EL PAíS
› OPINION
Ballottage
› Por J. M. Pasquini Durán
Pese a la disconformidad popular con la vieja política, la participación en estas elecciones demuestra que la ciudadanía quiere quedarse dentro de los límites de la democracia republicana y, si es así, será importante que el ballottage del 18 de mayo permita aclarar las ideas, por ahora ausentes, con la que cada uno afronta este tipo de decisiones. Los cinco primeros candidatos sumaron alrededor del noventa por ciento de los votos válidos y, al mismo tiempo, los votantes dispersaron sus opciones de tal manera que ninguno consiguió mayoría abrumadora. Carlos Menem y Néstor Kirchner tendrán que disputar, por primera vez en el país desde 1916, la segunda vuelta.
Aunque ambos son de origen peronista, lo más probable es que traten de convencer al electorado de que representan dos modelos diferentes de futuro. Al mismo tiempo, tendrán que superar el prejuicio público de que se trata de una mera interna peronista, puesto que cada uno necesita para imponerse al otro del respaldo de los ciudadanos no peronistas. Aunque los partidos de izquierda tuvieron pobres resultados, es obvio también que existe un electorado progresista, de centroizquierda o como quiera llamarse, que tiene un peso específico propio, como lo demostraba el resultado que obtenía Elisa Carrió cuando se habían computado más de la mitad de las casi 68 mil mesas instaladas en todo el país.
La otra novedad llamativa fue el crecimiento de Ricardo López Murphy, pero la explicación, sin duda, es que logró atraer al votante de la UCR y también a un sector de clase alta que, en otras circunstancias, tal vez hubiera adherido al retorno menemista. Igual que el ballottage, por primera vez los herederos de la Unión Cívica fueron desdeñados por las mayorías, reduciendo a la UCR casi a su disolución como alternativa de gobierno nacional. Le queda la esperanza de algún tipo de revancha en los futuros comicios para las gobernaciones y legislaturas. Pese a lo que consiguió, López Murphy estuvo lejos de los pronósticos que lo ubicaban en la competencia de la segunda vuelta y su mayor esfuerzo, quizá, consistirá en retener lo que hoy logró. En todo caso, la posibilidad de un partido conservador, a los efectos del equilibrio político en el país, podría contribuir a una transparencia ideológica, del mismo modo que es importante la consolidación de un bloque de centroizquierda. Uno de los peores vicios de la vieja política era ocultar esas pertenencias ideológicas debajo de gallardetes partidarios que mudaban como los camaleones según estuvieran en la oposición o en el gobierno.
De todas las fuerzas políticas, el peronismo sigue conservando una vitalidad sorprendente, sobre todo porque sus bases pueden hacer opciones diferentes pero sin renunciar a la identidad de origen. Es claro que el peronismo no es único ni significa lo mismo, según quien lo invoque, sea Menem, Kirchner o Rodríguez Saá. Una evidencia, sin embargo, de la gravitación de sus aparatos está a la vista en la provincia de Buenos Aires, donde la votación del candidato patagónico alcanzó niveles que no hubiera tenido sin la influencia del presidente interino Eduardo Duhalde, quien se convirtió en un candidato indirecto de esta elección y seguirá teniendo un rol activo hasta la segunda ronda. El escrutinio final, de paso, podría terminar con una riña sostenida entre Duhalde y Menem que forma parte de la historia doméstica del peronismo.
Apenas empezaron a difundirse las primeras encuestas en “boca de urna”, en los corrillos profesionales de la política se multiplicaron las especulaciones acerca de las chances de cada uno de los dos finalistas para realizar pactos con sus actuales adversarios, a fin de acumular los votos necesarios. Por lo mismo, cuando al final de la jornada hablaron Menem y Kirchner los interesados siguieron al detalle las menciones en cada discurso que podía ser interpretado como un puente hacia esos potenciales aliados. Es otro reflejo de la vieja política, que asentaba sus movimientos en confabulaciones de cúpulas, como la que hizo posible elPacto de Olivos entre Menem y Raúl Alfonsín. Sin embargo, aunque los pactos son siempre factibles, en los veinte años de la democracia refundada en 1983, y de manera cada vez más nítida, los votantes han ganado autonomía para sus decisiones, sin subordinarse a disciplinas forzadas. Esa “volatilidad”, como la llaman los especialistas en marketing, tuvo a mal traer en esta ocasión a los encuestadores hasta el último minuto previo a la apertura del cuarto oscuro. No hay razones para pensar que la novedad del ballottage anule esa libertad de conciencia.
A veces, por supuesto, esa misma libertad produce resultados que, en otras lógicas, pueden parecer increíbles. En este caso, por ejemplo, que Menem tenga esta nueva oportunidad parece contradecir el extendido sentimiento de repulsa ciudadana contra la corrupción impune y contra los ajustes económicos de exclusión social. Si bien el ex presidente erró el cálculo (“primera y adentro”) que lo hacía triunfador sin necesidad de segunda vuelta, debería agradecer el sitio que consiguió, aunque el 75 por ciento del electorado lo haya descartado entre sus preferencias. Aun con las contradicciones y paradojas que puedan anotarse en el escrutinio provisional, una vez que se conozca en detalle, esa libertad es una conquista de los ciudadanos. Lástima que todavía le falta extenderse a provincias donde los gobernantes son elegidos con porcentajes tan altos que sólo se registran en los países de partidos únicos. Así ocurrió ayer en San Luis, La Rioja y Santa Cruz, pero no son las únicas ni mucho menos.
La horizontalidad democrática es una etapa de madurez de la cultura política de una sociedad, que se consigue no sólo con el paso del tiempo, sino también con la participación y el esfuerzo sostenidos de los ciudadanos. En esa perspectivas, las elecciones, y la de ayer no es la excepción, son instantes fugaces de procesos más largos y complicados. De cualquier manera, en esta ocasión, ni siquiera concluyó en la víspera: para saber el final habrá que esperar hasta el domingo 18 de mayo.