Por Horacio González *
Para las mentes correctas, nada hay de insondable. Todo puede conocerse. Hasta el último sorbo de una situación puede asimilarse. Pero en las artes de la interpretación social, como en las ciencias físicas o astronómicas, perdura algo que queda siempre por saberse. Y origina una vibración permanente. ¿Podemos saber todo sobre la realidad del cosmos o sobre un simple acto humano? ¿Podemos saberlo todo sobre lo que ocurrió durante los saqueos? Luego de esas trágicas ocurrencias, ya estaban las interpretaciones preparadas o antedatadas. Porque el hecho no podía ser inusual. Debía nacer ya interpretado. Ya “armado” como significación. Se demostraría que sectores adversos al Gobierno habían intencionalmente actuado allí o, por otro lado, que el pueblo carenciado expresaba por fin su angustia soterrada.
No parecen dichos capaces de hacerse cargo, al menos, de toda la situación. Aunque no carezcan de una parte de verosimilitud. Sin embargo, pensemos el punto de densidad absoluta en que alguien decide actuar en función de un saqueo. No descartamos los factores que actuaron induciendo, incluso en la forma de grupos políticos que atraviesan la frontera entre la política abierta y la desestabilización política. Grupos que visualizan especialmente la tremenda fuerza existencial que posee la quiebra de los intercambios comerciales cotidianos. Si esto ocurre, si se quebranta la vida diaria, se diluyen los marcos de expectativas y previsiones usuales. Es temible; ya los gobernantes más antiguos de la humanidad –está escrito en Las mil y una noches– sabían del poder de la feria, de su delicada estabilidad y de todo lo que en ella se hace. Pero hay un punto abismal, que aún existiendo la inducción al saqueo, se produce en el doble plano de una conciencia colectiva y una conciencia individual. ¿Cuándo me decido o me pienso saqueador, en vez de vecino, compañero, hombre de barrio o sufridor de las derrotas de mi equipo? Los conocimientos formales de las ciencias políticas no incluyen la idea del saqueador en el ideal del ciudadano. Tampoco las incluyen los horizontes ideológicos de los diversos populismos: el pueblo está excluido de la condición saqueadora. Pueblo es lo que no saquea.
Pero en el ultimísimo grado de conciencia del tejido de individuos que actúan en el conjunto social, hay siempre un punto insondable, un deseo de atravesar el campo de los deseos prohibidos, hacia una imagen recóndita del tumulto. Si esto pareciera muy psicologista, digamos que lo dicho se acentúa cuando hay privaciones efectivas, que no escuché que nadie las niegue. Pero aún así, el que percibe que su vida es exigua, injustamente acosada por penurias, precisa un ámbito indecible o incontable para atravesar la membrana real y simbólica que lo separa del saqueo. Un supermercadista chino dice que los que entraron en su pequeño negocio eran muchos de sus clientes habituales. ¿Cuántos grados de ofuscamiento se necesitan para atravesar esa frontera imaginaria que diferencia la compraventa en un pequeño comercio, respecto de la conciencia saqueadora? ¿Es la voluntad de compra-venta, arrasando apenas con la conformidad del vendedor? Es evidente que el oscuro prestigio de los saqueos proviene de un fondo histórico. Quizás sería el resorte oculto final del alma de los pueblos y asimismo de los pensamientos secretos del fanático del Orden. Pero están vinculados a la gran parábola del hambre, la multívoca metáfora que sin embargo es tan pétrea que pocas veces permite extraerle significaciones más reales. La palabra hambre nunca tiene hambre, siempre está saciada de dictámenes tan terminantes, que al poner a todos contra las cuerdas hace pensar, a las instituciones públicas y a la sociedad entera, que los cuerpos raquíticos las recusan infamantemente. Para hablar del hambre, puesto que mucho se habla, no hay que tener inanición en las palabras. Sospecha: si no hay hambre de palabras, pues nunca hubo tejido palabreril tan denso en nuestro país, no está colocado el concepto de hambre en el lugar situado, específico y carnal, en el que pueda decir algo efectivo y sorprendente.
Así ocurre en la Argentina. Por lo tanto, es posible decir que la decisión del saqueo sale de un plasma interno, colectivo, multitudinario, donde juegan delicadas fronteras de la conciencia social. ¿Rompo una vidriera o no? ¿Extraigo de mi osadía vital una elección tan racional, que opto por un artefacto doméstico, que puede faltarme o no, o una gaseosa, que sería un simple simbolismo de mi atrevimiento? ¿Y fui atrevido porque hay un núcleo de disconformidad por la indigencia de oportunidades que rodea mi vida, o porque con un acto superior de atravesar las vallas de Carrefour, demuestro que todo es posible, que descubrí por fin un anarquismo intrépido en mí que cuestiona los poderes junto a las góndolas veleidosas? ¿O estoy fatigado de escuchar sobre mí conceptos como “analfabetos”, “pobres estructurales”, “vándalos”, “desincluidos”, que parecen una cuádruple condena del Rey de la Carne, de los Sociólogos Esquemáticos, de los Conceptualizadotes Triviales y de los Políticos Costumbristas?
