Lunes, 21 de mayo de 2012 | Hoy
EL PAíS › DEBATE SOBRE LA MODIFICACIóN DE LA CONSTITUCIóN NACIONAL
Por Carlos Raimundi *
“Constituir la unión nacional”, “afianzar la justicia”, “consolidar la paz interior”, “proveer a la defensa común”, “promover el bienestar general” y “asegurar los beneficios de la libertad”, son contenidos del Preámbulo de nuestra Constitución nacional que no deben remitir a generalidades, sino a los cimientos de nuestra organización como sociedad. A ellos podríamos agregar otros valores, que, por implícitos, no son menos importantes, como el pacto previsional (según el cual los aportes de una generación anterior sustentan el retiro laboral de los jubilados de hoy, y el aporte de la generación presente sustentará nuestro retiro), el pacto financiero (según el cual el dinero depositado en los bancos sigue siendo nuestro) y el pacto tributario (según el cual nuestros impuestos son devueltos en salud, educación, justicia y seguridad de calidad).
Al cabo de casi tres décadas de ajuste prácticamente ininterrumpido, aquellos valores fundantes y pactos organizadores de nuestra comunidad resultaron lisa y llanamente destrozados. Por eso, el primer acuerdo de seriedad a dejar sentado para el debate sobre una reforma constitucional es la profundidad de lo que estamos hablando. No se trata de prolongar un mandato presidencial, sino de consolidar la trabajosa reconstrucción de los principios fundadores de nuestra condición nacional y de los nuevos derechos que de ellos derivan. Cualquier utilización rastrera del tema será demostrativa de la bajeza de las intenciones de quien lo pretenda.
Este no es un debate entre republicanos defensores de la libertad y populistas anacrónicos y salvajes. Hay un discurso de los poderes fácticos, que ha calado muy hondo en ese sentido, debido a la profunda horadación cultural que ejercieron hasta 2003. Sin embargo, muchos que se dicen republicanos justificaron bombardeos y proscripciones, golpes de Estado, desapariciones y muertes, que nada tienen que ver con la república, sino más bien con la intención de aniquilar aquellas experiencias políticas que osaron afectar sus intereses.
Rechazamos de plano, pues, que estos factores de poder, junto a aquellos políticos que operan, voluntariamente o no, como sus portavoces, opinen desde el pedestal de la república. La libertad de expresión absoluta, la eliminación de los delitos de calumnias e injurias para el periodismo, la no criminalización de la protesta social, las garantías procesales a los genocidas, la vía política y legislativa para la confrontación de intereses profundamente divergentes –como sucediera con la Resolución 125 o el matrimonio igualitario– enmarcan el actual proceso dentro del respeto más irrestricto a las bases de la república.
El debate sobre la Reforma Constitucional tampoco es un debate entre “institucionalistas” vs. “no institucionalistas”. Nadie podría contradecir, desde la sensatez, que la Unasur y el Banco del Sur, el Estado promotor, las paritarias, la asignación universal, la movilidad jubilatoria o la presencia de la sociedad civil en un tercio de las licencias audiovisuales son instituciones fuertes. En todo caso, la pregunta sería qué tipo de instituciones se busca custodiar o qué tipo de intereses se pretende jerarquizar a través de las instituciones que consagra una Constitución.
Digresión. Debate en una reunión familiar. “¿Qué opinás de una eventual reforma constitucional?”, me interrogó alguien que simpatiza con las privatizaciones de los ’90. “Es un tema complejo”, ensayé como primera respuesta. Pero antes de que yo pudiera continuar, otro asistente interfirió: “Aquí, el sistema parlamentario no funciona”. A lo que yo agregué, como último ¿aporte?, antes de que finalizara la conversación: “¿Qué significa que un sistema funcione?”.
Que un sistema funcione significa, brevemente, que tienda a elevar la igualdad, que dé oportunidades, que brinde herramientas que conecten a cada ciudadana y a cada ciudadano con la posibilidad de realizar sus propias decisiones de vida. Desde esa perspectiva, ¿ha funcionado el sistema argentino? ¿Puede decirse que un sistema tantas veces interrumpido mediante la violencia cívico-militar de los golpes de Estado, y que generara tanta injusticia social, y que fuera tan repudiado por la población, es un sistema, que, sin más, funciona? Y, si, evidentemente, no siempre ha funcionado, ¿tan descabellado es entablar un debate serio sobre él?
Respecto de las “Declaraciones, Derechos y Garantías”, instituciones como la integración regional, la asignación universal, las paritarias, la movilidad jubilatoria, la propiedad nacional de los recursos, la soberanía energética de la Nación, la función social de la propiedad, la necesidad de contar con un sistema tributario progresivo, la utilidad pública de los servicios audiovisuales u otras que están en debate, deberían añadirse a ese capítulo.
Por último, un párrafo sobre la remanida noción de alternancia y lo que escandaliza la posibilidad de mandatos más largos para un jefe de Estado. Primero, los regímenes parlamentarios europeos –tan “admirados” por momentos– no ponen límite a la cantidad de mandatos, en tanto éstos provienen de la voluntad popular; de todos, el principio más genuinamente democrático. Segundo, ¿quién pone límites a la reelección de autoridades en instituciones y corporaciones tanto o más influyentes que el Gobierno, como la Iglesia, las cámaras empresarias, el mundo financiero, la Sociedad Rural, las empresas multinacionales, los medios de comunicación, o, más allá de la duración de cada embajador, las políticas permanentes del Departamento de Estado?
