EL PAíS › OPINION
› Por Mario Wainfeld
El resultado rotundo de las primarias hace suponer que, salvo un acontecimiento inesperado y catastrófico, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner será reelecta. Esa percepción, ecuménicamente compartida, ha adelantado los análisis acerca de las características de su próximo mandato. Desolados ante la circunstancia, comunicadores y académicos opositores se consuelan anunciando que la Presidenta será un “pato rengo” (PR) más pronto que tarde. Sin posibilidad de re-re, la crisis de la sucesión debilitará su gobierno, que quedará a merced de la furia de los “barones del conurbano”, los gobernadores peronistas papábiles y otras hordas voraces e insaciables. El vaticinio conforta a quienes lo expresan, que son los mismos que, sin mayor coherencia, alertan contra una posible mayoría propia parlamentaria del Frente para la Victoria (FpV). Esa contingencia, a su ver, suscitaría una formidable concentración de poder que podría derivar en una “chavización” del modelo (ChdM). No queda muy claro cómo un mismo gobierno puede ser enclenque y todopoderoso a la vez, pero, es sabido, la coherencia discursiva no es el mayor desvelo de los teóricos y periodistas del Grupo “A”.
Allende las minucias, es real que la perspectiva de la sucesión es un interés central de cualquier mandatario en el mundo. Toda fuerza política atiende a su continuidad. Carecer de un candidato confiable y a la vez taquillero es un intríngulis severo. El kirchnerismo no ha sido muy fecundo en la formación de cuadros “del palo” con potencial electoral; ésa es una de sus carencias organizativas. En algún momento, será un desafío resolver el entuerto.
De ahí a pensar que la próxima gestión sea débil en esencia media un campo. El kirchnerismo ha demostrado una enorme capacidad para generar poder (casi desde la nada, como se dirá), para mantenerlo, para acrecentarlo y (lo que es más difícil) para recobrarlo tras haber sufrido una caída. Ese poder, contra lo que pregonan crónicas al uso, no se funda sólo (ni principalmente) en el uso del látigo contra gobernadores victimizados o del revólver contra empresarios aterrados o de los vituperios contra ciertos medios, sino de varios recursos de gestión, a los que suma su pilar: la legitimidad democrática. El kirchnerismo tiene poder porque ha sabido convertir una débil legitimidad de origen en una fuerte legitimidad de ejercicio y mutar una derrota electoral aparentemente terminal (2009) en una victoria seguramente amplia, que se avizora para octubre. El poder democrático no existe sin el aval popular que tantos observadores desdeñan y por eso ningunean en sus agorerías.
El método comparativo, tan poco recorrido, incluye un precedente, válido salvando las distancias entre los actuales gobiernos y los del presidente Carlos Menem. Menem terminó fatal, en términos políticos, su segundo mandato: debió ceder en la interna ante Eduardo Duhalde y el PJ fue batido por la Alianza. El declive había comenzado en las elecciones de 1997, dos años antes de las presidenciales. Aun en medio de tamaña desolación, Menem mantuvo los piolines del poder firmes, entregó el mando sin crisis de gobernabilidad ni corridas bancarias. De hecho, fue el único presidente democrático que le cedió la banda a un rival sin estrépito ni adelantos jadeantes. El horizonte del kirchnerismo puede ser igual al de Menem, en el peor de los casos. O puede ser mejor. Por lo pronto va, sobre suelo firme, por el tercer mandato. Menem no lo hizo.
La gobernabilidad futura dependerá de los desempeños oficialistas y del contexto mundial, que sería temerario anticipar. Lo que es seguro es que el FpV es duro de matar y hasta de domar: no es una fuerza de gobierno débil o abdicante.
Y otro detalle: el kirchnerismo está habituado a ser descrito como pato rengo y rebuscarse para sobrevivir, crecer, recolocarse, dominar la escena. Repasemos.
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Néstor Kirchner llegó a la Casa Rosada con un magro caudal de votos, en parte prestados. El dictamen de la Academia fue unánime: PR. El diario La Nación le advirtió lo que debería hacer si quería perdurar no ya todo su período, sino un ratito. Kirchner se inclinó por un camino diferente y confrontativo. No dio por sentado que su cuota de poder era inmodificable y ajena a su accionar. Jugó fuerte, ganó terreno. En 2005 contaba con muchos más votos que en 2003 y bien propios. Para que no quedaran dudas, enfrentó (en una movida bien arriesgada, a todo o nada) a Eduardo Duhalde.
Ya se olvida lo sucedido, pero cuando se negoció con firmeza la quita de la deuda pública, proliferaron los augurios de fracaso, hundimiento en el mar, rechazo de los “mercados”, default, caída. Más que PR, pato al horno (PaH). Los acontecimientos se desenvolvieron de otro modo: la quita coló, la Argentina mejoró su ecuación financiera, el poder político se solidificó. El PR, eppur, se movía.
