EL PAíS › OPINION
› Por Sergio Wischñevsky *
Hay derechos en la historia que se conquistaron luego de un largo y tortuoso camino de luchas. Hay derechos, en cambio, que se implementaron como estímulo, como reconocimiento, como voluntad creadora.
La primera ley electoral argentina se promulgó en Buenos Aires en 1821. Sufragio universal masculino, voluntario, para todos los hombres libres de la provincia mayores de 21 años. Como explicó Hilda Sabato, lo que en otras regiones de América latina implicó una lucha de varias décadas en pos del voto, un punto de llegada, aquí, desde el inicio mismo de la vida independiente, el sufragio popular fue una premisa, el punto de partida. El tema es que la política se definía en las calles. Gobernaba el que podía juntar la fuerza necesaria para imponerse. La historia del sufragio en la Argentina conoce dos carriles paralelos, una cosa son los derechos y otra la realidad efectiva. Porque si bien el derecho a votar quedó establecido tan tempranamente, lo cierto es que muy poca gente participaba en los comicios. Los números son contundentes: en la primera elección en Buenos Aires sobre un total de 60 mil personas habilitadas para votar, sólo lo hicieron 300. Entre el derecho y el hecho hubo mucho trecho. La Constitución de 1853 dejó un vacío jurídico respecto del sistema electoral. Tal vez porque su autor, Juan Bautista Alberdi, tuvo la preocupación liberal de erigir un estado de derecho que encauce y domestique a la salvaje democracia, a la tumultuosa participación popular. De ahí la advertencia de que “el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes”. Las elecciones constituyeron la fuente de legitimidad de los gobiernos. Aunque votaran tan pocos, aunque se supiera que eran fraudulentas. La manera de instrumentarlas queda brillantemente explicada por el padre del aula, Domingo Faustino Sarmiento, en una carta que le escribe a su amigo Oro, refiriéndose justamente a las elecciones de 1857: “Nuestra base de operaciones ha consistido en la audacia y el terror que, empleados hábilmente, han dado este resultado admirable e inesperado. Establecimos en varios puntos depósitos de armas y encarcelamos como unos veinte extranjeros complicados en una supuesta conspiración; algunas bandas de soldados armados recorrían de noche las calles de la ciudad, acuchillando y persiguiendo a los mazorqueros; en fin: fue tal el terror que sembramos entre toda esta gente con estos y otros medios que el día 29 triunfamos sin oposición”.
Las presidencias previas a la Ley Sáenz Peña tienen a las elecciones como una gran puesta en escena, pero los resultados se deciden en acuerdos de cúpulas. La participación popular fue asombrosamente exigua. Urquiza se coronó presidente con el uno por ciento de los que podrían haber votado. En 1862, Mitre consiguió la presidencia con el uno por ciento. Julio Argentino Roca llegó al 2 por ciento en 1880.
En 1912, la Ley Sáenz Peña promovió un gran avance al establecer el voto secreto y obligatorio para los varones mayores de 18 años. Esta conquista llevó más de veinte años de luchas y revoluciones. La ampliación de la participación popular fue enorme, puesto que votaron 745 mil personas, lo que equivalió al 62 por ciento de los habilitados para hacerlo. Aun así, hay que tener en cuenta que Yrigoyen se convirtió en presidente con 341 mil votos, sobre una población en la Argentina de aproximadamente ocho millones de habitantes. Faltaba recorrer el camino que llevara a los millones de inmigrantes a obtener la carta de ciudadanía.
La conquista del voto femenino durante el primer gobierno peronista significó el más colosal salto en ampliación de derechos políticos. El fraude dejó de ser la herramienta del cercenamiento de la voluntad popular reemplazado por una recurrente seguidilla de golpes de Estado.
Con 29 años ininterrumpidos de democracia, esta ampliación de los derechos políticos de los jóvenes puede ser un formidable estímulo a que se comprometan como ciudadanos y una herramienta para seguir ampliando sus derechos sociales.
* Historiador, UBA.
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