EL PAíS › OPINIóN
› Por Raúl Dellatorre
Veintiocho embargos de fondos buitre contra el patrimonio argentino en el exterior. Cuarenta y dos demandas ante el Ciadi de firmas adquirentes de participaciones en empresas y servicios rematados en el proceso de privatizaciones. Cincuenta y nueve tratados bilaterales de inversión que abrieron las puertas al capital extranjero para hacer suyo el territorio nacional. Son algunos de los números que hablan de la multiplicación de ejemplos que ilustran la renuncia a la soberanía durante las décadas de neoliberalismo en Argentina. Números que dan testimonio de la aceptación de un marco jurídico que sirvió como carril al avance de un patrón de acumulación basado en la valorización financiera, la desnacionalización del capital y la pérdida de controles por parte del Estado. Un proceso que tuvo sus costos inmediatos en cierres de empresas, desempleo, población marginada y desestructuración del aparato productivo. Y que sigue teniendo costos diferidos en la obligación de pago de deudas y en la reconstrucción de un sistema productivo y un Estado que habían sido desmantelados. Sin ese contexto, es imposible entender la trascendencia que tiene el retorno de la Fragata Libertad y la importancia de cada round que se gana en esta pelea.
Tal como enseña el filósofo brasileño Emir Sader, secretario general de Clacso, el período histórico contemporáneo estuvo dominado por dos grandes transformaciones a escala mundial: el pasaje de un mundo bipolar a un mundo unipolar (la caída de la URSS) bajo el dominio imperial estadounidense, y el pasaje de un modelo hegemónico regulador a uno neoliberal (desaparición del Estado de bienestar keynesiano). Este cambio de reglas en el orden económico mundial también se reflejó en las normas del derecho económico internacional. La aplicación del modelo neoliberal a escala global necesitó de un soporte legal, que limitara o directamente eliminara el rol regulador y de intervención “corrector de las distorsiones del mercado” que se le asignaba al Estado en el anterior modelo del Estado de bienestar. En lugar de ello, era necesario establecer la preeminencia de las reglas del derecho internacional privado.
El reconocido jurista belga Fançois Rigaux ha escrito que “los países industrializados, para obtener máxima protección de sus intereses, exigen a los países de recepción (de inversiones o préstamos) una total privatización de sus reglas, las que así les resultan apropiadas y ventajosas (...). Convierten, de ese modo, al derecho internacional en un artilugio que permite universalizar la privatización del poder económico, que se complementa con las restricciones a la inmunidad jurisdiccional y la privatización de la justicia a fin de afianzar la concepción meramente privatista de las relaciones económicas”.
La especialista en Derecho Internacional Stella Maris Biocca (titular del doctorado en la Universidad de Morón) sostuvo, respecto del mismo asunto, que “estos principios sólo se aplican a los Estados débiles, a los periféricos y a los que, como Argentina, tiene una escuela internacionalista dominante en este sentido desde fines del siglo XX”.
Durante la dictadura primero, y en forma perfeccionada en los ’90, la privatización de la Justicia adoptó para Argentina la forma de tratados bilaterales de inversión claramente desequilibrados y la renuncia a la soberanía jurisdiccional en los contratos de concesión (servicios privatizados, por ejemplo) y de deuda (bonos emitidos en el país reconociendo la jurisdicción extranjera en casos de litigio). Este elemento fue funcional a la globalización económica, para permitir la expansión del capital financiero por sobre un Estado local debilitado. Y resultó esencial para que los litigios ulteriores, como el de los fondos buitre por la deuda en default o de accionistas de empresas concesionarias de servicios, se plantearan en tribunales internacionales y no en la Justicia argentina, pese a que el Estado nacional es parte.
La disputa en los tribunales de Ghana por recuperar la Fragata Libertad sin ceder al reclamo de una “negociación” con los fondos buitre es la manifestación de resistencia del país a seguir reconociendo ese modelo dependiente. En el debate de salida de la crisis, tras el estallido de la convertibilidad, hubo posturas que cuestionaron globalmente la deuda externa reclamando su declaración de ilegitimidad. Ayer, sin llegar a esa calificación, la Presidenta de la Nación recordó, hablando delante de la fragata amarrada en el puerto de Mar del Plata, la vergonzosa “nacionalización” de la deuda privada de las corporaciones empresarias en 1982 ejecutada por Domingo Cavallo, por entonces presidente del Banco Central en el período final de la dictadura. La decisión política de desembarazarse de los condicionamientos del endeudamiento externo llegó más de 20 años después, en 2004, cuando ya esa deuda “nacionalizada” estaba diluida entre refinanciaciones y emisiones sucesivas de títulos para “reestructurar” el cronograma de pagos. En función de las condiciones políticas del momento, el “límite” se estableció en las reglas para el canje de 2005, con reapertura en 2010. Un “límite” que no abarcaba otros planteos más ambiciosos, quizás hasta más justificados, pero para los cuales quizá no estaban dadas las condiciones políticas.
La no adhesión de los fondos buitre al canje y el llevar la demanda a la Justicia internacional (en plazas receptivas de sus reclamos, como Nueva York o Accra, en Ghana) es un reflejo de aquel modelo de globalización y de un esquema jurídico que le fue funcional. La postura argentina de rechazo de cualquier negociación que se aparte del “límite” establecido por el canje de deuda es una expresión de la búsqueda de salida del modelo neoliberal de capitalización financiera y de justicia privatizada. El respaldo que reciben los fondos buitre de determinados sectores políticos, en Argentina y el exterior, se compadece con el alineamiento detrás de esas políticas de “Estados débiles y sometidos ante el poder de los países industrializados”, que se oponen y buscan trabar el camino de salida que intenta Argentina.
Al igual que frente a los otros 27 embargos, ante cada litigio en el Ciadi o en cada conflicto que se plantee por el intento de imponer las reglas prevalecientes en los tratados bilaterales de inversión, Argentina enfrenta en cada caso una disputa por romper ese modelo de dependencia. De allí la importancia simbólica, pero a la vez política y económica, de la batalla por la Fragata Libertad. No verlo es negar las transformaciones que sufrió el capitalismo en estas décadas, y la pelea que plantean algunos países por salir de la trampa del neoliberalismo.
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