EL PAíS › OPINIóN
› Por Mónica Peralta Ramos *
Han transcurrido doscientos años desde nuestra independencia y todavía resuenan en el escenario político ecos de las turbulencias que han dominado la mayor parte de nuestra vida política. Una paradoja atraviesa nuestra historia y recorre el presente: por un lado la incapacidad de los que tienen más –y son los menos– de conciliar intereses y legitimar su poder a través de la vía democrática, por el otro lado la capacidad de los que tienen menos –y siempre son los más– de ganar elecciones con un proyecto de inclusión social que amenaza la estructura de poder económico vigente. De ahí la persistencia de enfrentamientos que no han sido resueltos de un modo satisfactorio para el conjunto de la sociedad. Estos enfrentamientos no se han dado al azar, sus causas tampoco han sido ignoradas. En 1876, Juan Bautista Alberdi reconocía en sus Escritos económicos el papel ejercido por el Banco y por la Aduana en la consolidación de la hegemonía de Buenos Aires sobre el resto de la república. Veinte años después, Ernesto Quesada iluminaba las raíces del problema: “La cuestión del Tesoro es en el fondo el eje de toda la política argentina desde la emancipación... las luchas civiles, las disensiones partidistas, las complicaciones políticas, el enardecimiento de unitarios y federales, de porteños y provincianos, el caudillaje mismo, todo ha nacido de ahí y ha gravitado a su derredor. Tocar esta cuestión es ‘pisar arena candente’; aclararla, es encontrar el hilo de Ariadna que nos guía en el laberinto de la política argentina”. Desde nuestra perspectiva, aclarar esta “cuestión” del Tesoro implica conocer la estructura de poder económico que da origen al conflicto principal, es decir, al conflicto que constituye el eje de las turbulencias del laberinto político en un momento determinado de la historia. Ignorar esta “cuestión” del Tesoro es pisar la arena candente de los desencuentros dando lugar así a la crisis de legitimidad institucional, al estancamiento económico y a la desigualdad social.
Esta estructura de poder económico se ha reproducido a lo largo del tiempo a partir del ocultamiento de las relaciones de fuerza que le dan origen. La invisibilidad de los intereses que se multiplican a partir de la desigualdad y de la exclusión han contribuido a perpetuar la confusión política. Actualmente, tras décadas de reiterados episodios de inflación galopante, desabastecimiento, desinversión, fuga de capitales,e implosión social, las raíces estructurales de los conflictos han quedado expuestas a la luz del día. Ciertas políticas del gobierno kirchnerista han contribuido también a este resultado al impulsar hacia el centro de la escena política los problemas de la inclusión social, los derechos humanos y la concentración del poder económico y mediático. Sin embargo, diversos procesos y mecanismos que ocultan y tergiversan el contenido de los conflictos y fragmentan a la sociedad siguen vigentes. Entre ellos, la lucha por reivindicaciones inmediatas, por su índole segmentada, ocupa un rol central y puede derivar en un canibalismo social. En la polvareda que el mismo levanta, la estructura de poder que le da origen se vuelve invisible. En el fragor de esa lucha de todos contra todos desaparece cualquier posibilidad de conciliación de intereses, de alianzas intersectoriales y de búsqueda y realización de un interés común. Es por eso que más allá de la necesidad de expresar intereses inmediatos, y de la legitimidad de los mismos, es necesario encontrar las causas estructurales que explican la inequidad social. Esto permitirá conciliar intereses, articular alianzas intersectoriales y transformar la lucha sectorial en una épica que incorpore a la mayoría de la sociedad. En pocas palabras: es necesario no perder de vista al bosque cuando se mira el árbol.
Hoy día la inflación es un factor determinante del canibalismo social. Esta es una lucha por concretar un interés económico, sea éste una ganancia o un salario, y se da en un espacio –el mercado– que se presenta como un escenario neutro donde todos los actores tienen la misma capacidad de presión. Sin embargo, esto no es así: el mercado es un campo de batalla donde el resultado está predeterminado por la disparidad de fuerzas entre los sectores en pugna. En efecto, en una economía caracterizada por el control monopólico/oligopólico de la producción, acopio y comercialización interna y externa, la capacidad de determinar los precios en forma anticipada y de transferir los aumentos que se produzcan en impuestos, insumos o servicios a otros sectores de la cadena de valor y a los consumidores, define desde el vamos quién gana y quién pierde con la inflación. En este contexto, los salarios podrán pelear la inflación, pero nunca la ganarán. Pero hay algo más: la inflación no sólo reproduce la estructura de poder económico vigente, sino que además erosiona la legitimidad institucional. La estrategia oficial para combatir la inflación se ha centrado en “acuerdos” pautados con las empresas formadoras de precios. Estos acuerdos no pueden durar si no existe un Estado fuerte capaz de usar los mecanismos legales e institucionales que sean necesarios para controlar su implementación. Si no se cumplen los acuerdos, el resultado será más inflación, más conflicto social y eventualmente erosión de la legitimidad institucional y de la credibilidad del propio Gobierno. De ahí la importancia de transparentar las negociaciones y los acuerdos pactados, de hacer cumplir las políticas propuestas, de volver visibles los intereses que se oponen a las mismas y de investigar todo atisbo de corrupción en el manejo de los resortes estatales. Más aún, la escalada inflacionaria hace patente la importancia de crear canales institucionales que permitan nuevas formas de control de los precios basadas en una participación popular organizada. Esta movilización de las energías colectivas tras el logro de un objetivo común a toda la sociedad –como es poner fin a la inflación– permitirá legitimar las medidas que se tomen. En este escenario de movilización popular organizada, el Gobierno podrá profundizar la inclusión social y avanzar en una reforma sindical y política indispensable para la vida en democracia. Los acontecimientos vividos en los dos últimos meses muestran la necesidad de avanzar en esta dirección.
