EL PAíS › OPINION
› Por Martín Granovsky
En lo que promete ser un juego complejo, el presidente iraní Mahmud Ahmadinejad, aprovechó su presencia en las Naciones Unidas para presentar a la Argentina como uno de los países con los que busca intensificar relaciones. “Expandir” es el verbo que utilizó para referirse a los lazos diplomáticos.
En conferencia de prensa de ayer, Ahmadinejad dijo que “ha habido malentendidos en los lazos de Irán con la Argentina debido a la interferencia y la intromisión de otros”. Agregó que espera que “el diálogo de los dos ministros de Relaciones Exteriores pueda establecer las bases para alcanzar este objetivo de mejores lazos entre los países”.
El presidente iraní habló un día después de que la Presidenta dijera en la Asamblea General que daría instrucciones al canciller Héctor Timerman de reunirse con su colega iraní. Es Alí Akbar Salehi, físico nuclear y uno de los que desarrolló los organismos atómicos del Estado, sospechados por Israel y los Estados Unidos de estar avanzando o haber avanzado hasta acercarse al despliegue de energía con fines bélicos.
Ahmadinejad puso a la Argentina dentro de un marco: la mejora de relaciones. En su discurso, la Presidenta lo puso dentro de otro marco: un acuerdo para que tres ciudadanos iraníes buscados por la Justicia argentina, en un reclamo que fue cursado por Interpol, comparezcan y contesten lo que la pesquisa necesita saber.
La cuestión envenenada es que la mayoría de los países europeos mantiene buenas relaciones con Irán, que se reflejan en cooperación tecnológica, comercio y diálogo, pero la Argentina carga con la sospecha, por cierto falta de pruebas y acaso difícil de probar a 18 años de un atentado, de que hubo participación iraní en el atentado a la AMIA de 1994.
El argumento oficial de los funcionarios argentinos es preguntarse por qué la Argentina se privaría de una instancia de diálogo directo si diálogo es, justamente, lo que pide Buenos Aires en relación con Londres para resolver un conflicto. En el caso de las Malvinas, un conflicto de soberanía. En el caso de Irán, un conflicto que puede conectarse con los actos terroristas que precedieron al 11 de septiembre de 2001.
El desafío para el Gobierno, ahora, es tener la suficiente paciencia que requiere cualquier negociación diplomática difícil y, al mismo tiempo, combinar esa dosis de paciencia con la necesidad política interna de no salir de un esquema fijado por la misma Presidenta cuando habló de los requerimientos de la Justicia. Fue por eso, probablemente, que Cristina Fernández de Kirchner dijo en la Asamblea General que si hay una contrapropuesta iraní la enviará al Congreso y que consultará cualquier novedad con los familiares de las víctimas.
Para Irán el desafío es diferente. Actor de primer orden en Medio Oriente en especial en relación con Estados de población mayoritariamente musulmana, debe ganar tiempo ante la presión externa y evitar un ataque norteamericano en soledad o en combinación activa con las fuerzas israelíes. Israel ya destruyó una vez un reactor nuclear, el Osirak, con una incursión aérea. Este es otro mundo, ya sin Guerra Fría. En estas condiciones es difícil evaluar si el Irán de hoy, aun habiendo subsistido a una guerra de toda la década del ’80 con Irak, tiene o no mayor poder relativo que aquel en que se iniciaba la Revolución Islámica del ayatolá Ruhola Khomeini.
Una parte de la estrategia es reforzar la explicación a la comunidad judía norteamericana, de fuertes lazos con el gobierno israelí y con peso especial en los Estados Unidos sobre todo en momentos de campaña electoral para la presidencia como la que enfrenta al republicano Mitt Romney con el demócrata, en busca de la reelección, Barack Obama.
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