La política argentina de hoy es dura, dramáticamente enfática, pero hecha por palabras. Incluidas las llamadas operaciones mediáticas, reinantes por doquier, simplemente porque a los medios ya les faltan también las articulaciones más generosas del lenguaje. En ella predomina un cierto sentido metafórico de saqueo. Solo que son las góndolas del habla política las que son atravesadas con un desaprensivo sentido del uso, captura y sustracción de las interpretaciones. Todos los días los editorialistas de los más importantes medios, y no pocos políticos, rompen vidrieras. No por adolescentes que una noche el padre los va a sacar de la comisaría. Está demostrado que ya puede decirse cualquier cosa; esta sociedad no está reclamando demasiados sostenes reflexivos a lo que se dice, pues cree que sin dejar de ser culta o instruida, admite escucharlo todo. Sea bajo la venerable reputación de la puteada más despreciable, del argumento más absurdo y de la conjetura más fantasiosa.
El saqueador de las últimas barriadas, vive un momento de duda en su justificación. La “estructura de pobreza” de donde se dice que proviene es en verdad un estado de insatisfacción sobre el que legítimamente quiere llamar la atención, pero cree que lo ilegítimo de su acto contribuye a lo legítimo del significado de su descontento. El saqueador, como su contraparte el dandy, por todo consigue excitarse. La televisión es nuestra gran envoltura mimética; debo decidir si me dejo arrebatar por sus ocultas insinuaciones, o hago como los discutibles teóricos de la democracia visual, “cambio con el control remoto”. La política nacional se produce por medio de tensiones que se mantienen en un límite de vértigo sin violencia sistemática, aunque por cierto, no falten cuestionables escarceos. ¿Por qué entonces no dar un paso más, si todo está en discusión, y vemos con sagrada intuición, que muchos contestatarios que lo han hecho todo en su vida, incluso hablar con impostados discursos proletarios, desean sin decir-diciendo, que “esto ya no da para más”. ¿No van dejando rastros delicadamente implícitos de que no vendría mal, ahora, una mesiánica depredación? ¿Una de “virginal espontaneidad”, de esa “población en estado puro” de la que siempre estuvimos hablando en las recurrentes tribunas de nuestros mega-camiones tan poco espontáneos?
De todo esto podemos ahora extraer una grave lección. Sin duda está el concepto de pueblo de por medio, con su franja más desfavorecida, atropellada por desmoralizadas formas de vida y contradictorios pensamientos. Es preciso refinar el diálogo no asistencialista con esos compatriotas, que albergan intensos deseos. Una democracia es un manojo de deseos imbricados en las herencias errantes de las grandes tradiciones políticas. Sigamos revisándolas con lucidez. Y la otra lección: nadie es saqueador. Lo popular es lo que siente que debe recrearse en el realce sus fundaciones y reconstrucciones. Pero un momento político muy especial, como éste, corre riesgos si por impulsos insondables o más o menos conjeturables, se convierte a una porción del pueblo argentino en un surtidor de actos de saqueo.
* Sociólogo. Director de la Biblioteca Nacional.
Por Eduardo de la Serna*
La memoria de los saqueos nos hace tener presentes algunas cosas...
Es evidente que los saqueos de 2001 fueron organizados, no hay saqueos espontáneos; pero si alguien encendió el fósforo, el clima parecía pólvora. La gente salió a la calle (como luego con piquetes y cacerolas, que nos quisieron hacer creer que “la lucha es una sola”). Como la gente estaba en la calle una vez logrado el objetivo de destituir al inepto, había que frenarla. Y entonces empezó la segunda parte: los incitadores, ahora fueron por los barrios contando que “venían hordas” de Fuerte Apache, La Cava, la villa tal o cual... la gente se juntaba para defender lo poco que tenía en las esquinas, con fogatas y armas (¡cuántas armas, por Dios! Y Carrió empezó a derrapar, como el obispo castrense hablando de las FARC y la mar en coche). Había que defenderse de los perversos; sin que nadie se preguntará qué irían a hacer de Fuerte Apache a Berazategui, por ejemplo; ¿por qué no irían a Capital? Pero fuera de eso, los saqueos (todavía se ve a pequeños cartoneros o grupos con “carritos de supermercado” fruto de aquellos tiempos) hicieron que las góndolas de comida quedaran vacías: arroz, fideos, carne, leche, yerba....
Precisamente, la misma memoria invita a contrastar. El plasma no se come. El Gobierno debería tomar nota, pero sabiendo que si los saqueadores llevaban alimentos, estamos ante un problema social que se debe atender urgentemente, por más incentivadores que haya; pero si los saqueadores llevaban electrodomésticos, estamos ante un tema policial. A lo mejor a esto se refería Micheli, el minúsculo, al hablar de “guerra nuclear”. La fecha está bien elegida, y hasta a los chinos se los ataca, para recordar aquel llanto tantas veces repetido en los medios que nos contaron que el dólar se iría a 10 (salvo el dólar que para ellos fue a 1,40). Claro que todavía faltan la represión, los caballos, los golpes a las Madres, los muertos y el helicóptero. O mejor, quizás algunos recordamos que Cristina no es De la Rúa y los modelos son contrapuestos, y en lugar de pólvora hay agua y el fuego no prende aunque haya quienes insistan en encenderlo (especialmente después de fracasadas marchas). A lo mejor algunos tenemos memoria.
* Coordinador del Movimiento de Sacerdotes en Opción por los Pobres.
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