Dom 07.10.2012

EL PAíS  › OPINION

¿Es un fantasma la amenaza a la democracia?

› Por Edgardo Mocca

¿Hay una amenaza golpista en la Argentina? Formulada en esos términos, la pregunta se presta a una fácil manipulación argumentativa: la palabra “golpe” está connotada por la historia de este país y significa para todos nosotros una asonada militar que impone un gobierno de corte dictatorial. Fácilmente, la derecha mediática y política responde que la supuesta amenaza de un golpe es un fantasma que el Gobierno agita para responder a las demandas legítimas de la sociedad.

No hay, efectivamente, una asonada militar en marcha. Pero, claro, tampoco la hubo hace poco en Paraguay ni en Honduras en 2009. Tampoco la insubordinación policial en Ecuador de 2010 ni las más recientes en Bolivia tuvieron esa forma clásica. Pero la fijación del análisis en las formas impide pensar las tensiones y las amenazas a nuestra democracia, tal como se expresan actualmente. Cuando hablamos de amenazas, nos referimos concretamente a las estrategias de los grupos concentrados de poder para someter fácticamente al poder constitucional a sus designios, para enfrentarlo en la medida en que no puedan someterlo y, eventualmente, para derribarlo. Finalmente, el golpe de Estado, como lo hemos conocido, no es sino una forma histórica de esas estrategias.

La impresionante escena de estas horas (gendarmes y prefectos en protesta activa por causas salariales que no es levantada una vez satisfechas las reivindicaciones originales y medios de comunicación concentrados en la amplificación sin límite de ese conflicto) no puede dejar de activar un alerta muy profundo entre quienes queremos vivir en democracia. Nos asalta la sensación de lo ya vivido. Ya hemos vivido los climas. Ya hemos escuchado las palabras que hoy se dicen desde las redacciones de los principales medios: decadencia moral, gobierno autoritario, avances contra la República, demagogia, populismo. Las hemos escuchado profusamente en los días previos a cada usurpación del poder. Se nos pide que no las evoquemos en nombre del cambio de los tiempos y la necesidad de no quedar anclados en viejas percepciones. Pero el parecido es demasiado. No solamente en las palabras sino en quiénes son las que las pronuncian.

El viejo dilema de la política reaparece: ¿quién define el significado de las palabras?, ¿quién dictamina qué es democracia, libertad, pluralidad, normalidad...? Como ya sabemos a esta altura, la definición de las palabras no es un acto de hermenéutica neutral sino el objeto de una lucha hegemónica. Nadie, por ejemplo, puede impedir en un régimen democrático que haya quien opine que la nacionalización de la mayoría accionaria de YPF fue una confiscación o lisa y llanamente un robo, o que la modificación de la Carta Orgánica del Banco Central a favor de un rol más activo de la institución en el curso económico gubernamental haya sido un avance autoritario del Estado. Esas afirmaciones tienen pleno derecho a la circulación pública y de hecho han tenido a su favor un porcentaje abrumador de las páginas de los diarios y los tiempos de la pantalla televisiva, el micrófono radial y las más variadas formas de divulgación de contenidos hoy existentes. Ahora bien, una cuestión diferente –y bien poco democrática– sería la pretensión de que esa perspectiva parcial, por numerosos que sean o puedan llegar a ser sus adherentes, se imponga a la voluntad mayoritaria libremente expresada en las urnas. Y hace todavía menos de un año...

El organizadamente espontáneo movimiento de caceroleros es una expresión legítima de la diferencia y de la protesta respecto del gobierno. Sus reclamos deben ser tenidos en cuenta y, de hecho, buena parte de los políticos de oposición han procurado erigirse en sus portavoces activos. El hecho es, sin embargo, que las oposiciones son hoy minoritarias en los órganos representativos porque así lo ha decidido el pueblo con su votación de octubre último. Hay que decir también que algunas de las consignas que predominaron en las marchas no son representables en términos democráticos y que la suma de reclamos heterogéneos no constituye un programa político. Pero es válido pensar que, depurada de apelaciones violentas y autoritarias, la escena de las cacerolas pueda ser un impulso “desde abajo” a las oposiciones políticas.

