectáculo. Pero éste despojado de su necesario condimento dramático y del mínimo de autoconciencia que todo espectáculo posee. Así fue en los movimientos populares argentinos, que ahora corren el riesgo de volcar su noción de lo popular clásico a un nuevo recipiente donde las novedades surgirán de candidaturas lanzadas en el programa de Susana Giménez y se llamará “epopeya” a hacer una campaña por polvorientas rutas santafesinas para comprobar, ¡oh sorpresa!, “qué bien lo recibe la gente a Miguel”.
Epopeya, pues. Si es para preservar la vibración real de ese estilo, se trata de hacer los últimos llamados urgentes al pueblo –antigua función del político–, y también se trata de saber qué se votará también el domingo en la Ciudad para indagar por el verdadero significado que ahora escinde a la vida popular. Escisión entre su manera clásica, su “populismo” heredado, digamos, y una recomposición de lo popular por nuevas derechas festivas y cumbiancheras que bailan a la luz sobre los planes de retroceso colectivo que preparan en las penumbras. Sin duda, pensada en estos términos, Tecnópolis es un paso indiscutible hacia el tratamiento de la cuestión cultural tal como se aparece en el consumo simbólico de las grandes metrópolis, pero es preciso que adquiramos nuevas destrezas para re-asociar a las clases populares con los legados políticos clásicos. En el genuino interés por la ciencia, la tecnología y el arte, pues eso es históricamente lo que caracterizó a los pueblos, falta ahora reinventar los emblemas de movilización que sacudan conciencias frente a estos angustiosos desafíos. Los votos del domingo a Daniel Filmus y Carlos Tomada –los preexistentes y los que haya que recobrar– serán un episodio de nuestra navegación por el mar Egeo, en este caso, nuestras conocidas calles de Lugano, Mataderos o Pompeya.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
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