En la mesa del poder, que es lo que realmente importa, el sillón de la autoridad política es sólo uno, entre los tantos que ocupan esos poderes fácticos y permanentes. Y es, además, el único con que las mayorías populares y los sectores sociales más débiles cuentan para ver defendidos sus intereses. Que la conducción de cada uno de aquellos poderes se mantenga durante décadas, ya sea en las mismas personas o en defensa de los mismos intereses, mientras que lo único que está obligado a rotar es la autoridad política, debilita claramente a esta última, y, con ella, a los sectores populares a los que expresa. Este es un marco conceptual –aunque no el único– desde el cual debe darse el debate sobre la alternancia, para desalentar todo escozor que el tema provoque en la oligarquía y sus voceros.
Frente a toda posición dominante, ya sea económica o cultural, la neutralidad juega a favor del dominio. Hacen falta grandes decisiones para desarticular esa situación de dominio. Y si ellas generan conflicto y “crispación”, habrá que afrontarlos.
* Diputado nacional (Nuevo Encuentro).
Por Mario Oporto *
En mayo de hace 160 años, en el otoño chileno de 1852, Juan Bautista Alberdi publicó Bases y Puntos de Partida para la Organización Política de la República Argentina. Más tarde lo reeditaría con ampliaciones, incluyendo un proyecto de Constitución.
Es una “obra de acción”, en la que Alberdi desarrolla el fundamento teórico del nuevo país. Impulsor de una filosofía americana, describió las particularidades económico-sociales del continente, diferenciando el desarrollo histórico de las naciones industriales del de los territorios dependientes. Se proponía construir los cimientos de una nación moderna. Para ello apostó al desarrollo de la sociedad civil sostenida por la moral productiva. El incentivo al interés privado contribuiría a la felicidad pública. Las amplias libertades civiles, tanto de creencias como de industria y de trabajo, debían dar garantías y derechos para que los individuos desplegaran sus prácticas económicas. Este ideal contrastaba con las restricciones a la participación política; la cuestión democrática quedaba para el futuro.
Para Alberdi hay un paralelismo entre libertad, igualdad y civilización. Los pueblos que quieran ser libres han de ser industriales, artistas, filósofos, morales. La democracia es un largo camino exigente y progresivo. Ese será “el programa” de la Constitución de 1853. El crecimiento económico, la aparición de nuevas clases sociales y el trasplante inmigratorio hicieron surgir el desafío de superar al modelo agroexportador por la sociedad industrial. También nacía la necesidad de democratizar la participación política y lograr mayor justicia social. El peruano Haya de la Torre, fundador del APRA, es un gran sintetizador de esas exigencias: democratización, industrialización e integración. Lo sabía el filósofo Alejandro Korn en 1925, cuando proponía “Las Nuevas Bases”.
Desde la Batalla de Caseros en adelante, reseña Korn, la Argentina ha estado supeditada a una ideología bien definida cuya síntesis más acabada son las Bases de Alberdi. Pero también se pregunta si a 70 y tantos años de distancia el problema económico no ha experimentado alguna modificación. Se interroga: “¿Acaso aún subsisten los mismos caracteres que contempló Alberdi?”. Y agrega, “para él lo fundamental era crear riqueza: hoy quizá convenga pensar también en su distribución equitativa. Los abalorios del liberalismo burgués se han vuelto algo mohosos y algunos principios jurídicos –posiblemente el de propiedad– han experimentado cierta evolución”.
Korn planteaba el problema y eso significaba poner en tela de juicio las Bases como dogma nacional. Si bien afirmaba que no podía olvidarse el factor económico como resorte pragmático de la existencia, éste debía dignificarse con el concepto ético de la justicia social. Y agregaba que si para Alberdi la cultura debía identificarse en aquel momento histórico con la destreza técnica, ya se podía imaginar como manifestación de la propia capacidad creadora en las ciencias, las artes y las letras. Para lograr la justicia social y la cultura nacional, pensaba Korn, era menester renovar los conceptos básicos con que se había forjado la Nación en la segunda mitad del siglo XIX. Es decir, las Bases de Alberdi.
Pero las Nuevas Bases no serán producto de los cambios generados por el yrigoyenismo desde su llegada al gobierno. De las amplias ideas de Alberdi, Juan Domingo Perón será su continuador. Desarrolladas las Bases argentinas para la superación agropecuaria del desierto, Perón puso las Nuevas Bases para el tiempo de la sociedad industrial moderna, latinoamericana y democrática.
En 1949 se realizó la Convención para reformar la Constitución de 1853. Su principal ideólogo fue Arturo Sampay. Un siglo después de las Bases de Alberdi, se introducían los derechos sociales, nuevos conceptos sobre la propiedad y artículos memorables para ampliar soberanía, afirmar la presencia del Estado y consolidar la cultura nacional. Era la creación del nuevo Estado Latinoamericano de Bienestar, actualizando el pacto fundante nacional a favor de los cambios que habían producido en todo el mundo la industrialización y los nuevos fenómenos sociales, laborales y económicos.
La Constitución de 1853, reformada en 1860, 1866 y 1898, fue restituida por el gobierno “de facto” denominado “Revolución Libertadora”, que la reformó nuevamente en 1957. La nueva democracia volvió a reformarla en 1994, realizada sobre las bases “filosóficas” del clima de época.
Las Bases de Alberdi fueron la propuesta teórica para pensar y construir un país basado en el libre desarrollo de los individuos. Perón y Sampay, con su obra constitucionalista, desarrollaron la teoría de una sociedad moderna basada en la democracia social. El progreso, los logros igualitarios y la ampliación de soberanía y derechos alcanzados desde el 2003, y plasmados en importantes leyes, merecen constitucionalizarse. Es hora de pensar, como pregonaba Alejandro Korn, las Nuevas Bases.
* Diputado nacional (FpV).
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