EL PAíS › OPINION
› Por Mara Brawer *
La Declaración de Defensa de Soberanía sobre las Islas Malvinas, aprobada en Ushuaia y votada por el Congreso Nacional, será girada a los Parlamentos del mundo, en una búsqueda de respaldo a la posición argentina, que prioriza el diálogo y condena terminantemente el colonialismo. A diferencia de lo que dicen algunas voces, somos muchos los que consideramos que sí debemos reivindicar la lucha contra el sistema colonial y que es necesario que el conjunto de naciones independientes que viven en democracia acompañen esta reivindicación.
Es que el reclamo de la soberanía de las islas es una cuestión regional, de América del Sur y global y, en ese sentido, diputados y senadores rechazamos la “persistente actitud colonialista y militarista del Reino Unido” que vulnera “los legítimos derechos soberanos de la República Argentina desconociendo las resoluciones de las Naciones Unidas”. Enfatizando en nuestra declaración el anacronismo cruel que representan los dieciséis enclaves coloniales que aún existen en el mundo. Repudiando también que diez de esos enclaves pertenezcan al Reino Unido y que el gobierno británico utilice el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y su condición de miembro permanente para valerse de esta injusta situación.
A riesgo de parecer simplista, supongamos una escena familiar. Supongamos un padre que habla a un hijo. “Hay una casa en la otra cuadra que me gusta mucho. No está en venta. Pero somos ricos e influyentes, podemos tomarla por la fuerza, desalojar a sus ocupantes y en unos años, cuando tengas tu primer nieto –es decir, cuando hayan pasado por allí generaciones–, podrás decir que “lo justo es que le pregunten al que vive allí, quien por supuesto dirá: ‘Esta casa es de nuestra familia’.” A primera vista, el planteo suena absurdo. ¿Pero acaso no es esta misma postura la que toman quienes hoy promueven que la decisión de soberanía recaiga sobre los descendientes de los usurpadores de las islas?
El Reino Unido ocupó Malvinas por la fuerza en 1833 y expulsó a su población. Luego, jamás permitió su retorno, desconociendo la Resolución 1514 (XV) de las Naciones Unidas, relativa a la Declaración sobre la Concesión de la Independencia a los Países y Pueblos Coloniales, que establece que todo intento encaminado a quebrar la unidad nacional y la integridad territorial de un país es incompatible con los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas.
Pero más allá de las disposiciones y resoluciones, de las marchas y contramarchas que se han generado en torno de la ocupación británica, quiero permitirme contar un dato histórico, pequeño, y hasta diría doméstico, que subyace a toda esta historia de arrebato y violencia.
En 1831, el primer comandante argentino en Malvinas, Luis María Vernet, se instaló en las islas junto a cuarenta hombres para construir una aldea con casas de piedra. Unos resecos pastizales australes conformaban, por caso, todo el paisaje que los rodeaba.
Pese a todos los augurios, su esposa, María Vernet –madre de una niña nacida en las islas, a quien llamó Malvina, en segura intención de arraigar Patria–, había viajado con semillas desde Buenos Aires, con el objetivo de hacer de aquella tierra árida, tan fría e inhóspita, algo un poco más parecido a un hogar. Los relatos de la época cuentan que el viento helado no pudo contra la voluntad de esta mujer.
Así fue como crecieron, por primera vez, flores en las Malvinas.
* Diputada nacional (FpV)-Miembro de la Comisión de Relaciones Exteriores y Culto.
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