EL PAíS › OPINION
› Por Cecilia Sosa *
El tema no podría ser más delicado: un asado en la ex ESMA. ¿Cómo argumentar frente a lo que aparece, a primera vista, como indefendible? ¿Una “profanación”? ¿La “imperdonable banalización del mal”? El “escándalo” sugiere un drama profundo y radical que, más allá de su carácter episódico, medios y redes sociales han alimentado casi sin darse cuenta: ¿Qué es un “espacio de memoria”? ¿Cuáles son las actividades posibles de imaginar en un sitio signado por lo insoportable? Y más aún: ¿es posible la celebración en un lugar de muerte? Puesto así, el “escandaloso” asado puede resultar iluminador. En definitiva, el dilema ético-político que ha puesto en escena es cómo reinventar una política de memoria capaz de albergar nuevas filiaciones y placeres en el duelo.
El académico Jens Andermann (Universidad de Zurich) ha analizado las distintas propuestas de reocupación de la ex ESMA presentadas por organismos de derechos humanos, ONG, académicos y sobrevivientes. Allí, tres posiciones terminaron por delinearse: la “testimonial”, que ubica el sitio como “patrimonio inalterable” y testimonio del terrorismo de Estado; la “museal”, que aboga por las funciones pedagógicas del espacio; y la “performática”, que sostiene que sólo abriéndolo a actividades artísticas y políticas el espacio podía ser arrebatado a la muerte y a sus verdugos. Curiosamente, tras el desalojo final del predio en septiembre de 2007, en la ex ESMA han convivido todas estas estrategias. La antigua escuela naval se ha convertido en sede de oficinas nacionales y archivos fundamentales. El Centro Cultural Haroldo Conti se ha transformado en un espacio aglutinador de eventos culturales ligados a la preservación de la memoria. Madres, H.I.J.O.S. y Abuelas también han trasladado allí bases y oficinas. Así también, el Casino de Oficiales, antiguo centro de torturas y sede de la maternidad clandestina, ha permanecido prácticamente intacto, abierto a visitas basadas en relatos de sobrevivientes. El espacio también ha albergado seminarios internacionales, exposiciones artísticas, presentaciones de libros, conciertos, ciclos de teatro y cine, murgas, programas de televisión e, incluso, siembra de papas. Esta extraña convivencia ha transformado la ex ESMA en un sitio experimental del duelo. El carácter transicional del espacio ha sido documentado por Jonathan Perel en El predio (2010), un film silencioso y fantasmal donde una cámara obsesionada por detalles y contrastes aparentemente insignificantes logra apresar la temporalidad estallada de la ausencia.
De las iniciativas que tuvieron y tienen lugar en la ex ESMA, hay una que prefigura el escandaloso asado del 27 de diciembre: el taller de cocina y política que brindó Hebe de Bonafini en el Centro Cultural Nuestros Hijos. Frente a la “irrecuperabilidad” última del ex centro de detención postulada por el filósofo Alejandro Kaufman, la más controvertida de las Madres –para no perder la costumbre– quebró la voluntad sacra de sobrevivientes y ex detenidos. Reemplazando su clásico pañuelo blanco por un delantal de cocina con la cara del Che (o a veces, el de su propia madre), Bonafini devino en flamante ama de casa de la ex ESMA, pugnando por “traer vida a un espacio de muerte”. Y lo hizo desde un lugar atípico para los expertos en derechos humanos: la cocina. Aquellas sesiones, donde un público diverso se sentaba a debatir, cocinar y a compartir una cena en común, lograron poner en acto una nueva forma de vulnerabilidad frente al duelo. En un período asaltado por pasiones irreconciliables y economías del odio, hay algo en la teatralidad de aquel gesto que ilumina una pregunta tan crucial como incómoda: cómo y en qué medida un espacio signado por el horror puede sobreponerse a su destino trágico.
