EL PAíS › OPINIóN
› Por Myriam Southwell *
Días atrás se generó una discusión sobre tomas, protestas estudiantiles y la política en la escuela. Más allá de las conclusiones maniqueas, la polémica nos alienta a repensar la escuela y la formación política en estos tiempos, en sus diferentes sentidos y manifestaciones.
Nos movemos entre contradicciones. Podemos encontrar, a la vez, quienes pregonan que la escuela debe tener una posición neutral, que nunca ha tenido porque la escuela misma es una toma de posición; y también, muchas veces, la mirada hacia los jóvenes habla de descreimiento, apatía e individualismo, una percepción de que son “menos participativos y con menos inquietudes políticas” de lo que los adultos creemos recordar que fuimos en nuestro tránsito por la escuela. Esto no quita decir que si la participación estudiantil fue el lenguaje a través del cual se hablaron durante mucho tiempo los avatares de la vida en común, en los primeros años 2000 parecía concluirse que “nada de ese lenguaje me pertenece”, nada significa para mí. Decir peronista, radical, fascista, incluso revolucionario o conservador, abría, para las generaciones anteriores, una cantidad de significados inmensa, incluso siendo capaces de pelear por ellos. Para los alumnos de los primeros años 2000, ese lenguaje ya no tuvo esa capacidad de significación. Pero más recientemente –influido por los debates más generales del país–, algunos de esos enunciados fueron reactivados y hoy en la escena educativa, que siempre fue una escena política, asistimos a una disputa por la construcción de nuevos sentidos y significados. Precisamente de sentidos y significados se trata la formación política.
Entre las prácticas renovadas se hace evidente muchas veces una dinámica asamblearia que cuestiona el lazo representativo y le contrapone la práctica de poner el propio cuerpo, en una relación más individualizada, de más horizontalidad que representación. Esas maneras de vivenciar lo político son un modo de pararse frente a lo que les heredamos.
Debe decirse que la participación estudiantil en secundaria no es una manifestación reciente, ni tampoco un fenómeno de la segunda mitad del siglo XX, ni siquiera en la década del 40; pueden recordarse movimientos de estudiantes secundarios ya desde comienzos del siglo XX, suscitados por reformas educacionales o por instancias de revisión de la organización escolar. De hecho, la formación política fue parte constitutiva de la escuela secundaria desde sus orígenes. Miguel Cané, Ernesto Sabato, Florencio Escardó, René Favaloro, entre otros “célebres”, son grandes cronistas de estudiantinas que exigen una lectura política.
Para los estudiantes secundarios de hoy, hablar de participación estudiantil remite a imágenes míticas de las décadas de los años ’60 y ’70, cuando la participación implicaba el involucramiento en un proyecto donde lo colectivo eclipsaba lo individual. Es llamativo que no haya una identificación similar con las décadas de 1980 y 1990, que han quedado subsumidas –injustamente– bajo la caracterización de desmovilización y tenue implicación política, cuando en realidad fueron escenario de significativas contiendas por transformaciones educativas, y sus debates resultan más próximos y tangibles para los escolares de hoy.
Sin embargo, aquel pasado reconocido como de movilización estudiantil y valorado como rebeldía necesaria es difícilmente enlazado con las situaciones más cercanas y acuciantes que rodean la vida de los alumnos, probablemente porque aquella rebeldía “bien vista” se desarrollaba dentro de un determinado contexto de clase y remitía a un repertorio de acciones ya conocido para la escuela. Los derechos –como principio general– van siendo progresivamente reconocidos en la escuela, pero es más problemático cuando se trata de reconocer a los estudiantes formas más autónomas o renovadoras de expresión. El filósofo Jacques Rancière plantea que quienes participaron del Mayo del ’68 francés decían a las nuevas generaciones: “No intentéis de nuevo, como nosotros, querer hacer la revolución” y también “nuestra revolución es diferente de vuestro miserable movimiento reformista”.
Los jóvenes de hoy, como los de ayer, no desertan de la esfera pública; y lo hacen de una manera que les es propia. Se organizan a través de vínculos asamblearios, muchas veces regidos por la horizontalidad (en la Ciudad de Buenos Aires se registran incluso listas “horizontales” para las elecciones estudiantiles), y a veces existe resistencia a ser captados por organizaciones políticas, conductas de rechazo a posiciones dogmáticas (“los que se ponen el casete”, expresan). Hay una crítica a una idea tradicional de comunidad pero, a la vez, también hay comunidad; una surgida –como las demás– de una experiencia en común y de esa forma de haber atravesado un conjunto de situaciones de no poca intensidad. Experiencias en un tiempo diferente, con formas y resultados también distintos. Lo sólido se desvanece, pero abre paso a múltiples experiencias.
* Coordinadora del Area de Educación de Flacso, docente de la UNLP.
Este artículo es un anticipo de su próximo libro Entre generaciones.
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