En efecto, una vez más asistimos a una operación de pinzas desatada contra un Gobierno elegido por clara mayoría hace muy pocos meses. Por un lado, una nueva corrida cambiaria, el desborde inflacionario, un paro agropecuario y cacerolazos en la Capital expresaron el descontento de ciertos sectores sociales con las medidas tomadas por el Gobierno para reforzar el poder del Estado. Entre estas medidas se destacan la reforma de la Carta Orgánica del Banco Central, la estatización de YPF y los controles impuestos al mercado de cambios, a las importaciones y a la comercialización de productos agropecuarios. Por el otro lado, Moyano, máximo líder de la CGT y hasta hace muy poco aliado estratégico del Gobierno, pasó a la ofensiva constituyendo la otra cabeza de la pinza. Acusando al Gobierno de abandonar la inclusión social y de convertirse en una dictadura, Moyano interrumpió el período de conciliación obligatoria en la negociación salarial de su gremio convocando a un paro del transporte y provocando desabastecimiento en todo el país. Concluida la negociación salarial, Moyano convocó a una huelga general con movilización a la Plaza de Mayo demandando, entre otras cosas, la actualización del mínimo no imponible para el Impuesto a las Ganancias y de las asignaciones familiares. El paro puso de relieve su control sobre las rutas y su relación estrecha con los empresarios del transporte. Esto último le permitió sumar un lockout al paro de los camioneros, impidiendo así toda posibilidad de mitigar los efectos del desabastecimiento sobre la población. Más allá de la legitimidad de los reclamos, el momento elegido para hacerlos, la forma de expresarlos y las alianzas políticas que Moyano articuló dejaron entrever su voluntad de erigirse en el centro de la oposición política al Gobierno atrayendo a la derecha peronista y a los sectores más reaccionarios de la sociedad, sectores que no pueden por sí mismos llegar al poder político a través de elecciones. La embestida de Moyano probablemente se explica por su creciente pérdida de poder político dentro del peronismo oficial, su pérdida de hegemonía dentro de la CGT y, más importante aún, por la amenaza representada tanto por las medidas tomadas por el Gobierno para limitar su poder sobre las obras sociales como por el jaqueo judicial por causas vinculadas al enriquecimiento ilícito, el lavado de dinero y el manejo de la caja de las obras sociales.
Si en el mito griego el hilo de Ariadna permite al héroe encontrar la salida del laberinto que cobija al Minotauro, en este caso la operación de pinzas dejó entrever los obstáculos que impiden la inclusión social y la legitimidad institucional, y el camino que hay que recorrer para superarlos.
Por un lado, quedaron expuestos los límites impuestos a la inclusión social por la persistencia de una inflación cuya causa principal es una estructura de poder basada en la concentración económica en los puntos neurálgicos de la economía. A esto se suman las limitaciones de una política que no consigue doblegar a la inflación y mantiene intacto un sistema tributario heredado de la dictadura militar. Este sistema no grava o grava mínimamente a poderosos intereses económicos, pero impone a los asalariados un mínimo no imponible que, al no ser reevaluado, castiga a un número creciente de trabajadores. Al mismo tiempo que esto ocurre, los sectores económicos más poderosos transfieren el costo de sus impuestos al resto de la sociedad a través del control que ejercen sobre la formación de los precios.
Por el otro lado, la operación de pinzas también puso en evidencia los límites que impone a la legitimidad institucional la existencia de una dirigencia sindical que, desde hace décadas, se reproduce en los cargos sin posibilidad de control o cuestionamiento interno, una dirigencia que en muchos casos está vinculada al manejo discrecional y turbio de los subsidios del Estado y del dinero de sus afiliados. Paradójicamente, ciertos grupos políticos y sindicales progresistas se han sumado a la convocatoria de Moyano. Esta alianza de intereses segmentados y hasta hace muy poco antagónicos evidencia la confusión del laberinto político, confusión que resulta de fogonear una lucha sectorial ignorando la estructura de poder actual y la índole del conflicto que constituye el eje alrededor del cual giran nuestras turbulencias políticas.
Más allá de las medidas coyunturales que el Gobierno pueda tomar para desarticular esta operación de pinzas, los acontecimientos que vivimos muestran que el camino que conduce a la inclusión social y a la legitimidad institucional pasa necesariamente por la transparencia de los actos de gobierno, la participación organizada de la ciudadanía en el control de los precios y la democratización de los sindicatos y partidos políticos.
* Socióloga, autora de La economía política argentina. Poder y clases sociales (1930-2006).
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