EL PAíS › OPINIóN
› Por Oscar González *
A lo largo de 122 años, desde aquel 1º de mayo de 1890 en que por primera vez un reducido grupo de socialistas celebraron en la Argentina el Día de los Trabajadores, cumpliendo el mandato del Congreso Obrero Internacional de París del año anterior, la clase obrera de aquí y de todo el mundo fue protagonista de gestas heroicas, avances notables y conquistas perdurables, pero también víctima de derrotas y retrocesos.
Fueron protagonistas de revoluciones que subvirtieron el orden establecido y construyeron utopías y gobiernos socialistas, populares y progresistas que abrieron paso al Estado de Bienestar que puso en vigencia muchas de las demandas de los pioneros del movimiento obrero. Desde fines de los ‘70 se abatió sobre ellos el embate del neoliberalismo, cuyo programa, expresión ideológica del capital concentrado, no contempla sólo la desaparición práctica de la actividad sindical, la degradación de las condiciones laborales y la brusca disminución de los salarios para incrementar la tasa de ganancia; prevé también la marginalización del Estado y la sustitución de todas las prácticas sociales a la lógica del mercado, como forma de incrementar las oportunidades de negocios.
Ese programa, como lo sabemos muy bien los argentinos, dista de ser una mera enunciación teórica: fue instaurado violentamente, con asesinatos y desapariciones, por la dictadura y profundizado durante la década menemista, bajo correlaciones de fuerza muy desfavorables para los trabajadores. Esa lógica perversa impregnó, en mayor o menor medida, el rumbo de todas las gestiones políticas desarrolladas desde la recuperación de la democracia.
Ese legado explotó en diciembre de 2001, pero podría haber sobrevivido –como lo muestra la crisis europea– de no haber mediado las valerosas luchas de los trabajadores argentinos y las decisiones políticas de un gobierno resuelto a cambiar el rumbo de la historia. En efecto, desde mayo de 2003, implacablemente, las gestiones de Néstor primero y de Cristina Kirchner después fueron desandando el camino iniciado con el Rodrigazo, en vísperas del golpe militar, que terminó conduciendo a las tasas de desempleo más altas de la historia argentina, a la más baja participación de los salarios en el PBI y a niveles de pobreza e indigencia extremos e indignantes. Estos nueve años no se tradujeron sólo en la recuperación de las negociaciones paritarias, del poder adquisitivo del salario y de los haberes jubilatorios. Aunque hay aún cuentas pendientes, sobre todo respecto del trabajo no registrado, la distribución del ingreso y las condiciones laborales han mejorado ostensiblemente y el desempleo se encuentra en sus mínimos históricos. Más aún: las políticas públicas, y en particular la económica, han privilegiado permanentemente la generación y preservación del empleo. Y la recuperación de la autonomía del Estado, que se expresa en medidas como el desendeudamiento respecto del FMI, la nacionalización de Aerolíneas, la reanudación del sistema previsional solidario, el nuevo rol del Banco Central y, ahora, la reestatización de YPF, asegura que esas nuevas políticas serán perdurables en el tiempo y no estarán sometidas al veto de los organismos multilaterales o los vaivenes de la timba financiera global.
Por ésas y muchas otras razones, los trabajadores argentinos tienen hoy mucho para celebrar en su larga marcha hacia una sociedad más justa y un mundo mejor.
* Dirigente del Socialismo para la Victoria. Secretario de Relaciones Parlamentarias del gobierno nacional.
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