Sáb 12.01.2013

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

Vías peligrosas

› Por Luis Bruschtein

Durante mucho tiempo, cuando un gobierno tomaba medidas antipopulares se decía que tenía la “valentía” para hacerlo. Lo contrario, o sea tomar medidas populares, sería “demagógico”. En este manejo del lenguaje hay una construcción de sentido muy concreta en relación con una gestión de gobierno. Ese gobierno no era “valiente” ni siquiera porque se sobreponía al dolor de aplicar esa medida, sino porque estaba dispuesto a afrontar el descontento que producía, lo cual demostraba, además, que no tenía nada de demagogo. Carlos Menem gobernó con esas máximas a pesar de que el peronismo había surgido con una ética social opuesta.

Lo que es valiente para uno no lo es para el otro y viceversa. Y no son valoraciones subjetivas sino que tienen una connotación ideológica. Desde una concepción progresista o popular, lo “valiente” radica en afrontar el descontento de sectores privilegiados o poderosos que son afectados por sus medidas. Desde una concepción conservadora, se trata de ser valiente para afrontar el descontento popular. Por supuesto, se trata de conceptos generales, porque muchas veces se pueden dar esas situaciones cruzadas y el menemismo fue la mayor de ellas. Pero el concepto desde el cual gobiernan uno u otro sector tiene esos rasgos generales.

Con ese sesgo popular, el kirchnerismo le agregó a su modo de gestión otra característica que probablemente derive del momento que le tocó asumir, diez años después de un gobierno peronista menemista, y dos años después de un gobierno radical-progresista que fueron la culminación de un ciclo de treinta años hegemonizados por el sector financiero en perjuicio del sector productivo.

Se trataba de una encrucijada de la historia. Tenía en contra que todo estaba destruido. Y a su favor que todo estaba por hacerse. Era una situación anormal, extrema. Y cualquier cosa que se empezara iba a ser nueva, un comienzo. Por eso, más allá de que se lo propusiera publicitariamente, esas medidas tenían siempre un carácter extraordinario y fundacional. El peronismo kirchnerista representa el comienzo de un nuevo ciclo de la economía en Argentina, tras el final catastrófico del anterior. El hecho de que el comienzo de un ciclo esté signado por un gobierno que se define como nacional y popular le agrega un elemento irritativo y desafiante a lo fundacional.

El famoso relato épico de gestión, que enoja tanto a la oposición, está conformado por el propio contexto más que por el esfuerzo que pudiera hacer el kirchnerismo para imponerlo. En aquel escenario de 2003, cualquier fuerza que hubiera decidido ese camino tendría los mismos componentes en la narración de sus actos. Si hubiera elegido otro camino, probablemente sí sería diferente.

El nuevo ciclo económico se apoya en las ventajas comparativas de la Argentina para respaldar la actividad industrial sosteniéndola en el mercado interno y la exportación. No es un esquema estable por sí solo. Hay una puja entre el sector agropecuario y el sector industrial y hay una tendencia a la concentración en las dos actividades. El Estado regula esas tensiones según la circunstancia y según el juego de relaciones de fuerza que se producen en la sociedad y en las relaciones económicas.

Esa función de regulador, de Estado activo, le agrega otro factor más de fricción. Si asumiera una actitud pasiva como Estado y se apoyara en la tendencia más fuerte, ya sea del campo o de la industria muy concentrados, no habría fricción ni relato épico y tampoco Asignación ni paritarias y habría millones de mujeres y hombres sin trabajo ni jubilación en el medio de una gran riqueza concentrada en pocas manos. La situación podría haber sido ésa y no lo es porque el kirchnerismo eligió otro camino.

Una diferencia que explica la proyección de uno y la falta de proyección del otro es que el menemismo marcó el final de un ciclo mientras que el kirchnerismo marca el comienzo de otro. El menemismo fue apoteosis y decadencia de todos los valores que el neoliberalismo había ido instalando en las décadas anteriores. En cambio, el kirchnerismo está construyendo un imaginario nuevo tomando mucho del primer peronismo.

Es difícil para cualquier oposición competir en ese escenario, pero también lo es para el kirchnerismo, porque está obligado siempre a superarse a sí mismo con una performance más alta que la normal. La sociedad está acostumbrada a esperar del kirchnerismo gestos extraordinarios y en esas condiciones también es difícil gobernar. El kirchnerismo no tenía muchas opciones. Lo mismo les pasó a los demás gobiernos latinoamericanos que surgieron en esa etapa, en la que comenzaba un nuevo relato, y por lo tanto las connotaciones épicas fueron insalvables al mismo tiempo que imponían una exigencia muy dura.

Después de diez años, esa manera casi fundacional de encarar los problemas de la gestión se constituyó en una marca del kirchnerismo. Una marca que ahora está obligado a revalidar, por ejemplo, cuando se hace cargo de los ferrocarriles Sarmiento y Mitre, lo que, de hecho, se proyecta hacia una política del Estado con respecto a todos los ferrocarriles y el transporte público.

La decadencia ferroviaria viene de muchas décadas, por lo que en cualquier otra situación podría bastar con la decisión de empezar un proceso de recuperación que debería llevar varios años. Pero si el kirchnerismo se hace cargo de los ferrocarriles, está obligado a una gestión de shock. Porque nuevamente enfrenta una situación similar a la que tenía cuando asumió Néstor Kirchner después de la crisis del 19-20 de diciembre de 2001. La catástrofe de Once fue la crisis dramática que puso final al viejo sistema ferroviario.

En el desastre de Once intervinieron muchos imponderables, incluso la fatalidad, pero también confluyeron muchos otros factores relacionados con el abandono y la decadencia. En ese sentido, así como el 19-20 de diciembre marcó el fin de una época, el desastre de Once demostró que el viejo sistema ya es imposible. El gran desafío es proponer un nuevo sistema y no emparchar el que existía.

Las privatizaciones y los subsidios para desentenderse del transporte no funcionaron más que para engordar los bolsillos de empresarios que dejaron caer los ferrocarriles. El viejo sistema donde el Estado se lavaba las manos del transporte, otorgando grandes subsidios a empresas que, en contrapartida, nunca eran controladas ni exigidas, demostró que no funciona. Las obras e inversiones que anunció la Presidenta constituyen el esfuerzo estatal más importante que se haya hecho en los últimos cincuenta años en relación con los ferrocarriles. Se cambiarán vías, señales y vagones y se realizarán obras para erradicar pasos a nivel.

Pero lo que fracasó es un modo de gestionar el ferrocarril, que es el modelo que se implementó en los años ’90. Por eso no bastaría con hacer grandes inversiones, que en ese contexto implicarían un parche para que en algunos años otro gobierno tenga que hacer otra inversión multimillonaria. Además de la inversión necesaria, el eje de la nueva gestión tendría que pasar por una presencia más efectiva del Estado, ya sea como gestión pública o con un control público muy riguroso de la gestión privada. Un control que a su vez esté controlado institucionalmente para impedir que, con el tiempo y con la sucesión de gobiernos diferentes, se hagan concesiones a las empresas en cuanto a calidad y seguridad del servicio y se vuelva al punto de partida.

Por el estado de los ferrocarriles, el Viejo Vizcacha del neoliberalismo diría que lo mejor era no meterse porque no tienen solución. Es lo que se decía del país en el 2003 y lo que se decía antes sobre las provincias “inviables” del Norte. Afrontar ese problema constituye una decisión valiente, pero los ferrocarriles pueden convertirse en un cementerio de elefantes si al mismo tiempo no se cambia el enfoque.

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