EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Por estos días, el firmante oyó acuñar la definición que da título a esta nota y que, quizá, no esté revestida de originalidad pero sí de potencia semántica: “la oposición automática”.
Como figura coyuntural, alude a la actitud observada por todas las franjas opositoras –o, al menos, a través de algunas de sus figuritas mediáticamente más expuestas– durante el debate parlamentario por el acuerdo con Irán. Y en efecto, entre los cuestionamientos interpuestos al canciller Timerman fue imposible encontrar uno solo que, centralmente, dejara de apuntar a la controversia por la controversia misma. Vale aclarar que no se trata, siquiera, de refutar la dureza de esas impugnaciones. Es bueno que una oposición, cualquiera, exija al máximo en ese terreno. Lo contrario sería renunciar a la necesidad de pensamiento crítico, y a su eventual correlato de denuncias fundadas. Pero sí es cuestión de la nobleza de las armas esgrimidas. Dejemos de lado la curiosa intervención del diputado macrista Federico Pinedo, en tanto respetable y respetado caballero de derechas, quien incurrió en el disparate inconcebible de mezclar la cosa con el holocausto del pueblo judío. No contemplemos tampoco la recurrente actuación autosacrificial de Elisa Carrió: ya se sabe que viene de quien dejó hace rato la actividad política propiamente dicha para dedicarse a destruir todo lo que supo edificar y aplicar sus brillantes dotes oratorias a un rango de actriz de telenovela. Sólo referimos que la demanda de explicaciones opositora, en general, se desinteresó por completo de plantear una alternativa, capaz de expulsar del freezer la impunidad segura del atentado a la AMIA. No es que esa tranquilidad de los culpables habrá de derretirse, por haber llegado a un “convenio” con la teocracia presuntamente culpable. Sin embargo, hay dos aspectos insoslayables: a) esa presunta culpabilidad es marcada por la línea de intereses e investigación de la sociedad entre Estados Unidos e Israel y b) son ya unos 20 años de seguir esa línea sin resultado alguno, incluyendo a la protagónica o secundaria conexión local, como para rechazar así porque sí una pequeña ventana de avance. En el más terrible del peor de los casos, lo que salga de la instancia que se abrió jamás será más dramático que dos décadas sin culpable alguno. Entonces, ¿es institucional e intelectualmente honesto consagrarse a la exclusividad de bastardear el intento? ¿Es creíble que en aras de una movida o realineamiento de política internacional, “denunciado” sin prueba alguna, el gobierno argentino se haya sentado a negociar muertos?
Estos avatares del acuerdo con Irán y de su polémica parlamentaria son nada menos, pero nada más, que una punta coyuntural aplicable al resto de los temas. Los de auténtico interés colectivo, o los de interés solamente mediático. “Lo de Irán” aparejó, por ejemplo, una previsible indignación a raíz de que el oficialismo manejó su quórum en la Cámara baja, pasando funcionarios a rol de diputados y luego viceversa. No fueron diputruchos y en consecuencia es impertinente hablar de ilegalidad, aunque sí de que la ética a secas no se sintió muy a gusto que digamos. Pero tampoco se debería pasar por alto que el lobby de algunos dirigentes de un par de organizaciones de la comunidad judía sobre diputados de la oposición vendría a ser igual de execrable. Uno imagina que de aquel resto de temas hay otros bastante más sensibles a la piel popular. Sin ir más lejos, el conflicto de la paritaria docente y el paro de los maestros en la provincia de Buenos Aires. ¿Es justo que le carguen al gobierno nacional las faltas de acuerdo distritales con los sindicatos de la Educación? ¿No era que éste es un país federal? Si el gobierno bonaerense no aplica impuestos para extraer más de quienes más tienen y en consecuencia no recauda de donde debe (o si lo hiciera y asimismo no hubiera acuerdo), ¿no hay clases en “la Provincia” por responsabilidad de Casa Rosada? ¿Hablan de esto los catones de la oposición? Si es por lo ético, ¿es justificable que lo ignoren en aras de que no renuncian a un Scioli erigido como gran esperanza blanca? Esta ruta de análisis continúa por casi la totalidad temática. Si es por la inflación, quiénes forman los precios: al kirchnerismo le corresponde sobrellevar el no saber, no poder o no querer ejercer el manejo supraestructural sobre ellos. Pero la oposición incurre directamente en vileza, al ignorar la responsabilidad inflacionaria del sector privado. La “inseguridad” carga su analogía con eso: en ese/este país federal, parecería que cada crimen, cada asesinato, cada delito, le es adjudicable a una suerte de ser supremo que habita enfrente de Plaza de Mayo, y no a las mafias policiales y judiciales que moran en provincias e intendencias, con la mayor o menor acción u omisión de quienes las gobiernan. Es una paradoja francamente interesante: los que se desgarran las vestiduras por la afectación de las instituciones de la república son los primeros en desconocer cómo funcionan.