La intervención de Bonafini enuncia un cambio radical en la concepción misma de memoria. Sugiere una política del duelo que no está limitada a aquellos que sufrieron en carne propia la violencia del terrorismo de Estado, sino que interpela a todos aquellos que intentan recrear nuevos lazos, nuevas familias y nuevas mesas a partir de la pérdida. Se ha hablado en estos días de “resignificación” y hasta de conversión de espacios del horror, reocupaciones que no dejan el pasado atrás, sino que sugieren nueva formas de cohabitación y convivencia. El carácter vivo, fugitivo y sensorial asociado a la ingestión de alimentos puede ayudar a transitar esos umbrales. Al contemplar una foto de Bonafini cortando verdura en la ex ESMA, Bobby Baker, una célebre artista británica que durante más de 20 años puso el cuerpo a una magnífica serie de dramas domésticos, me comentó que aquellos encuentros le recordaban los funerales irlandeses donde se coloca alimentos al lado de los ataúdes. En Argentina, no hubo cuerpos que velar. Sin embargo, para la artista inglesa, aquellos encuentros de cocina hacían público un acto familiar, transformándolo en una declaración de principios. “Como en Auschwitz, la ESMA carga huellas de muerte y dolor. No puede haber nada más poderoso que compartir una comida en ese lugar. El acto de cocinar allí es simple, profundo, y también muy humilde”, dijo sin dejar de mirar la foto. La humildad podrá no ser el mayor atributo de Bonafini. Sin embargo, algo de su intervención en la ex ESMA contribuye a arrojar nueva luz sobre los lazos entre luto y digestión, tan centrales en la discusión de estos días. La intervención de Bonafini logra hacer visible algo que todavía está en el proceso de emergencia en la Argentina contemporánea: una narrativa del duelo que permita la digestión del trauma entre públicos menos afectados por la violencia.
La ex ESMA podrá devenir en una “ciudad” consagrada a los derechos humanos, pero estará siempre signada por su pasado. Los cuerpos clandestinamente capturados, torturados y masacrados acechan sus instalaciones; tal como testimonian sobrevivientes y descendientes que no han logrado trasponer sus rejas o que aún sienten escalofríos al visitar sus baños. Sin duda, la ocupación oficial del predio durante el asado del 27 de diciembre podrá ser un acto petulante de ostentación militante. Sin embargo, el duelo también pone en escena un cruce entre cuerpos, espacio y tiempo que recuerda cómo los lazos sociales, políticos y estéticos están siempre atormentados por la pérdida. En ese marco, la consigna de “traer vida a un lugar de la muerte” aparece aún más reveladora. Las proyecciones inciertas de la cocina en la ex ESMA invitan a considerar una forma alternativa de la ética; tal vez más cerca de fragilidad y contingencia que memoriales y museos. Es precisamente este carácter peculiar lo que permite vislumbrar una digestión colectiva del duelo. Las vestiduras no serán necesariamente piadosas. Si las mesas familiares han sido siempre fuente de secretos y tabúes varios, una comida compartida logra hacer algo ese drama público y más cercano a una experiencia comunitaria. Así como los nuevos invitados renuevan el aire de las reuniones familiares, las sesiones de cocina en el viejo centro de detención muestran cómo la pérdida también puede generar nuevas filiaciones, linajes y formas de encuentro.
El futuro de la ex ESMA aún no ha sido descubierto. La convivencia de rituales disímiles sugiere un camino distinto del de Auschwitz: una política del duelo que se descubra en su capacidad de experimentar, donde las ausencias ayuden a generar nuevos vínculos y donde el pasado pueda convivir con un futuro por inventar. En ese tiempo por venir, tal vez un asado de dos mil personas, y acaso otros modos de celebración y festejo, puedan no ser tan escandalosos y se descubran como un nuevo modo de estar juntos en la pérdida. La mesa está servida. Es tiempo de alimentar nuevos huéspedes.
* Socióloga (UBA). Doctora en Drama (Queen Mary, Universidad de Londres).
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