EL PAíS › OPINIóN
› Por Pedro Biscay *
Un sistema democrático, con instituciones fuertes, requiere necesariamente que sus operadores se desempeñen acorde con las reglas que dan marco a su ejercicio. Pero no sólo eso. ¿Qué sucede con el aspecto ético de la función que cada quien desempeña? La obviedad de la respuesta puede dejar pasar por alto las prácticas cotidianas que de un modo u otro afectan el desarrollo de las funciones que requiere un Estado de Derecho. Hablando específicamente de los operadores jurídicos que se desempeñan en cargos públicos, parece indudable la respuesta: la ética en este caso requiere de mayores estándares que los que se exigen en la actividad privada. ¿Por qué? Simplemente (y no tanto) porque los intereses en juego son, específicamente, los de todo el sistema democrático y las instituciones que lo conforman.
Recientemente salió a la luz el caso de un fiscal y varios jueces, invitados a las conferencias de una asociación que tiene como fin monitorear los medios y la libertad de expresión en América latina. Nos referimos específicamente al caso del fiscal Ricardo Sáenz, del juez Francisco de las Carreras y el juez (y miembro del Consejo de la Magistratura) Ricardo Recondo y la asociación Certal (Centro de Estudios para el Desarrollo de las Telecomunicaciones y el acceso de la sociedad a la Información en América Latina).
Certal ha manifestado que no tiene vínculos con empresas privadas, pero aun así reconoce que se financia con el aporte de muchas empresas relacionadas con las telecomunicaciones. Si se mira con detalle, se verá que muchos de sus miembros pertenecen a distintos grupos económicos que hacen pie en las telecomunicaciones, algunos de ellos con causas en curso en nuestro país.
Disputas aparte, el hecho de que jueces y fiscales viajen a conferencias (y expongan en ellas) financiadas por grandes grupos económicos presenta un dilema ético de fácil solución: es imperioso limitar, con todos los recursos a los que se pueda echar mano, los vínculos entre empresas privadas y funcionarios públicos, máxime cuando éstos deben decidir o dictaminar en causas trascendentes que involucran a esas empresas. Aun cuando no fuere así (cuando en su función pública no tuvieran contacto alguno con esas empresas), la actividad pública requiere de límites éticos muy claros, que resguarden de influencias indeseables la integridad moral de los jueces, fiscales, defensores y demás operadores judiciales. Esos límites, a priori impuestos por la Ley de Etica Pública, requieren de mayor especificidad. Sería deseable la creación de un Reglamento de Etica en el ámbito del Poder Judicial y el Ministerio Público Fiscal, a fin de detectar las situaciones de “peligro” y poder así regularlas.
* Director ejecutivo del Cipce.
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