EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por Luis Bruschtein
La economía tiene un manejo político que incluye su propia lógica, su lenguaje y sus implícitos. Por ejemplo, la referencia a la crisis ha sido el caballito de batalla de la mayoría de los gobiernos, muchos de los cuales ni siquiera afrontaban ninguna crisis. Este gobierno es al revés, atraviesa una situación difícil, pero prácticamente no la incluye en sus planteos. El argumento de la crisis, que muchas veces reflejaba una realidad y otras fue simplemente un pretexto, era utilizado para aplicar medidas que “reclamaban los mercados”. Como la mayoría de los gobiernos que se sucedieron en estos años de democracia por lo general se doblegaron ante las presiones o directamente fueron representantes de los grandes intereses que ejercían esa presión, términos como “la crisis”, “las reformas reclamadas” o “la modernización del Estado” fueron parte de un lenguaje de Estado.
Con esos eufemismos de apariencia progresista se trataba de disfrazar políticas regresivas, como ajustes y flexibilizaciones laborales, congelamientos salariales, recortes a las jubilaciones, privatizaciones, desmantelamiento de la protección social y desinversión y abandono de la educación pública. El discurso hacía pie en la necesidad de achicar el gasto público y generar condiciones para atraer inversiones que reactivaran el ciclo económico. Pero el efecto fue la destrucción de las economías regionales y el achicamiento del mercado interno, con altísimos índices de desocupación y marginalidad.
Este año ha sido el más difícil desde el punto de vista de la economía para Cristina Kirchner. Más difícil aún que el 2009, cuando explotó la crisis en los países centrales. En 2012, el Gobierno debió afrontar primero los efectos de una corrida hacia el dólar impulsada por versiones falsas de devaluación durante el proceso electoral y después el pago de vencimientos por 16 mil millones de dólares, siete mil de los cuales debían amortizarse en moneda norteamericana. Pero al mismo tiempo la economía interna sufría los coletazos de la profundización de la crisis europea. El freno de la economía brasileña provocó un bajón de veinte puntos en la industria automotriz, a los que se sumaron caídas en otros rubros importantes de la actividad económica. Si no se la puede definir como crisis, por lo menos se trata de un cuello de botella, de una situación difícil, aunque presenta un horizonte de superación a partir del año próximo.
Desde la ortodoxia neoliberal se especuló en que el Gobierno entraría en una crisis terminal, que no podría afrontar ese doble desafío. El Gobierno habló de la crisis internacional, pero casi no hizo referencia a los problemas internos que debía afrontar.
Ni la oposición ni el oficialismo hablaron mucho de ese tema. Seguramente el Gobierno no quiso provocar pánico. Y si la oposición esgrimía demasiado esta problemática con el nombre de crisis, se le reducía el margen para sus reclamos en el aspecto económico. Hubo referencias en ámbitos más cerrados. Por lo general, la oposición culpa al Gobierno por los problemas internos y cuando la situación interna es buena la explica por el “viento de cola” internacional. El oficialismo tiende a explicarlo al revés: lo bueno es logro interno, lo malo viene de afuera. Obviamente, lo externo y lo interno confluyen siempre, pero de todos modos ésta ha sido una discusión permanente sin demasiada estridencia y que apenas trasciende a la sociedad.
Es una situación que se vive con ambigüedad. Los únicos que hablan de crisis son los economistas neoliberales. Pero ellos repiten el mismo libreto desde el principio de los gobiernos kirchneristas, así que sus repetidas advertencias no se diferencian de lo que decían cuando la economía tenía su mejor performance.
Resulta un cuadro llamativo. Todos los protagonistas del escenario político saben de las dificultades económicas, pero no las incluyen en sus discursos. Ajeno a esta anomalía, el ciudadano de a pie está cómodo. No siente el peso del ahogo económico o de que su trabajo esté en riesgo, un peso que soportó en muchas situaciones anteriores.
Pero hay síntomas que generan malestar. Por ejemplo, el nivel del mínimo no imponible, que hace protestar a los que más se han favorecido desde el punto de vista salarial por las políticas oficiales. El otro factor de malestar es el control de cambio. Son dos situaciones que afectan a grupos sociales que han sido beneficiados. Son capas medias de empleados, trabajadores y pequeños comerciantes cuya capacidad adquisitiva ha crecido en los últimos años, lo cual ha sido una consecuencia positiva de las estrategias económicas. Estas dos espinas tienen una dimensión, un significado distinto, si se dan en el marco de normalidad económica o en un contexto de dificultad que requiere esfuerzos conjuntos para impedir una caída más grave.
El panorama para 2013 es de mejoría. Los vencimientos de deuda son menores, por lo que también se reducirán los requerimientos de divisa con este fin hasta el 2015. Por otro lado, ya se evidencia un repunte de los índices de la actividad económica y se empieza a sentir la tracción de la economía de Brasil. El Gobierno prefiere hacer el aguante hasta el final del túnel que ya ve próximo y no hablar mucho de dificultades que pudieran generar reacciones de pánico. Tampoco quiere cantar victoria hasta no ver pruebas más firmes. Los efectos de las inversiones contracíclicas, como el megaplan de construcción de viviendas, forman parte del menú aunque todavía no se sienten.
Las dificultades económicas del país no están en el centro del lenguaje político, con lo que sus consecuencias, como el mínimo no imponible o los controles al dólar, son asumidos por los sectores afectados como una agresión que forma parte de un plan de gobierno. El lenguaje tradicional de la crisis está más relacionado con otras medidas. Es como una reacción reflejo: se dice crisis y se piensa en ajuste y desocupación, en derrumbe de la actividad económica. Y los principales afectados serían los que se encuentran en una frontera en la que han empezado a estar bien pero todavía se sienten inseguros. Trabajadores que están un poquito más arriba en la pirámide salarial y pequeños comerciantes, todavía son muy vulnerables en esas situaciones.
La paradoja es que las medidas que toma el Gobierno son para evitar ajustes y quebrantos que sí provocarían una crisis profunda en cascada. O sea que esos sectores (trabajadores alcanzados por el mínimo no imponible y pequeños empresarios y comerciantes) resultan de los más favorecidos o protegidos, pero al mismo tiempo son de los que expresan mayor malestar por algunas de esas medidas.
Si las dificultades de la economía no están en el centro del discurso político del oficialismo ni de la oposición, los reclamos sobre el mínimo no imponible y otras reivindicaciones salariales aparecen en el centro de la movilización gremial. En esa lógica, el reclamo es combativo y legítimo de cualquier manera. Pero en un cuadro de dificultad económica resulta regresivo si está formulado sin tomar en cuenta esa situación, porque la principal preocupación tendría que ser evitar la caída del empleo o la caída de la actividad económica que arrastraría en primer lugar a la pequeña empresa, que es la que genera mayor cantidad de puestos de trabajo. Lo que puede ser bueno en un contexto, resulta negativo en otro. Y lo aparentemente combativo termina jugando a favor de los intereses más concentrados, que son los únicos que ganan en esas encrucijadas.
En general, los dirigentes políticos y sindicales son conscientes de estas situaciones complejas y no actúan por desconocimiento o ingenuidad. Pero los sectores afectados, aquellos donde fermenta el mal humor, no tienen ese nivel de percepción porque en ese otro plano todos han elegido no hablar de esa cuestión. Hay una explicación que falta, una polémica que no se ha querido plantear.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux