Dom 27.04.2003

EL PAíS  › OPINION

Después de la caída

› Por Claudio Uriarte

Se divide la historia mundial en un antes y un después de Saddam Hussein? Donald Rumsfeld, el exuberante secretario de Defensa norteamericano, pareció anunciarlo así, al homologar días atrás el primer derrumbamiento de una estatua de Saddam Hussein en Bagdad con la caída del Muro de Berlín. Esto es demasiado si se lo toma en forma literal, ya que la República Democrática Alemana no fue invadida por fuerzas de la OTAN, y cayó simplemente por la defección de su potencia ocupante y protectora, la vieja Unión Soviética. Pero el slogan de Rumsfeld tiene razón en un punto, ya que la caída de la estatua de Saddam Hussein fue un corolario posibilitado sólo por el desplome del Muro de Berlín. En este sentido, el nuevo mundo no es muy diferente del viejo. O mejor dicho: decisiones que fueron tomadas ahora estaban posibilitadas por condiciones que existían antes, más precisamente las que se desencadenaron después de la caída del Muro de Berlín, con la desaparición de todo contrapeso militar serio al poderío estadounidense. La invasión a Irak no era inevitable ni siquiera necesaria, pero hubiera sido impensable sin la desaparición del contrapeso soviético.
Por eso, parece más legítimo hablar de un mundo antes y después de Rumsfeld, en lugar de un mundo antes y después de Saddam. Saddam era un dictador de segunda categoría, que podía ser contenido con las fórmulas tradicionales de apaciguamiento y negociación del Departamento de Estado; Rumsfeld es la expresión de un núcleo de poder estadounidense que ha decidido aprovechar su hegemonía militar actual para proyectarla durante los próximos 100 años. Irak –cuya ocupación prefigura un rediseño de Medio Oriente– es el primer paso en esta operación; Siria, Irán y Corea del Norte pueden seguir –aunque no es seguro–, pero la mera condición de posibilidad de ese verdadero ejercicio de reordenamiento imperial señala el punto al que hay que atender al observar la dirección de los acontecimientos. Estados Unidos dispone ahora de un poder inigualado en su historia –razonan los halcones–; ¿porqué no aprovecharlo para asegurar su extensión en el tiempo? Este es efectivamente el principio de realidad que tendrá que afrontar el resto de las naciones –y muy especialmente las Naciones Unidas– en el tiempo que viene. Francia –que plantó cara de modo tan desafiante a EE.UU. en las vísperas de la contienda– seguramente será penalizada en los tiempos que se avecinan; Alemania puede que sea ignorada, y Rusia que sea cooptada. Dicho con crudeza, el mundo unipolar -su acompañante ideológico, el llamado “pensamiento único”– fueron posibles porque la potencia militar de la URSS colapsó. También, en este caso, porque Alemania –después de la Segunda Guerra Mundial– enfrentaba un invencible tabú militar; y porque Francia, pese a sus declaraciones independentistas, siempre estuvo menos dispuesta a invertir en armas que en su Estado del Bienestar. Y el enfrentamiento de estas tres naciones a la aventura imperial estadounidense en Irak tenía, además, poderosas razones comerciales y económicas.
Esto no implica que el nuevo desafío americano vaya a permanecer incuestionado. Pero el punto de quiebre no viene desde donde se lo espera. Siria, Irán, Corea del Norte, China, Rusia, los palestinos, “la calle árabe”, los zapatistas, los movimientos antiglobalización, la Unión Europea, Turquía, no son adversarios a la altura del nuevo imperio. Más bien, y de modo hegeliano, la contradicción nace del interior del propio imperio. Es imposible sostener una posición imperial como la que se ha asumido cuando la economía del imperio está derrumbándose en su interior. Y eso es lo que está ocurriendo. Con Irak, EE.UU. adquirió un Estado Nº 51 cuya deuda externa es superior a los 300.000 millones de dólares, mientras parte del resto de sus Estados legítimos está quebrando, por obra de la traslación del déficit presupuestario generado por las reducciones de impuestos de la administración Bush a los que menos recursos tienen para defenderse. Esto no es una buena noticia para nadie. La economía europea está estancada, la japonesa se encuentra en deflación, y, si la locomotora norteamericana termina de descarrilar, puede arrastrar al resto a una depresión mundial. Quizás, la crisis de la economía estadounidense fuerce a un repliegue de los planes de largo plazo del Pentágono –incluida la ocupación de Irak, o sus futuras aventuras en Siria o Corea del Norte–.

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