Sin embargo, la hoja de ruta principal del bloque que enfrenta al Gobierno no parece estar dirigida a la construcción gradual, pacífica y política de una alternativa para las elecciones presidenciales de dentro de tres años. En la amplia y variada constelación de quienes están en contra del Gobierno, la voz predominante es la de los más radicalizados de sus enemigos. Los grandes grupos mediáticos no son en sí mismos el bloque social existencialmente enfrentado con el actual rumbo, pero son sus articuladores discursivos y tácticos. Ejercen claramente la iniciativa en el conjunto opositor. Presionan a los políticos de oposición y suelen amonestarlos cuando se muestran insuficientemente entregados a la batalla de todos los días por el debilitamiento del Gobierno. Debilitados los partidos y su conexión orgánica con sus tradicionales bases sociales, los medios proveen a los líderes de visibilidad y una suerte de arraigo imaginario en las audiencias. El intercambio es ominoso: los líderes suelen pagar esa presencia pública con la incondicionalidad en el seguimiento de las agendas políticas que esos mismos medios elaboran. Son agendas cargadas de la ansiedad por la inminencia de un gran test para la democracia argentina como es su capacidad de hacer cumplir la ley que obliga a un fuerte recorte de la posición dominante del Grupo Clarín en el mercado de la comunicación audiovisual. Los grupos mediáticos oligopólicos redoblan la presión sobre partidos y líderes de oposición: con escaso disimulo, el diario Clarín ha amonestado esta semana al casi incondicional diputado Amadeo por firmar la declaración de la Cámara en defensa de la democracia ante la insubordinación de gendarmes y prefectos; no hay grieta alguna que pueda ser admitida en la movilización general antigubernamental que se impulsa desde los estados mayores mediáticos. No es entonces extraño que no emerja de esta situación un liderazgo político opositor; lo inhibe la estructura del propio campo, en el que predominan los francotiradores más o menos exaltados o sensacionalistas en detrimento de los constructores políticos. Hace pocos días, cuando un grupo pequeño de caceroleros cortaba la esquina de avenida Del Libertador y Sarmiento en la Capital, pudo verse una cifra de esa dramática carencia política: no eran pocos los que proclamaban el liderazgo de Jorge Lanata.

Volvamos al principio, a la pregunta por el golpe. Asistimos a un operativo que impulsa la generación de un clima de caos y de ingobernabilidad. No hay, a diferencia de otras épocas, una previsión de la escena final. Simplemente se trata de desautorizar al Gobierno, de ganar la calle en la forma más inorgánica concebible, porque cualquier organización podría atentar contra la unanimidad de la ira que es, en esencia, pura negatividad. Las formas en que este envenenamiento de la atmósfera pueda dar lugar a una fórmula política de desenlace no están previstas ni podrían estarlo. El filo del operativo apunta en múltiples direcciones. Agita las diferencias internas en la coalición de gobierno. Procura establecer la existencia de un “peronismo verdadero” en réplica a la supuesta herencia montonera de los actuales gobernantes. Alienta las tensiones con los gobernadores provinciales en procura del doble propósito de complicar la gobernabilidad y activar la lucha por la sucesión en el interior del justicialismo. Explora las condiciones para la desestabilización financiera, actualmente bastante contenidas con las medidas de control cambiario. Y no excluye la hipótesis de actos de violencia que contribuyan a cerrar el círculo del desmadre; el rapto de un importante testigo en el juicio por el asesinato de Mariano Ferreyra sirve para ilustrar la capacidad operativa a disposición de los elementos desestabilizadores. Como decía Marx en referencia a la sociedad francesa de los días previos al golpe de Luis Bonaparte, quieren forzar la situación en la que una parte de la población prefiera “un final terrible antes que un terror sin final”. Historia, en fin, conocida y repetida con lamentable frecuencia en la historia argentina relativamente reciente y que incluye más de un episodio en los años posteriores a 1983.

A pesar de la fuerza del operativo desestabilizador, no cabe el desánimo ni el miedo entre quienes defendemos la democracia. Mucho menos la actitud de dejarse arrastrar por el clima provocador y tendencialmente violento que impulsan sus promotores. Los desestabilizadores tienen fuerza destructiva pero carecen radicalmente de fuerza política, entendida por tal la capacidad de construir una instancia de poder con capacidad de establecer un rumbo alternativo y dotarlo de un liderazgo viable. Es posible y necesario obligarlos a que enmarquen sus proyectos políticos en el indeclinable marco de los calendarios y las formas institucionales.

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