› Por Mario Wainfeld
Los crímenes en masa tienen, entre sus siniestros designios, borrar la individualidad de las víctimas. El número contribuye al afán de los asesinos. Los genocidas, los terroristas porfían en acallar su recuerdo, en diluirlo. La invisibilización es parte de los crímenes.
Toda víctima fatal deja un conjunto de voces que porfían en recordarlos. Los sobrevivientes del atentado o del terrorismo de Estado. También la pléyade de parientes, amigos, afectos que salen a la palestra a reclamar por memoria y justicia.
Las víctimas son un sujeto central de la recuperación democrática argentina. Su discurso, su ejemplo, su incansable desfile ante las autoridades y los tribunales son semilla de una sociedad mejor o, así fuera, menos injusta o brutal.
Evocar a los que ya no están, recordar con pancartas y palabras sus nombres y apellidos, gritar “presente”... he ahí el primer paso contra la banalización de las víctimas, contra el silencio o el olvido. Una réplica constante a quienes intentaron negar identidad a los asesinados.
Las víctimas se diferenciaron también de los victimarios por el inclaudicable apego a los métodos pacifistas y democráticos. La simiente son las Madres y las Abuelas, cuyo gran ejemplo cundió. Mil sinsabores, mil traiciones recibieron de las autoridades, de las fuerzas de Seguridad, de los Tribunales. Jamás apelaron a la violencia, a la “justicia por mano propia”. Nunca hubiera sido lícito pero sí entendible por la sumatoria de fracasos y frustraciones. Si se observa desde afuera, frisa con lo incomprensible, lo que lo hace más meritorio. ¿Cómo fue, cómo es, que nadie sintió el mandato o el atavismo de la sangre, cerrados una y otra vez, con malas artes, todos los caminos legales? Nadie cedió, la sociedad se lo debe, su agradecimiento debería ser más firme, más extendido.
Las víctimas del atentado contra la AMIA son un ejemplo no único pero sí paradigmático. Dieciocho años de encubrimiento, de simulacros judiciales, de expedientes que terminan sin condenas ni sentencias, en un laberinto de nulidades provocadas.
Por eso, por la historia compartida y por su propia saga, la voz de los familiares de las víctimas de la AMIA es única e imprescindible. Acallarla en el acto central realizado el 18 de julio fue un hecho oscuro, antidemocrático antes que sectario, un modo de convalidar el horror. Varios actos memoran el atentado, cada cual tiene sus convocantes y su mensaje. Pero el acto central, el que congrega en el lugar y hora del crimen, conlleva un peso institucional que trasciende a quienes lo organizan, la DAIA y la AMIA, dos organizaciones no gubernamentales de afiliación voluntaria. Es, de ordinario, el encuentro que concita más asistencia, aquel en el que participan más dirigentes políticos y personas del común. La representatividad de los organizadores es por demás acotada, el lugar en el que las colocó la tragedia los inviste de responsabilidades altísimas. En promedio, jamás estuvieron a la altura. Baste recordar la ignominiosa connivencia de Rubén Beraja y sus acólitos con el menemismo para trabar la investigación y encubrir a los autores del atentado. Pero el tiempo pasa y cada autoridad eligió su conducta.
Fue siniestra la asumida el jueves pasado, la de privar de palabra a los familiares de las víctimas, a algún colectivo que los representara parcialmente, a alguno de ellos. Siempre deben deslindarse las responsabilidades: los asesinos son otros, otros los encubridores. Pero la decisión nefasta de las autoridades comunitarias amordazó a las víctimas, jugó a favor del olvido y del silencio. La tomaron personas normales, con responsabilidades especiales. Cabe, entonces, subrayar el rechazo y el repudio a quienes, sin ser verdugos pero contribuyendo a sus fines, amordazaron a la única voz imprescindible ese día, a esa hora, en la calle Pasteur.
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