EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Como es habitual, según la agenda del periodismo opositor, los temas de verdadera importancia fueron presentados en estos días con forma de sacudida pasajera. Y otros de carácter episódico, que también tienen su trascendencia mientras se les dé un plexo conceptual, se mostraron como temblores estructurales.
Los medios gráficos y, muy sobre todo, los audiovisuales, tuvieron su regocijo con dos materias recurrentes. Inseguridad y libertad de prensa, para ponerlo en los términos que les gustan. La primera fue insuflada gracias a los hechos pavorosos de que fueron víctimas un conductor radiofónico, junto con su familia, y el joven de Lanús. En cambio, los sucesos en María Susana, una localidad próxima a Rosario donde la policía del lugar molió a golpes a un chico de 17 años al que debieron operar por lesiones graves, no despertó mayor inquietud en los comunicadores de alcance nacional. Ni siquiera importó que la indignación de los vecinos intentara llevarse puesta la comisaría. Un sentimiento rabioso entronca a todos esos incidentes, y a cuántos más que no están en la prensa; pero la vara con que se los mide debería alertar sobre la manipulación informativa. Se recomienda la lectura de lo que el investigador británico Keith Hayward, cultor de la criminología cultural, señaló en una entrevista publicada por Página/12 el lunes pasado. “El pánico moral resulta bueno para los negocios”, dice Hayward entre otros conceptos centrales que recuadran, por ejemplo, los “reality shows policiales, muy populares en televisión, que encarnan siempre una misma posición ideológica. Nunca hablan sobre políticas o sobre la situación del delito, sino que se refieren a un particular delito callejero (...) Se filma la captura de un individuo. Luego estos videos se utilizan como técnicas de promoción para conseguir más fondos para la policía, para obtener herramientas de formación y crear nuevos cuerpos policiales. La gente mira programas como SWAT, un show que muestra a una policía altamente militarizada (...) y entonces siente el temor que provoca el pánico moral. Luego demanda este tipo de fuerzas policiales militarizadas en su ciudad”. Parece mentira que deba insistirse en la necesidad de apuntar “obviedades” así. Sin embargo, uno vio reaparecer al falso ingeniero Blumberg y rememoró el inútil endurecimiento de leyes generado por la tragedia de su hijo; y ya piensa en Baby Etchecopar reaparecido a como fuere en el rol de Gran Justiciero Argentino... y dan ganas de matarse de tanto advertir, casi al divino botón, que las reacciones primitivas jamás deben ser el núcleo de una política de Estado. El “casi” no es menor porque, al fin y al cabo, también se demuestra que a la hora de los bifes puede haber -hubo, hay– una mayoría electoral que no come vidrio. Eso que se designa como un pueblo capaz de preguntarse, respecto de la “inseguridad” o de lo que fuese, si acaso quienes despliegan una crítica bestial harían algo mejor. Está claro que la respuesta es no, siempre y cuando no haya descanso en saber ratificarlo y comunicarlo.