Esa lógica del facilismo analítico, que obtura abordar la complejidad de los procesos sociales, económicos, siempre finalmente políticos, fue abordada en forma tan sencilla como contundente por el sociólogo Carlos de Angelis, en una columna que el miércoles pasado publicó Página/12. El autor se aplica a que, año electoral de por medio, vuelven a surgir nombres de famosos para ocupar espacios en las listas de candidatos. “Famosocracia” es el título ad hoc de la nota, pero al suscripto le parece que sus alcances exceden a las estrellas mediáticas de diferentes ámbitos. Dice De Angelis, respecto de los “opinators” con entrenamiento actoral generalizado, que “(...) el público-votante-espectador-ciudadano los comprende rápidamente, (...) lo cual genera empatía e identificación, como un tío divertido en una fiesta de fin de año. (...) Desde sus posturas ‘despolitizadas’ despiertan filosos comentarios que penetran en los hogares con más facilidad que cualquier alocución en un acto solemne”. Y remata: “(...) Los débiles compromisos partidarios o ideológicos de los famosos, en la arena política, también les permiten abordar o expresarse sobre determinadas cuestiones sin esperar avales, o depender de la ‘coherencia partidaria’. (...) Suelen tener tanta facilidad para manejarse ante las cámaras como para escaparse con gran habilidad de los temas controvertidos, o que les exigen consistencia o capacidad analítica. ‘No soy político’, responden. También (...) se debe decir que frente a la desaparición de las representaciones político-ideológicas con plataformas, programas y propuestas, los famosos conforman otras representaciones: las de un relato del triunfo individual sin historia y sin compromiso más que, claro está, con la gente”. El periodista se pregunta si los comprendidos en este tipo de relato hipócrita y egoísta, tan bien descripto por el sociólogo, son sólo los miembros del vedetismo mediático. Y de quienes los consumen, por cierto. ¿No hay también algo o muchísimo de eso, de ese relato descomprometido, entre una “clase” política que –con o sin training mediático– sólo se reconoce en la demagogia de prometer que el paraíso está a la vuelta de la esquina? (con el agravante de que la enorme mayoría de sus actores ya tuvo su oportunidad ejecutora o legislativa, para que así nos fuera).
La Presidenta dio el viernes un discurso que, objetivamente, es juzgable como descomunal. Aunque sería lícito, no es la intención de que el adjetivo incluya, principalmente, haber hablado casi cuatro horas sin recurrir a papeles más que en lo imprescindible de datos numéricos puntuales; mostrar una seguridad impertérrita en todas sus oraciones, gestos e inflexiones vocales; exhibirse, en síntesis, como una jefa de Estado con la que se puede coincidir mucho, poquito o nada. Pero jefa de Estado sin la más remota duda. Repasó no uno sino diez años de gestión. No agredió en ningún concepto. Abrumó con ejemplificaciones y propuestas de gestión, en todos los ámbitos del ejercicio gubernamental. Se reveló didáctica en materias que el falso sentido común secundariza, como al recordar que el pago de Impuesto a las Ganancias por parte de los jueces ya fue aprobado por el Congreso y rechazado por la Corte Suprema en 1996. Evidenció las maniobras de corporaciones de prensa con el negociado de las AFJP. Hizo otro tanto con la complicidad de sectores de la familia dirigencial judía en la impunidad del atentado a la AMIA, ahora que esos mismos fragmentos le cargan traficar muertos. Y de yapa avisó que no se reformará ninguna Constitución.
Frente a esa secuencia impresionante de conceptualización y señalamientos, aun incluyendo que a Cristina le faltó autocrítica, fue más ¿asombroso? todavía el vacío de opiniones opositoras que no fueran eso: no decir ni mu. O remitirse a “me voy de acá”, “quiere avanzar sobre la Justicia” (¿Por qué? ¿Quieren dejarla como está?) y muy poco más. O más bien, nada. Quien habla no recuerda semejante estado zombie, de toda una oposición junta, al cabo de un discurso presidencial de apertura de sesiones legislativas.
Se aceptan retruques, por supuesto. Pero que no sean insultar por insultar, porque después se preguntan por qué en las urnas gana esta administración desde hace varios años y por qué es la única que moviliza con sentido ideológico. Y la única respuesta que encuentran es seguir puteando.
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