EL PAíS › OPINION
› Por Norberto Alayón *
La participación de la Iglesia Católica en muy diversas prácticas de acción social registra antecedentes históricos de muy larga data. Ya a principios del siglo XVII fue fundada en Buenos Aires la Hermandad de la Santa Caridad, dedicada a la atención de los pobres de la época. En la yuxtaposición del ejercicio de los propios objetivos evangélicos de la Iglesia y en la ausencia de Estados verdaderamente laicos se cimenta la profunda y permanente intervención religiosa en la cuestión social, asumida tanto por los sectores tradicionales y hasta reaccionarios, como por los sectores más dinámicos y progresistas de la institución religiosa.
La indebida delegación de las funciones propias que el Estado deja en manos de otras instituciones, en este caso la Iglesia, las tareas de atención de la problemática social, quedando el crédito por tal labor a favor de determinadas organizaciones no estatales –que irradian sus propios objetivos ideológicos, religiosos, políticos–, usando los recursos presupuestarios provenientes del conjunto de la comunidad (y no sólo de los sectores religiosos), con insuficiente o nula supervisión y control de dichos fondos por parte del Estado.
Las tareas de acción social que asumen las organizaciones religiosas no sólo implican la prestación concreta de tal o cual servicio, sino también la transmisión de creencias, valores, uso de símbolos, preceptos religiosos, impartidos (férreamente en muchos casos) a los propios receptores o beneficiarios de los programas en cuestión. Para legitimar este accionar, empleando los dineros públicos, se esgrimen varios argumentos, a saber: (1) Que la enorme mayoría de la población profesaría la religión católica y, en consecuencia, sería “lógico y natural” que el Estado sostenga y financie tales actividades por intermedio de la propia Iglesia. Si la mayoría de la comunidad es portadora activa y responsable de determinada creencia religiosa, debería estar en sobradas condiciones económicas para sufragar por sí misma –sin apelar a los fondos del Estado, es decir a los recursos de todos, lo cual incluye a otras religiones y también a quienes no profesan ninguna– las tareas de “ayuda al prójimo”, según sus propias convicciones y valores. ¿Para qué entonces reclamar que el Estado los subsidie? De ello se podría deducir que tal mayoría no es real, o bien que dicha mayoría no asume consecuentemente los valores que proclama su propia religión. (2) Que el Estado sería ineficiente, poco transparente o corrupto en sus prácticas y que las organizaciones religiosas sí podrían garantizar la mejor prestación de los servicios en la atención de los sectores más vulnerados de la sociedad y el cumplimiento cabal de los objetivos más trascendentes, prescindiendo de relaciones de dependencia, de subordinación, de sometimiento, de contraprestaciones, de adhesiones políticas o filosóficas, de participación en campañas, marchas y manifestaciones, etc. Esta pretendida justificación ignora –a sabiendas– que la eficiencia, la transparencia, la calidad e integridad de las acciones, o bien la corrupción y la malversación de los recursos, el alejamiento, la desviación o la directa inobservancia de los más supremos objetivos (en suma el “bien” y el “mal”), están “democráticamente repartidos” en todos los estamentos de la sociedad, en todos los grupos sociales, en todos los actores, en todas las instituciones, sean éstas religiosas o no. Baste recordar el trágico ejemplo de la Fundación Felices los Niños, conducida por el sacerdote Julio César Grassi, acusado de abusar sexualmente de adolescentes que estaban internados en el hogar que él mismo dirigía y que contaba con gran reconocimiento social e importantísimos subsidios del Estado y de empresas privadas. En junio de 2009, Grassi fue condenado a 15 años de prisión por los delitos cometidos, aunque continúa en libertad.
La concepción de derechos y precisamente la vigencia y el cumplimiento estricto de los más amplios derechos sociales para el conjunto de la población habrá de constituir una garantía estratégica para evitar que las instituciones estatales y no estatales (religiosas o no), reproduzcan relaciones de patronazgo y de sumisión, sostenidas en la perversa ecuación de que toda persona o grupo que recibe algo (por la vía del no derecho) siempre queda en deuda con el que se lo da.
* Profesor titular de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
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