Vie 27.07.2012

EL PAíS  › OPINION

Profecías cumplidas

› Por Mario Wainfeld

“Hizo política” durante poco más de ocho años, para redondear. Vivió treinta y tres, perdura sesenta años después. Las mejores frases de su formidable repertorio fueron profecías cumplidas, con los matices que imponen la crueldad y las peripecias de la historia. Dejó en el camino más que jirones de su vida. Volvió (o más bien, nunca se retiró del escenario) y fue millones. El pueblo recogió su nombre y lo llevó como bandera, no siempre hacia la victoria, pero sin renuncios ni olvidos.

El transcurso del tiempo posibilita alisar las aristas que son su esencia, hasta negarlas. Habilita que la recuperen quienes la odiaron y la odiarían si siguiera actuando. La edulcoran, la lijan, se valen de su remembranza para continuar su guerra con otros métodos.

Como a Ernesto Guevara, es posible transformarla en un mito ecuménico, a menudo bien intencionado pero diluido, despolitizado. Puede hasta ser edificante, puede ser una relectura... es una imperfección y, en algún punto extremo, una impostura.

Murieron tan jóvenes, fueron tan bellos. Sus cuerpos fueron profanados, he ahí otra rotunda parte de la verdad, imborrable. En la Argentina, las agresiones sobre su cuerpo fueron premonitorias de tantas otras, el mismo ensañamiento, hecho método. En buena medida para destruir el país y el Estado que esa mujer se había empeñado, como pocos, en construir.

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Las trayectorias de Eva y de Juan Domingo Perón, del Che y de Fidel autorizan simetrías evidentes. De un lado, la figura revolucionaria quemada en su propio fuego, inmortalizada en plena juventud. Del otro, el que siguió gobernando, haciendo política, construyendo una Nación. Cimentando el estado benefactor más expandido de América del Sur o el estado socialista que desafió a la mayor potencia de la historia universal, a tiro de cañón del Imperio.

“El Viejo” y Fidel llegaron a la ancianidad, mostraron cuerpos falibles y achaques. Incurrieron en errores y contradicciones, cómo no. Y también se valieron del fuego de los héroes invictos para construir países mejores que los que encontraron, para encumbrar a clases sociales desposeídas, para honrar esos legados que también desairaron en algunos recodos del camino.

Los héroes vivieron poco, los estadistas tuvieron un recorrido extenso, raigal, aunque no exento de frenazos.

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Los usos de Evita fueron innumerables, aún dentro del propio peronismo.

“Si Evita viviera/sería montonera”, coreaban los jóvenes de la JP setentista, haciendo suya su identidad contra otros sectores del movimiento, eventualmente contra el mismo Perón. En aquel 1º de mayo en que el hombre los enfrentó en la Plaza de Mayo surgió una consigna, casi olvidada, allende su expresividad: “Evita, Evita/Perón te necesita”. El Líder, diagnosticaban, había perdido el rumbo.

“Se siente/se siente/Evita está presente”, entonaron tantos, con títulos dignos para valerse de su memoria o sin ellos. Isabel Perón vociferaba esas estrofas, cuando no era sino una parodia o algo peor.

No le hace: ni las malversaciones ni la ópera rock ni la estetización a veces comercial obturan el sitio que se ganó, con prepotencia de trabajo, de pasión y de entrega.

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La mínima tradición familiar del cronista, narrada por sus viejos, evoca la noche en que Evita pasó a la inmortalidad. Los padres habían ido al cine, con una pareja de amigos, antiperonistas como ellos. Se suspendió la función, volvieron a su casa a tomar un café con masas. Encontraron a su hijo de tres años llorando a mares. Tuvo que pasar un tiempito para que asumieran que hacía suyo el dolor de la empleada doméstica, que había escuchado la radio. La anécdota sólo vale porque no fue una rareza, sino esa suerte de parábolas que suele prodigar la realidad. Ernesto Sabato contó algo parecido en uno de sus variados ejercicios introspectivos que ensayó sobre el primer peronismo. El ex canciller Rafael Bielsa tuvo un recuerdo similar unos años ha.

Años después, el cronista entre tantos de su edad y su clase social recogió ese nombre y lo llevó como bandera.

Se sigue debatiendo si aquel peronismo fue clasista, plebeyo o conciliador, si hizo la audaz reforma posible (a trompicones, con claroscuros) o si se trató de un gatopardismo o un bonapartismo... El rol de Eva, consagrado por los suyos o por quienes la enfrentaron, supera el entredicho. Fue la Abanderada de los Humildes, no porque ella lo proclamara, sino porque la ungieron.

Ayer mismo, a seis décadas vista conmovían los recuerdos de los oyentes de las radios. Remembranzas propias, reflejos de lo que contaron los mayores. En Radio Nacional se dejaron oír la hija de un dirigente radical de esa etapa que le dijo que esas eran horas de duelo porque “nuestros enemigos son los conservadores”. O de otra mujer, cuya madre hizo el plantón en el adolorido e interminable velorio aunque no era peronista y que le dejó como enseñanza “amar a Evita y odiar a los curas”. Y, claro, la pléyade de los que definieron una identidad política a partir de las realizaciones y el potencial simbólico de esa fuerza que irrumpió en la historia sin pedir permiso. Como los que el 17 de octubre se adueñaron de la Plaza que posiblemente no habían pisado nunca antes. O como esa mujer, que eligió ser Evita y se hizo cargo de los deberes y de las consecuencias.

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Sesenta años, simplificando, son dos generaciones. Una se crió en la reinstalación democrática, un cambio cualitativo deseable que torna más remoto el pasado y resignifica épicas o épocas irrepetibles. Nada hay de nocivo en eso: la alternancia, la convivencia, el fluir de las instituciones, el ritmo más cansino de la etapa imponen sus reglas y sus matices.

Sin renegar de ese escenario, es válido y necesario que las instituciones honren a quienes fueron líderes populares de distintas banderías. Hay quien pregona que hay que esperar un remoto e imposible veredicto histórico, una suerte de referato indubitable que jamás llegará. Como Yrigoyen, Perón, Raúl Alfonsín o Néstor Kirchner los homenajes deben llegar pronto, aunque no haya unanimidad. Máxime en una era signada por lo inmediato, por una relación diferente con el tiempo, con una urgencia que es vano rechazar porque viene con el paquete.

Son bienvenidos, entonces, las calles o los billetes o los retratos enormes en la Avenida 9 de Julio. De cualquier forma, imagina subjetivamente el cronista, Evita no se deja encasillar del todo en esos formatos institucionales. Al fin y al cabo, jamás tuvo un cargo aunque pudo ser vicepresidenta si el encono de sus enemigos no se hubiera hecho valer.

Pero tal vez, malogrado el valorable esfuerzo de historiadores, escritores de ficción o ensayistas, cineastas o dramaturgos, nadie haya podido pintarla como Leonardo Favio. Una escena de Sinfonía de un sentimiento la muestra con una multitud de españoles que la ovacionan durante su famosa gira. Son todos menudos, flaquitos, como tantos que migraron para acá. Eva –hermosa, con el pelo al viento, ataviada con un tapado presumiblemente caro (horror)– los saluda o arropa, moviendo sus brazos como alas. Nadie como Favio para cifrar a ese peronismo y a Evita. En parte, porque su genio es único. Y en parte, tal vez, porque para desesperación de académicos, relatores cartesianos o cronistas bien intencionados, sea imposible retratarla bien sin haberla amado o amarla.

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