EL PAíS › OPINIóN
› Por Gerardo Adrogué *
Las novedades llaman la atención. En algunas ocasiones sacuden la realidad y en otras la redefinen. Pero a veces también encandilan, generando malentendidos. La irrupción de las nuevas tecnologías de la información basadas en Internet y en la telefonía celular en el mundo de la comunicación política es un buen ejemplo al respecto.
Es cierto que un creciente número de políticos, especialmente en tiempos de campaña electoral, sucumben ante la fascinación que provocan las páginas web, los blogs, Facebook, Twitter o Flickr. Con inusitada convicción sostienen que una campaña sin estrategia 2.0 es una campaña anticuada y destinada al fracaso, que las nuevas tecnologías de la información han enterrado la forma en la que se hizo política durante el siglo XX. Sin embargo, para juzgar y valorar la política 2.0 en su justa medida es preciso aclarar antes un par de malentendidos o equivocaciones.
El primero de ellos es sobre su alcance. Cifras como la cantidad de usuarios de Facebook en el mundo o de seguidores de Obama en Twitter hechizan e invitan a pensar en una nueva esfera pública más inclusiva, donde finalmente hay lugar para todos. Pero el mito se desvanece cuando se descubre la vieja lógica del capitalismo en la construcción del nuevo mundo digital. En efecto, en la Argentina, como en otras latitudes, la incorporación de las nuevas tecnologías experimentó un crecimiento exponencial en sus comienzos, seguido de otro moderado, para culminar en una suerte de estancamiento. En 1997, apenas el uno por ciento de los hogares argentinos tenía computadora y acceso a Internet, cifra que creció al 10 por ciento en 2001 y al 35 en 2010. Hoy en día este crecimiento prácticamente se detuvo y la mitad de los hogares en el país aún no tiene computadora ni acceso a Internet. ¿Quiénes quedan afuera? La gran mayoría de los pobres, de las personas con menos educación formal, de los adultos mayores y, en nuestro país, de quienes viven alejados de los grandes centros urbanos. Lo cierto es que el mercado construyó la “nueva” esfera pública a su imagen y semejanza. Y la inclusión no es su rasgo dominante. Hoy nos enfrentamos a un nuevo tipo de desigualdad social conocida como la brecha digital, concepto que alude a las desigualdades de acceso, de uso y de calidad de uso de las nuevas tecnologías de la información. Para reducir la primera de estas desigualdades, el gobierno nacional puso en marcha el programa Conectar Igualdad, por el cual se distribuyen computadoras gratis a alumnos y docentes de las escuelas secundarias. Iniciativas similares fueron implementadas, entre otros, por los gobiernos de la ciudad de Buenos Aires y de la provincia de San Luis. Pero superar la brecha digital promete ser una tarea tan deseable y formidable como reducir la pobreza o distribuir el poder. Así las cosas, no habría que dejarse engañar por la cantidad de amigos o de hashtags. Internet y sus aplicaciones siguen siendo una cosa de pocos, o al menos de los mismos de siempre.
El segundo malentendido sostiene que la política 2.0 ha reinventado la participación política. Ahora sería más libre, horizontal y democrática. Es innegable que las nuevas tecnologías ampliaron y diversificaron los canales y las formas en que se genera, circula y consume la información política. También que abrieron nuevas vías de expresión y que lograron oxigenar, aunque con éxito esquivo, formas tradicionales de organización política (un ejemplo fueron los “eventos” que se organizaron desde my.barackobama.com durante la última campaña presidencial en Estados Unidos). Pero es un grave error analítico sostener que este conjunto de novedades dio vida a un nuevo y mejor tipo de participación política.
Llegar a esta conclusión requiere en primer lugar mutilar el concepto de participación política. Reducirlo a manifestaciones aisladas de la conducta, como donar dinero a una campaña (los famosos 500 millones de dólares de Obama), la ocasional participación en una cadena de e-mails, escribir o leer experiencias personales en un blog, subir videos caseros a YouTube, o mirarlos, seguir por Twitter al candidato de turno, o chequear en Facebook las novedades de una campaña electoral. Prácticas que, además, tienen un alcance modesto en nuestro país. Apenas el 10 por ciento de la población en condiciones de votar ha realizado al menos una de ellas en el último año. Estos ejemplos desnudan el común denominador de la participación política en el mundo digital: lo individual, inconexo y caótico que, al mismo tiempo, es efímero y autorreferencial. Lo cierto es que la participación que alienta el mundo digital parece alejarse del ideal democrático de la acción colectiva, aquella que transforma la realidad en un sentido previsto gracias al diálogo, la argumentación y el convencimiento del otro.
Esta equivocación supone también el fin de la mediación política. Las nuevas modalidades de comunicación bidireccional y multidireccional ofrecerían el soporte para que los ciudadanos, además de recibir información, se comuniquen “directamente y sin filtros” con el líder, el candidato o el jefe de campaña y perciban que sus opiniones importan y modifican el curso de acción. La prueba del fin del modelo tradicional de la comunicación política sería el surgimiento de este nuevo vínculo íntimo, no mediado, entre los votantes y el candidato. Pero lo cierto es que hasta el día de hoy, estas experiencias no pasan de ser situaciones donde el individuo-internauta vive la ilusión de la creación de sentido (generación de contenidos para ser más exactos) y, en consecuencia, experimenta de manera efímera y quimérica relaciones de poder pretendidamente más horizontales o democráticas. Nada cambia, lo que no se desvanece en el ciberespacio es pronto reencauzado. Quién mejor que Joe Rospars, jefe de Nuevos Medios de la Campaña de Barack Obama, para aleccionarnos al respecto: “No se engañen. Una de las lecciones clave que descubrimos en la organización de Obama ’08 fue que cualquier esfuerzo grassroots, es decir de abajo hacia arriba, tiene que ser dirigido de arriba hacia abajo”. En consecuencia, sabiendo que es imposible recrear en sociedades tan complejas como las que nos toca vivir una participación política sin intermediación alguna, que diluya las relaciones de poder como si todos estuviésemos en el ágora (ahora digital) con las mismas condiciones de ser vistos y escuchados, deberíamos preguntarnos mejor quién se beneficia con el malentendido de su existencia y con la consecuente deslegitimación de las instituciones que deberían canalizar y mediar la participación política de los ciudadanos, esto es los partidos políticos.
En definitiva, aunque no reinventó nada, la política 2.0 trajo unas cuantas novedades y algunas podrían ser buenas, además de inevitables. Pero para ello es preciso superar la brecha digital y aclarar algunos malentendidos que, de persistir, sólo perjudicarán (en vez de mejorar) la calidad de la política y de la participación en el siglo XXI.
* Sociólogo, especialista en Análisis de Opinión Pública; director de Knack Argentina.
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