Lun 07.01.2013

EL PAíS  › OPINIóN

Espectros del Subte A

› Por Horacio González *

No es fácil viajar en Buenos Aires. Pero no conozco viaje más grato en el trasporte colectivo de la ciudad que el del Subte A. En ciertas horas de la tarde, pareciera que hasta está por subir el propio presidente Yrigoyen. Perón lo tomó varias veces, pero para esa época ya existían la línea B, la C y la D. En el examen conspirativo al que Cortázar somete a la línea A –en su momento a cargo de la Anglo-Argentina– podemos leer: “Es cierto que entre Loria y Plaza Once se atisba vagamente un Hades lleno de fraguas, desvíos, depósitos de materiales y raras casillas con vidrios ennegrecidos”. No cambiaron mucho las cosas desde entonces, pues Cortázar quiso dar una imagen tragicómica de la vida en la ciudad a partir de los viajes metafísicos en la línea A.

Lo que sugería ese cuento cortazariano era una crítica a la modernidad, a los aglomeramientos en las metrópolis. Hoy no podemos imaginar en el proyecto de cambiar esos antiguos vagones de La Brugeoise, fabricados en la ciudad de Brujas, Bélgica, ninguna reflexión satisfactoria sobre la historia urbana que ha enhebrado este subterráneo. Estos coches tuvieron muchas reparaciones a lo largo de una centuria, pero ninguna de esas transformaciones dejaron de respetar el armazón original. Son la historia misma del transporte subterráneo durante el siglo XX, un tesoro de la memoria urbana, corporal, temporal e incluso olfativa de la ciudad. Cuando frenan en las estaciones, hace casi un siglo que esos coches dejan el mismo ligero aroma a lapacho friccionado, material del que están hechas las zapatas de freno. Hay más continuidad urbana en ese perfume a madera rechinada que en casi ningún otro juego con la historia de Buenos Aires que se nos ocurra hacer.

Cuando escucho el traqueteo del tren que se acerca ensayo una plegaria subterránea. ¿Cómo llamarla? ¿Rezo por el antiguo vagón? ¿Súplica para que aparezcan los vagones belgas, la esperanza de que surjan de la boca oscura del túnel esas desgonzadas berlinas que se bambolean de lo lindo, y no los sustitutos anodinos que fueron apareciendo con el tiempo? A veces se presentan unos intrusos vagones –igual los respetamos– que provienen de la fábrica Materfer, de la ciudad de Ferreyra, Córdoba. Fue primero la Fiat la que los hizo; ahora, en otras manos, y en otros aires de época, esa fábrica se inclina a producir máquinas cosechadoras y viales. ¡Pero si aparece el tren de La Brugeoise, cartón lleno! ¿Es que está repleto? ¡Sí, pero entramos igual!

Una vez adentro, vaya lleno o vacío, el vagón que vino de Brujas ofrece su escenografía (mejor decir su coreografía: ondulan, se tuercen, se ponen tiesos, se reacomodan, tiemblan). Los bancos entablillados con finos cortes de listones macizos y las paredes de madera, chocan moderadamente entre sí. Mucho más de lo que lo hacen los pasajeros. Al viajero iniciante podría parecerle un descalabro, pero es la centenaria dialéctica del maderaje. Alguna vez, hubo asientos de esterilla, y aun antes, de cuero. Los fabricantes utilizan ahora procedimientos que llaman “antivandálicos”, que hacen de los asientos moldes fijos en serie, un tanto penitenciarios.

Los habitués del Subte A –nombre que ha resistido a la desabrida adopción universal de la palabra Metro– toleramos la abolición de la esterilla en los asientos y las respetuosas reformas que en una centuria se hicieron en los talleres Polvorín (barrio de Caballito); eso prueba que no somos fanáticos, agradecíamos si apenas lográbamos introducirnos en un viaje entre maderas que chirrían, tan solo mascullantes, haciéndonos recordar a los viajeros de antaño, a esas miles y miles de sombras con sombrero Panamá y el desvanecido fieltro, como contemporáneos de una civilización extinguida. El sombrero comenzó a desaparecer por efecto del transporte urbano (aunque ahora las mochilas estudiantiles hacen que a ciertas horas todos los pasajeros tengan doble espalda). Viajar no es fácil. Pero el Subte A, para quien sepa entenderlo, ofrece el consuelo de sus farolas interiores de vidrio ondulante, una orfebrería de estaño de diseño artístico, un vago art-nouveau a la belga.

Siempre el subte A fue semipenumbroso. Pero al estar apenas unos metros bajo tierra, he allí una compensación. Si uno se asoma por las ventanillas para ver oblicuamente las aperturas de salida, puede percibir la gente que pasa por la calle desde el propio vagón. Es como en un propiedad horizontal, proyectada en un amplio territorio para que no perdamos de vista que la vida es eso mismo, la simultaneidad visible entre los que marchan por arriba y los que marchan por debajo; todos viandantes, todos complementándose, pues los unos serán los otros.

Hoy viajamos en el Subte A junto al piélago de nuestros pasajeros antepasados. Millones de espectros mudos viajaron allí. ¿Cómo calificar el desprecio con que se habla de esos vagones? Se lee que hay expertos barceloneses, expertos chinos, examinando esas supuestas ruinas ciudadanas. ¿Sabrán que desde la escalinata de la Estación Congreso Roberto Arlt hizo su aguafuerte sobre el Golpe de Uriburu? Dentro de algunos siglos, otros espectros podrán hablar con algún técnico chino sobre estos episodios. Si hasta algunos gerentes de la Anglo-Argentina algo llegaron a comprender. Pero por el momento, la operación de demolición histórica sobre esta línea donde ciertas estaciones conservan en el molinete gastados bastones de madera, donde millones empujaron y dejaron las invisibles marcas de sus manos apuradas, es de las más desdichadas acciones en las que puede empeñarse un gobierno municipal.

El futuro viajero perderá su historia a cambio de un mendrugo de felicidad ilusoria, un poco de aire acondicionado para sentirse un ciudadano beatificado, sin sospechar que ya era un pasajero derrotado. Le habían dado los asientos de plástico premoldeados, unos minutos menos de retraso en el viaje, y los domingos, el bálsamo de pasear con algunos de los viejos trenes belgas por Caballito. Pero era ya un pasajero fosilizado. El fáustico modernizador, no se crea, es también un museólogo. El amor a la ciudad existe, pero es más verdadero cuando no se lo proclama con sospechoso fervor. Incluso a “Mi Buenos Aires querido” se le va un poco la mano. Creo que los que así lo deseemos, como síntoma cauto y efectivo de resistencia, debemos prepararnos para hacer nuestros últimos viajes por los saltarines vagones de La Brugeosie.

* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.

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