Hablando de ¿comunicación?, un par de cuestiones reforzaron la ocurrencia de que el Gobierno persigue al periodismo adverso. Es de obviar –esperemos– que una de las grandes batallas políticas se expresa hoy entre el oficialismo y un grupo de corporaciones con formato periodístico. Clarín, La Nación y algunos sucedáneos representan lo que la oposición insiste en no llenar. Esa contienda no debe dar espacio a la afectación del sentido común. “Nazi” es una palabra merecedora de demasiado respeto en torno de a quién endilgársela: ni Osvaldo Pepe ni Carlos Pagni, por muy dura que pueda o deba ser la crítica hacia los artículos que escribieron, merecen ser alcanzados por ese término. Cristina volvió a excederse en ese párrafo de un discurso que por lo restante se gana el aplauso, aunque opacó el sentido de un acto ligado, justamente, a anuncios sobre democracia comunicacional a través del Plan Nacional Igualdad Cultural. En vez de eso, se acabó por hablar de la interpelación presidencial a dos periodistas. Pero hay un abismo entre problematizar la alusión de Cristina y buscar amparo en lo impoluto de la profesión. No jodan con el virtuosismo democrático para defender estrategias corporativas. Asimilen que el periodismo pueda ser cuestionado desde las más altas esferas institucionales, sin que eso signifique persecución. Háganse cargo de que trabajan en medios beligerantes contra el oficialismo y de que éste tiene derecho a defenderse y contraatacar. Ese es el marco. Lo demás son episodios. Con más temperatura o con menos, con dichos certeros o infortunados, pero nunca con riesgo para lo que se conoce como libertad de prensa. Las barbaridades que se publican contra este Gobierno carecen de antecedentes, incluyendo disparates como la denuncia de censura en el programa televisivo de Marcelo Longobardi. ¿Son reales los infradotados capaces de creer que un ministro llama a un programa de cable para ordenarle ¡¡¡al equipo de producción!!! el levantamiento del envío, por declaraciones de Alberto Fernández? Esto ya es demasiado. Pero no lo más grave. Lo supera la cantidad de colegas y medios que se hicieron eco del desatino. Hablaron de atentado a la democracia. La pregunta anterior es un leve chascarrillo irónico porque desde ya que no está en duda la existencia de infradotados múltiples, en el país donde hay gente que se sintió habilitada para decir que Kirchner no estaba en el cajón; o que el velatorio lo organizó Fuerza Bruta. Lo segundo no tiene nada de chistoso. Amplificar el ridículo, a perfectas sabiendas, es una afrenta espantosa a esta profesión. Sin embargo, sirve para ratificar aquello del marco con que deben observarse las noticias y las opiniones en esta etapa política.
Es igualmente útil, el enmarque, para interpretar cómo es posible que eventos del tipo de los comentados terminaran, mediáticamente, por encima del fallo de la Corte sobre el aborto no punible en todos los casos de violación. Por supuesto que el hecho tuvo su destaque, tanto como las medidas provinciales que quitan concesiones a YPF. Pero adquirieron tinte espasmódico si se los coteja con la expansión brindada al resto. Y el tratamiento pasó por destacar la oposición de la Iglesia –vaya notición– o el tono de “embate” contra la iniciativa privada. Asimismo, el notable apoyo oficial chileno a los derechos argentinos sobre Malvinas, en boca del propio Sebastián Piñera, sufrió un vacío periodístico ¿insólito? Lo reemplazó la cobertura de una presunta afirmación de la presidenta brasileña acerca de que el argentino, debido a la inflación, no es un esquema económico a imitar. El más elemental de los criterios profesionales obligaba a chequear una información con todos los visos de falsa, pero acá la mandaron a tapa. Salió la misma Rousseff a aclarar que jamás afirmó algo semejante; que es injustificable haber creído que podría entrometerse en asuntos internos de otro país y menos que menos con un vecino como la Argentina, habiendo de por medio un proyecto común. Lo patético de esta situación, regida por el choque de intereses entre el sector más concentrado de la prensa opositora y el Gobierno, es que se pierde grandemente la posibilidad de algunos debates de fondo. Unos atacan a como dé lugar, sin escrúpulos; y el oficialismo –sin perjuicio de que sigue marcando la agenda central– cae más de una vez en reacciones intempestivas que hacen perder de vista los núcleos. Con el agregado de que la comunicación está excedidamente concentrada en la figura presidencial. Hace falta abrir ese juego y situarse por encima de las chicanas. La cuestión de YPF o, mejor, de las herramientas energético-estratégicas, es un ejemplo contundente. El mayor, quizás. Amerita preguntarse con cuáles recursos se sustituiría al modelo actual. ¿Una petrolera estatal es factible en términos de inversión? ¿Se está dispuesto a esa reforma de segunda generación? Si la respuesta es afirmativa, y ojalá lo sea, supone un nivel de nueva construcción de relato y convocatoria popular.
Sería marcar agenda de una manera superadora, en lugar de conformarse con que lo que hay enfrente es horrible.
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