Sáb 17.05.2003

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

SEÑALES

› Por J. M. Pasquini Durán

El discurso que de hecho cerró la campaña de Néstor Kirchner, preparado y dicho mientras Carlos Menem prolongaba su abandono con perversas maniobras, tuvo una consigna central: “No he llegado hasta aquí para pactar con el pasado”. Más que a su rival en retirada la frase sonó como una advertencia dirigida a esa trama espesa de negocios que sustentó a la vieja política, en primer lugar al menemismo. Si así la frase está bien entendida, no hacía otra cosa que aceptar el desafío de la sociedad que salió a la calle en diciembre de 2001 y que acudió en masa a las urnas del 27 de abril, descartando las opciones abstencionistas, en busca de sanear el poder institucional. De inmediato, la derecha que expresa ese pasado salió con los tapones de punta a quebrarle las piernas al presidente electo, en especial los conservadores que todavía defienden la legitimidad del golpe de Estado de marzo de 1976 y la llamada “guerra antisubversiva”. No pudieron tolerar que calificara a la dictadura de “mayor régimen represivo” conocido en el país ni que un día antes, acompañado por el presidente de Chile, visitara en el palacio de La Moneda la oficina desde la que Salvador Allende defendiera hasta morir al gobierno de la Unidad Popular elegido por el voto popular. Uno de los voceros del pasado llegó incluso al desatino de pronosticar que Kirchner no duraría más de un año en la Casa Rosada, sin aclarar si era un presagio o una amenaza.
Todo ese alboroto por un mensaje que no enunciaba ninguna medida concreta del futuro gobierno, puesto que se aplicaba a las circunstancias específicas de la campaña, clausurada de golpe por la “inédita e insólita” huida del ex presidente Menem. La intransigencia ideológica de esa derecha ultramontana y el laberinto de negocios sucios que se cometieron hasta provocar el asco de la opinión pública, no están dispuestos a ceder sin resistencia a las intenciones de democratizar los espacios republicanos y de reinstalar escrúpulos morales en el Estado. Los que se niegan a tolerar esas posibilidades hacen caso omiso de una evidencia que aparece a simple vista: es la mayoría de la sociedad la que demanda tales condiciones para restablecer el contrato social en términos nuevos pero equitativos. Durante el año pasado, según estadísticas privadas, hubo un promedio en el país de cincuenta movilizaciones populares diarias por diferentes reivindicaciones, la mayoría dirigidas al Estado. ¿Qué Presidente, como no sea un dictador, puede seguir ignorándolas a riesgo de terminar como Fernando de la Rúa o Menem?
De un lado aparecen las exigencias populares, pero al dorso se acumulan los obstáculos para satisfacerlas, no sólo desde los núcleos del pasado, de los grupos más concentrados de la economía que sólo aceptan el aumento constante de su rentabilidad, de los compromisos –como el alza de las tarifas de los servicios públicos-. que el ministro Roberto Lavagna ya transó con el Fondo Monetario Internacional (FMI), sino también desde los otros dos poderes constitucionales, el Judicial y el Legislativo, estancados en las vísperas. Hoy en día, es probable que Menem sea más influyente en la Corte Suprema que el nuevo presidente. Ni qué hablar de las dos Cámaras del Congreso, de buena parte de las gobernaciones provinciales, y de los diferentes niveles del Estado, formados en la lógica de la vieja política. Durante lo que resta del año hay elecciones renovadoras en todo el país, las que implican un compromiso que excede de lejos a las fuerzas, propias o cedidas, del presidente electo.
Desalojar de sus poltronas al mayor número posible de los que vendieron la política al mejor postor es un desafío para todas las fuerzas, sin excepción, que están dispuestas a regenerar las relaciones de la política y la sociedad, del Estado y del mercado. Por supuesto, al presidente Kirchner le gustaría que sus leales y aliados ocuparan el espacio más grande de la renovación, pero vista la tarea desde un interés más generallo que importa, de verdad, es aprovechar la oportunidad para aproximarse un poco más al deseo popular sintetizado en la consigna de “que se vayan todos”, desde la derecha hasta la izquierda. Hay franjas dirigenciales que, con seguridad, preferirían que el duopolio tradicional, peronistas y radicales, sea sustituido por otro similar, sin lugar para las minorías. El argumento preferido es que la pluralidad dificulta la gobernabilidad y que un Ejecutivo sin mayoría propia está condenado poco menos que a la impotencia.
