Martes, 27 de diciembre de 2011 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Ana Oberlin *
La nueva etapa en el proceso de justicia por los crímenes de lesa humanidad cometidos en nuestro país durante la última dictadura cívico-militar es, sin dudas, única y ejemplar. Pero dista de ser perfecta. Como integrantes del movimiento de derechos humanos tenemos la obligación de ahondar en sus deficiencias para seguir avanzando. Quienes pertenecemos a las generaciones que se incorporaron a esta pelea posdictadura se lo debemos a las Madres y a las Abuelas, esas obstinadas y tenaces mujeres que nos enseñaron que se puede llegar muy lejos si se trabaja con esfuerzo, perseverancia, ganas y seriedad.
Entre las cuestiones más relevantes que nos queda por recorrer se encuentra investigar la participación de los civiles involucrados. Me refiero, entre otros, principalmente a empresarios que se enriquecieron ilícitamente; a curas que desempeñaron papeles cruciales en la represión; y al engranaje judicial: jueces, secretarios, defensores, fiscales, asesores de menores. Y, entre estos últimos, no sólo los que formaban parte de las patotas, sino también aquellos integrantes de la Justicia que daban el ropaje de legalidad que la dictadura necesitaba para legitimarse, llevando adelante causas basadas en supuestas confesiones, arrancadas bajo torturas, que determinaron años y años de cárcel injusta para muchas personas. Avanzar sobre las responsabilidades civiles es difícil, porque el Poder Judicial es un órgano altamente corporativo que raramente asume con seriedad su tarea cuando se trata de juzgar a quienes son considerados pares. Por eso representa un desafío.
Otra de las grandes faltas es la negativa a encuadrar las atrocidades cometidas en determinadas figuras penales. Entre ellas, no calificar como tormentos a las condiciones inhumanas a las que fueron sometidos los cautivos en los centros clandestinos. La nula o escasa alimentación, la falta de elementos de higiene, la inexistencia de medicamentos y de abrigo, el hacinamiento, la suplantación de las identidades por números, la desnudez forzada, entre otros aspectos del proceso de deshumanización al que fueron sometidos, configuran tormentos. Pero algunos jueces todavía siguen sin entenderlo y debemos seguir insistiendo.
Algo similar ocurre con la reticencia a aplicar la figura de homicidio o la de desaparición forzada –incorporada en mayo de este año al Código Penal– para los casos en los cuales no se ha podido encontrar el cuerpo de la víctima. Negarse a encuadrar los delitos en estas figuras, las más graves de nuestro sistema penal, no sólo implica sancionar con menor pena a los autores. También se traduce en premiar al terrorismo de Estado por el éxito con que llevó adelante una de las prácticas más aberrantes, la desaparición de personas. Este dispositivo represivo fue inventado con dos objetivos centrales: imponer terror e incertidumbre en los familiares y en la sociedad, como forma de disciplinamiento, y ocultar los rastros del delito. Si no se los castiga por estos hechos, y sólo se lo hace por privación ilegal de la libertad y tormentos, se los está premiando, además de dejar afuera una parte fundamental de lo ocurrido.
Asimismo, queda pendiente el abordaje de la violencia sexual y de la violencia de género. En los últimos años, principalmente las mujeres han expuesto la violencia sexual que vivieron ellas y algunos de sus compañeros, al ser secuestradas o estar en cautiverio. Sumado a haber sido las víctimas principales de estos delitos, también sufrieron una violencia diferencial por el sólo hecho de ser mujeres: desde manoseos continuos, abusos, falta de elementos higiénicos femeninos, hasta abortos forzados y partos en condiciones espeluznantes. Este especial ensañamiento se basaba en el deseo de castigarlas con mayor severidad porque no sólo desafiaron el orden dictatorial al militar, sino que también se apartaron del rol de esposas, madres y amas de casas que la cultura machista tenía reservado para ellas. Estas prácticas específicas contra las mujeres no se han plasmado aún en las resoluciones judiciales. Y esto tiene que ver con cuestiones que exceden al juzgamiento del terrorismo de Estado, como el carácter sexista y discriminatorio hacia la mujer que buena parte de los operadores judiciales reproducen. En la mayoría de los casos, estos delitos son los que más huellas han dejado en las subjetividades de estas mujeres. Simplemente por eso no es anodino avanzar en este sentido.
El último punto tiene que ver con la menor severidad con la que se tratan los delitos que surgen de las apropiaciones de niños. Una de las prácticas represivas con mayor actualidad en sus consecuencias –todavía seguimos buscando a 400 jóvenes– es el robo sistemático de bebés secuestrados con sus madres o que nacieron durante el cautiverio de ellas. A pesar del horror que supone que haya personas a quienes las privaron de su verdadera identidad y que desde hace más de 30 años cada mañana sus abuelos, primos, hermanos, tíos se levantan con la angustia desgarradora de no saber dónde están, los jueces los consideran hechos menores y los sancionan con penas directamente irrisorias. Resaltar la necesidad de condenas más contundentes para estos delitos tampoco es intrascendente. Las sentencias tienen un alto valor simbólico y deben dejar claro que en este país no toleramos crímenes tan tremendos como el secuestro de niños.
Intenté esbozar en estas líneas parte de lo que creo que nos queda por andar. Lo hice porque considero que esta oportunidad única que los argentinos supimos conseguir tiene que servir, principalmente, para reparar –aunque sea una reparación tardía, incompleta y fragmentaria– las consecuencias que estos delitos tuvieron para quienes los sufrieron. Ninguno de los aspectos señalados es sencillo y tenemos un gran desafío por delante si queremos revertirlos. Pero hace diez años nos parecía imposible llegar a este momento. Entonces, sigamos trabajando para seguir haciendo posible lo que parece inalcanzable.
* Abogada representante de querellas en juicios de delitos de lesa humanidad.
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