Cristina Fernández de Kirchner, autora de varios records, consiguió uno al duplicar los sufragios en la segunda elección presidencial. Pero, casi sin solución de continuidad, estalló el conflicto “del campo”. Una protesta social extendida, deserción masiva de compañeros peronistas no especialmente leales, traición y tropelía institucional del vicepresidente Julio Cobos. Se dio por sellada la suerte del Gobierno en 2011, jamás podría triunfar en el ballottage. Más todavía, se especuló con un adelanto de la salida. De nuevo, “el peronismo oliendo sangre” y dedicándose a las dentelladas, atávico y brutal. Los compañeros no fueron destituyentes o, quién le dice, no lo fueron del todo. Acaso la presencia de Cobos como sucesor en caso de una caída del gobierno legal y legítimo los disuadió: para llegar a la Rosada debían voltear a dos presidentes. Demasiado aún para el voraz duhaldismo, ni qué hablar para figuras más medrosas como Carlos Reutemann.
El PR tropezaba, en efecto. Cometió numerosos errores en el conflicto de las retenciones móviles y otros tantos en la previa de las elecciones legislativas del año siguiente. Salió primero en ellas, por poco margen, lo que no alivió de padecer una derrota política, acentuada por el score adverso en la provincia de Buenos Aires.
Otra vez, los palcos VIP y las plateas (incluida la de doctrina) se solazaron. La Presidenta estaba vencida, la oposición (en verdad las corporaciones que la movilizaban y le daban letra) impondría su cartilla. La integración 2010 del Congreso nacional fue festejada con bombos y platillos, elogios cholulos y pavotes a la diputada Pinky por haber manejado sin destreza, pero con glamour una sesión, presagios de un aluvión de leyes “antimodelo”. La renguera del pato fincaba entonces en un supuesto cupo de vetos que dispondría la Presidenta. Trataría ella de imponer una vetocracia, pero cada veto le restaría poder, generándole una anemia incurable. PR por desangramiento, en tal caso.
Nada sucedió conforme a lo programado. Los opositores no consiguieron conjugar, tropezaron con su ineficiencia y sus internas. El escenario deseado (Cristina Kirchner estaba condenada a la derrota ante cualquiera este año) comenzó a readecuarse. El oficialismo recuperó imagen, intención de votos, ganó apoyos en sectores medios, juveniles, referentes de la cultura. También resguardó los ingresos de los trabajadores más desguarnecidos vía la Asignación Universal por Hijo y el Plan Argentina Trabaja. Ciegos a esos cambios, sus adversarios se movían en un limbo: la hipótesis de un horizonte estático.
El imaginario PR recobró iniciativa y centralidad. Su emerger se percibió en fenómenos colectivos como las fiestas del Bicentenario y Tecnópolis. La flor y nata de la dirigencia opositora, convencida de que todo contacto con multitudes es mancha venenosa, optó por mirarse en los espejos de la Sociedad Rural o los coloquios de IDEA. El que no quiere ver no ve. El PR recompuso su marcha y acá estamos.
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La memoria cercana debería aleccionar: un gobierno débil es una pésima circunstancia para la sociedad, en especial para los más humildes. Ningún líder ni periodista democrático deberían entusiasmarse imaginando ese escenario. Cuando Fernando de la Rúa adelantó su final huyendo en helicóptero y ordenando disparar contra ciudadanos inermes en pleno centro porteño, no trasuntaba una voluntad abandónica, ni sadismo ni ansias homicidas. Era un mal dirigente, más vale, pero reaccionaba por no poder controlar las variables políticas y económicas mínimas.
El rencor de malos perdedores incita deseos equivocados en algunos dirigentes. Para las corporaciones es diferente: un régimen político vulnerable acrecienta su poder relativo, incuba transferencias de ingresos regresivas, devaluaciones asimétricas sesgadas para su lado, leyes que diluyen sus deudas hasta consumirlas. No hacemos teoría, hablamos del pasado cercano.
El devenir del futuro gobierno estará supeditado a muchos factores, lo que abarca unos cuantos ajenos a su accionar y esfera de influencia. Vaticinar qué perspectivas de supervivencia y continuidad tendrá el que arranque en diciembre exigiría una bola de cristal o el ejercicio de la pura timba, arte que el cronista considera noble, pero que no practica en horario u ocasión del trabajo. La fortaleza o debilidad del oficialismo tendrán que ver con sus desempeños y con la aprobación popular que mantenga o pierda. La supuesta reforma constitucional sobre la que se chismorrea sin mayor asidero no obrará como panacea porque, de nuevo, es sólo accesible merced a colosales mayorías parlamentarias y un triunfo en una elección general. O sea: sin legitimidad, ni modo. Ya que estamos, tantas macanas se conversan sobre la reforma y un virtual sistema parlamentario que es imposible consignarlas en esta nota. Acaso ameriten otra que las analice, algún día.
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