No parece que ese criterio haya sido consentido por los votantes del 27 de abril, que distribuyeron sus preferencias en media docena de opciones, tal vez porque la experiencia indica que la presunta facilidad para gobernar con el sistema bipartidista, lo único que facilitó fueron las arbitrariedades de todo tipo. Por lo pronto, el funcionamiento corporativo sustituye el mandato popular por una supuesta disciplina cerrada y vertical con la voluntad de las cúpulas y abre las puertas a complicidades, por acción u omisión, con el latrocinio. Así quedó expuesto, por ejemplo, durante el trámite de las pasadas denuncias por sobornos en el Legislativo. Es tiempo, entonces, de que la gama completa de colores que identifica a la variedad social de intereses, incluso los contrapuestos, encuentre lugar en la representación institucional.
No es en esa clase de fragmentación donde reside la mayor debilidad de la democracia sino en la incapacidad de los responsables para subordinar sus estrategias facciosas al bien común. En vez de resultar del diálogo y la franca negociación, las coincidencias suelen ser impuestas por la fuerza. La relación del país con el FMI es un caso típico de esa clase de sometimiento, ya que esa gerencia del capitalismo financiero internacional apela a cualquier recurso para conseguir sus propósitos, no importa el color del gobierno de turno. La referencia no es casual ni obsesiva, puesto que la renegociación del pago de la deuda del Estado con sus acreedores será una condición inevitable y también inmediata para liberar fondos públicos que son indispensables para atender la otra deuda, la que posterga como un tormento, con los pobres y los marginados. ¿De qué sirve la mentada “gobernabilidad” si los chicos van a morirse igual de desnutrición?
Otro tanto ocurre con la distribución nacional de los ingresos, la más injusta del mundo según estadísticas internacionales. Dicho en números: el 15 por ciento más rico se lleva más de la mitad de la riqueza producida en el país con el esfuerzo de la mayoría. Este indigno desequilibrio no es una constante histórica o estructural sino la obra maliciosa de grupos de intereses que también se sirvieron de la fuerza del terrorismo de Estado para reacomodar la economía a su medida. Son los mismos que desarticularon al Estado y lo corrompieron para anular el instrumento que podía equiparar capacidad de decisión entre la voluntad mayoritaria y las minorías de privilegiados. Es obvio que su restauración es un requisito indispensable para sobreponerse a la decadencia de las últimas décadas.
A las fuerzas de los que no quieren cambios, la democracia tiene que confrontar con las suyas. Una de ellas es el voto (¿está claro por qué fue abortada la segunda vuelta?), pero no es la única. La Constitución habilita otras formas de consulta popular y la tradición social enseña que la mejor gobernabilidad se logra cuando la sociedad invierte sus mejores energías en respaldar las exigencias de lo que le corresponde por derecho propio. Estos días son de expectativa abierta, dado que el presidente electo deberá integrar su gabinete y anunciar su programa de gobierno. Expectativa no es lo mismo que esperanza o complacencia: es el acto de espera razonable de las señales del porvenir. Si todo dependiera de la voluntad de un puñado de hombres, en un país petrificado, hasta esa espera podría ser vana y las etiquetas fáciles –sobre todo las que escriben rápido los extremos de la derecha y de la izquierda– ya tendríanclasificado el futuro. En cambio, la vida siempre ofrece sorpresas, para bien o para mal, y en la resolución de ese enigma descansa su reto más interesante.

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