Mar 15.11.2011

EL PAíS  › OPINIóN

La disolución de la Argentina diez años después

› Por Mempo Giardinelli

Dado que falta muy poco para el 10 de diciembre, cuando la Presidenta iniciará su segundo mandato, cabe recordar otro 10 de diciembre, el de 1999, cuando con varios millones de votos de respaldo Fernando de la Rúa y Carlos “Chacho” Alvarez iniciaron el gobierno de una Alianza que asumió con el mandato de corregir las inmoralidades del menemismo.

No sé a ustedes, los lectores, pero a mí volver la vista doce años atrás me resulta un espectáculo sobrecogedor. Antes de esa dupla, y durante diez años, habíamos soportado un gobierno que algunos calificamos como la Segunda Década Infame. La Alianza, como se llamó aquel frente electoral, se presentó como la fórmula capaz de purificar la política y recuperar la economía, que llevaba ya dos años de durísima recesión.

La expectativa era enorme porque la situación era gravísima. La crisis no era sólo industrial y comercial: el despilfarro, la inmoralidad y la frivolidad del menemismo habían hecho estragos en todo, y del gobierno de esa Alianza formada por un partido centenario como la Unión Cívica Radical y una formación reciente como el Frente País Solidario (Frepaso), no se esperaba entonces más que trabajo y esfuerzo, seriedad y honestidad, y sobre todo cumplimiento de las promesas electorales. Muchos tenían a De la Rúa por un buen hombre, trabajador, serio y cumplidor. Y a Alvarez por un intelectual honesto y lúcido, un político original y agudo. La sociedad lo había entendido así, al votarlos poco antes.

Sin embargo, ya en las primeras semanas se vio que el rumbo prometido no se iba a cumplir. En el primer gabinete aliancista, el Ministerio de Educación fue para Juan José Llach, ex viceministro de Economía durante el anterior gobierno de Carlos Menem y el superministro Domingo Felipe Cavallo.

Sumado a ello, enseguida fue obvia la influencia de los hijos varones de De la Rúa y de sus jóvenes amigos, así como del cuestionado ex banquero pero íntimo del presidente, Fernando de Santibáñez. A comienzos del año 2000, la promesa electoral de bajar los impuestos fue traicionada con un “impuestazo” y la recesión se profundizó mientras era evidente el sometimiento de la Alianza a los deseos de la Banca Global. El derrumbe político se produjo poco después, cuando renunció Alvarez, harto de ofensas públicas e impotente frente al contubernio de lo peor del radicalismo con lo peor del peronismo.

Pero el portazo de Chacho evidenció algo más que una derrota política personal. El país seguía en crisis y la recesión se profundizaba. La economía no mostraba signos de recuperación y era evidente que el ministro de Economía, José Luis Machinea, administraba la deuda externa en acuerdo y beneficio de los acreedores. El gobierno mostraba día tras día su incapacidad de respuesta ante los primeros casos de corrupción propia (no heredada del menemismo) y la indecisión del presidente ya era exasperante.

La veloz serie de errores que cometió De la Rúa en esos días lo mostró como lo que todo el mundo comprobaría: blando de voluntad, influenciable y titubeante, pusilánime, incapaz. Entre liderar un verdadero cambio moral en la política argentina y sólo aparentar ser más prolijo que Menem, eligió esto último. Confundió plazos con pachorra y estilo con necedad. Obstaculizó todas las medidas para higienizar la Cámara de Senadores, que escandalizaba a la sociedad, y el discurso ético de la campaña electoral se le traspapeló cuando escogió tapar la cloaca en lugar de limpiarla.

La renuncia de Chacho y la actitud sinuosa del presidente demostraron que lo único que realmente le importaba al gobierno de la Alianza era proteger los negocios sucios y a quienes los hacían, desde la banca acreedora y el FMI hasta los punteros, ñoquis y tramposillos del sistema político mafioso que –con poquísimas excepciones– nos tenía a los argentinos de la náusea al vómito.

El desgaste fue inmediato y profundo. El año 2000 fue una zozobra permanente, y en 2001 el panorama se ensombreció aún más por la situación internacional. Los criminales atentados a las Torres Gemelas en septiembre y el belicismo prepotente de Bush hijo tuvieron, en la Argentina, un absurdo correlato: De la Rúa y su ministro de Defensa, Horacio Jaunarena, vieron la oportunidad de cobijarse bajo el paraguas norteamericano a cualquier costo, acaso pensando que la desesperante crisis económica interna encontraría favorables respuestas con esa actitud seguidista.

Con velocidad de rayo, como no tuvieron jamás para otras cuestiones, De la Rúa y su canciller, Adalberto Rodríguez Giavarini, anunciaron el total respaldo a cualquier respuesta bélica encabezada por Estados Unidos y ofrecieron tropas, mientras el superministro Cavallo declaraba: “Esta es una guerra de la humanidad y de los países civilizados en defensa propia; Argentina tiene que disponer de sus fuerzas y estar lista para actuar”. Por su parte, la oposición justicialista se mantuvo en oportunista silencio, y resultó patético que el único que se expresó fue Carlos Menem, quien en su estilo cantinflesco les mandó aplausos y sonrisas a Bush padre y a Bush hijo, y hasta les mandó a su esposa.

Aunque la crisis era de naturaleza política y filosófica, era la decadencia económica y social lo que producía pánico a los argentinos. El auge del voto castigo o protesta, la sucesión de ajustes y los acuerdos cada vez más gravosos con el FMI hicieron trizas todas las supuestas panaceas expresadas en vocablos grandilocuentes como Blindaje, Megacanje o Déficit Cero. Los fundamentalistas del mercado –de apellidos aún vigentes– redoblaron la apuesta del ajuste, mientras la cuerda social empezaba a romperse, acaso confiando en lo único que garantiza “éxito” a sus “teorías”: la represión.

A mediados de noviembre de 2001 –hace exactamente diez años–, y defendido apenas por el vocero Juan Carlos Baylac, que por la tele resultaba entre conmovedor y patético, De la Rúa había dilapidado un enorme capital político y arrastraba consigo a su partido, incapaz aún hoy de recuperarse. En las sombras, Cavallo y sus amigos planificaban el tristemente famoso “corralito”, que no era otra cosa que una confiscación de ahorros privados, un robo organizado y un hipócrita atentado contra la propiedad privada. No pudo haber más desastroso fin de época.

Después se desataron las tempestades de diciembre, que ya se evocarán el mes que viene, cuando se cumplan diez años de la mayor pueblada democrática que protagonizó nuestro país.

De acuerdo: la buena memoria es un ejercicio saludable.

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