EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Hablemos de ensaladas mediáticas. En rigor, una figura así conlleva la acepción de mescolanza. Hay de eso, pero después rige el sabor de un solo ingrediente.
El tratamiento de prensa, la última semana, acerca de la oferta gubernamental sobre subtes y colectivos junto con el nuevo rechazo de Macri merece uno de los sitiales destacados. No es novedad la protección periodística de que goza el jefe de Gobierno porteño, por parte de los órganos ya no tan hegemónicos. Igualmente, se sabe que no debe perderse la capacidad de asombro. Se intentó atribuir a consabidas manifestaciones piqueteras el aquelarre que fue la circulación de tránsito por el centro de Buenos Aires (tema de interés para los 40 millones de argentinos, según parece). Lo cierto es que el auténtico piquete consistió en los preparativos finales de una carrera automovilística, promovida por el gobierno macrista. La Nación tuvo, al menos, el recato de editorializar si los funcionarios de la ciudad autónoma se volvieron locos de remate, bien que sin caerle directo a la casi única figura imaginada para salir por la derecha cuando se pueda. Tampoco es novedoso que el periodismo militante de la oposición obvie, sistemáticamente, el estadio procesal de Macri. Pero hay que dejarse el espacio para la indignación, si no la sorpresa, cuando se lee cómo se las gastaron en el trato dado por la Legislatura al intento macrista de recibir el subte únicamente con obras y subsidios. El oficialismo porteño terminó apoyando dos pronunciamientos testimoniales de las huestes de Solanas. Uno adhiere al traspaso con recursos. Y el otro expresa ver “con agrado” que el Gobierno de la Ciudad retorne la tarifa del subte a la de antes del tarifazo de... Macri. Muy poco antes de eso, exactamente al revés de lo festejado por la/su bancada macrista, la vicejefa María Eugenia Vidal había dicho que retrotraer el costo del boleto es una decisión que le corresponde al gobierno nacional, y nunca al porteño. Una comedia imperdible, desopilante, que lejos de ser presentada como tal fue ofertada disimuladamente, no sea cosa de perjudicar a las tropas de Mauricio. Con iguales pretensiones, la propuesta presidencial de compartir con la Ciudad el subsidio a los colectivos, durante un año, obtuvo de título que Cristina deja a los colectivos sin subsidio. Y por ruta similar, o idéntica, de los funcionarios y legisladores nacionales que refirieron la honestidad de Boudou, se privilegió la cita de que las manos en el fuego no deben ser puestas a favor de nadie. En torno de esa máxima, se volvió a ensalzar las enseñanzas de Kirchner. Resulta que, para el periodismo independiente, el tipo a quien intentaron pulverizar porque era un desencajado, un desquicio anímico, un rencoroso generacional, un travestido ideológico, es ahora la quintaesencia del político que sabía negociar, el moderado, el custodio de no llevar los conflictos hasta las últimas consecuencias. Qué falta que hace Kirchner, se lee y escucha en las bocas de lobo de las usinas periodísticas del bando opositor. Cuánto que se lo necesitaría hoy para trazarle límites a la yegua que, post mortem, lo corre por izquierda. No tienen vergüenza. En la entrada de la columna de Eduardo van der Kooy, ayer, se traza la imagen de un Boudou abatido, en su despacho del Senado, repitiendo que “Cristina sabía todo. No sé por qué me han tirado los perros así” (“¿me han?”). Según el editorialista, sólo escucharon al vice algunos amigos suyos que no se pusieron de acuerdo, únicamente, en si se largó a llorar o apenas se tomó la cara (detalle sustantivo, como se comprenderá). En concreto, desde la intimidad de Boudou le contaron a Van der Kooy, con pelos y señales, una escena que muestra al vice completamente quebrado. Si algo ni siquiera es verosímil, no vale la pena detenerse en si acaso podría ser verdad.
Los controles oficiales en la importación de libros también dieron lugar a una manipulación sublime. El jueves pasado, en Clarín, el título principal de portada daba cuenta de un bloqueo aduanero total a los textos impresos en el extranjero. Pero el desarrollo de la noticia fue remitido con exclusividad a la página 39, en cuya nota no hay una sola mención de fuente propia con nombre y apellido excepto por dos que al cabo mueven a risa porque, justamente, contradicen el sentido que el diario da a la información. El presidente de la Cámara Argentina de Publicaciones, Héctor Di Marco, afirma que tomarán contacto con las autoridades porque “por ahora, sólo tenemos suposiciones” (sobre la medida de la Aduana). Sin embargo, según el mismo directivo y siempre en la misma nota, el supuesto es que, simplemente, se trataba de “verificar todos los contenidos de los containers, para ver si se ajustan a las declaraciones”. La mención nominada restante corresponde a Isaac Rubinzal, presidente de la Cámara Argentina del Libro, quien no sólo ya había negado que hubiera libros interdictos sino que, respecto de las entregas, sostiene que “no es un volumen significativo, son monedas”. Lo demás es “cuenta un editor”; “cuentan”; “explican los editores”; “decía” el director de la filial argentina de una editorial multinacional; “un” editor “se burló” de que sólo quieran controlar la tinta con plomo; “confiaban” desde una editorial. El mismo jueves, en Página/12, el artículo de Javier Lewkowicz abundaba en fuentes abiertas allí donde Clarín consigue solamente off the record. Que un diario tenga simpatía con el oficialismo y el otro esté en guerra declarada no guarda relación alguna con la calidad profesional respecto de las fuentes empleadas y el uso de potenciales. Para la nota de Lewkowicz opinaron sin problemas desde el Grupo Santillana, más Carlos Artigas, gerente de importaciones de Editorial Atlántida, y Juan Carlos Manoukian, director de Ediciones Circus. Todos –incluyendo a Di Marco y Rubinzal, nada menos que los responsables máximos de las dos cámaras representantes de los editores del país– coincidieron en descartar, con aportes numéricos y conceptuales, el tremendismo que Clarín, y otros medios y periodistas, imprimieron a un hecho por el cual quiso esparcirse algo así como que la Argentina se queda intelectualmente aislada del mundo. ¿Tanto les hace falta inventar o manipular de esta manera? Tomar noticias a partir del procedimiento mediático que sufren no debería ser un ejercicio habitual. Pero continúa siendo imprescindible, porque es a partir de allí como se entienden mejor las noticias propiamente dichas.
Como suele decirse, y ya supimos apuntar en esta columna, a propósito de una de las formas en que cabe medir la diferencia de categoría periodística entre un profesional y un aficionado, los goles se pueden meter con el pie, la cabeza, el pecho, la espalda, el culo. Pero nunca con las manos. Y lo que está ocurriendo en el periodismo argentino, ante todo por la realidad indesmentible de que algunas corporaciones de prensa y aledaños ocupan el sitio de la oposición partidaria, parlamentaria, institucional, es que aumentan los ilícitos. No digamos legitimidad: podríamos hacerlo si cada quien reconociera abiertamente el lugar desde donde dice, informa, juzga, titula, entona, gesticula. No es el caso. El periodismo al que se denuesta como “militante”, si es por eso, acaba por ser infinitamente más auténtico que el salvajismo de la oposición periodística autoinvestida con su lucha por la libertad de prensa. Que vaya si la tienen. Y de profesionalismo, que vaya si les falta. De por sí, vender como existente la objetividad es una estafa. Si además pretende revestírsela de independencia analítica en medio de una guerra de intereses como se vio pocas veces o ninguna, estamos frente a un fraude escandaloso.
Que se haga cargo cada quien dispuesto a aceptarlo, en su lectura de la realidad.
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