Mar 05.03.2013

EL PAíS  › OPINIóN

El referéndum en Malvinas o la autosatisfacción británica

› Por Marcelo G. Kohen *

El 10 y 11 de marzo próximos unas 1500 personas habilitadas para votar en las Islas Malvinas van a pronunciarse para decir si desean o no que las islas “continúen siendo un territorio británico de ultramar”. Sus organizadores lo llaman referéndum de autodeterminación. En realidad, debería llamárselo “referéndum de autosatisfacción”. Se trata de un plebiscito organizado por el gobierno británico para que ciudadanos británicos afirmen que quieren que el territorio en el que residen siga “siendo” británico.

Este puro ejercicio propagandístico no alterará en nada la situación existente. Las Islas Malvinas continuarán siendo consideradas por las Naciones Unidas como un territorio sujeto a descolonización. No es la potencia administradora quien decide sobre la manera de poner fin a una situación colonial y si el territorio debe cesar de estar inscripto en la lista de “territorios no autónomos” de la ONU. En el pasado, fue la ONU quien organizó y fiscalizó referéndum de libre determinación cuando estimó que ésta era la manera de descolonizar. El último de ellos fue el que permitió a Timor Oriental devenir independiente en 2002. Sigue pendiente el referéndum en el Sahara occidental, otro territorio no autónomo, para el cual la ONU estableció una operación específica: la Minurso (Misión de las Naciones Unidas para la Organización del Referéndum en el Sahara Occidental). El caso de las Malvinas está en las antípodas. Las Naciones Unidas no decidieron su realización. No lo organizan. No lo fiscalizan. No intervinieron ni intervendrán en lo más mínimo en él. El Reino Unido ni siquiera buscó su participación. El gobierno británico sabe que no contará con apoyo alguno de las Naciones Unidas, pues ya efectuó el mismo ejercicio en Gibraltar, sin obtener ninguna modificación del status de dicho territorio en la ONU. Tampoco logró incluir una referencia a la libre determinación en las resoluciones sobre Malvinas. La razón es simple. Contrariamente a los ejemplos de Timor Oriental y Sahara occidental, las Naciones Unidas han establecido que la manera de poner fin a la especial situación colonial de las Islas Malvinas es la solución de la controversia de soberanía entre la Argentina y el Reino Unido. En la solución de la disputa, se deberán tener en cuenta los intereses de los habitantes actuales de las islas, pero no se les reconoce a éstos la calidad de un pueblo distinto con derecho de libre determinación.

El Derecho Internacional distingue tres categorías de comunidades humanas: pueblos, minorías y pueblos autóctonos. Sólo los primeros tienen derecho de libre determinación externa, es decir, pueden decidir el destino del territorio en el que habitan. A diferencia de otros casos en que las víctimas del colonialismo eran pueblos sojuzgados, en el caso Malvinas la víctima fue un Estado soberano en los albores de su independencia. La Asamblea General no reconoce la existencia de un pretendido “pueblo falklander” con derecho de libre determinación. Son ciudadanos británicos que llegaron a las islas después de que la potencia colonial expulsara a las autoridades y población argentinas e impidiera que la población argentina pudiera regresar. Al mismo tiempo que se negaba a discutir la controversia con la Argentina, el Reino Unido controló desde siempre la política migratoria del territorio insular. Se trata de una población que no tiene un crecimiento demográfico normal, cuya composición depende de la llegada de personas provenientes esencialmente de la metrópoli. El número total de habitantes ha rondado los dos mil desde hace más de un siglo. Cuarenta por ciento de la población actual llegó a las islas hace menos de diez años y ese porcentaje se repite aproximadamente censo tras censo, con residentes que parten y otros que arriban. Sin contar los miembros de las fuerzas armadas británicas, 14 por ciento de los habitantes reside en la segunda “localidad” de las islas, creada después de 1982, la base militar de Monte Agradable. Los habitantes nacidos en las islas son una minoría. El cuerpo electoral está constituido únicamente por aquellas personas que poseen ciudadanía británica. Aplicar la libre determinación a semejante población sería desvirtuar el principio para perpetuar una situación de colonialismo territorial. Por supuesto, eso no quiere decir que sus habitantes no gocen de otros derechos. Simplemente, mil quinientos ciudadanos británicos no tienen el derecho de decidir una controversia de soberanía entre la Argentina y el Reino Unido que envuelve más de tres millones de kilómetros cuadrados entre territorio y espacios marítimos, una superficie mayor que la de la Argentina continental y doce veces la del Reino Unido.

Para intentar ocultar esta manipulación del principio de libre determinación, el gobierno británico despliega actualmente una nueva estrategia. Ya no habla más, como hasta hace poco, del carácter “eminentemente británico” de las islas. Ahora se trata de vender la imagen de la existencia de un pueblo falklander, totalmente distinto y separado del pueblo británico, y por supuesto, del argentino también. Quien lee la propaganda británica puede creer que se trata de un “pueblo” que vive en las islas desde hace nueve generaciones y que está compuesto por gente de orígenes muy diversos. Las cifras mencionadas hablan de una realidad muy diferente. Por primera vez en la historia, el censo del año pasado no menciona cuántos son los habitantes nacidos en las islas. Tampoco menciona la nacionalidad de sus habitantes. Se preguntó a la población cómo se sentía desde el punto de vista de la “identidad nacional”. Las cifras publicadas son que 59 por ciento respondieron “Falkland Islanders” y 29 por ciento “británicos”. En realidad, muchos de quienes hoy se autoidentifican como “isleños” son británicos llegados del Reino Unido, como funcionarios o en particular al momento de la bonanza económica motivada por los permisos de pesca. La mitad de los miembros de la Asamblea Legislativa se encuentra en esta situación. Por su parte, aun una persona que tenga ciudadanía británica y estatuto local, si ha declarado “su lealtad o adhesión a un Estado extranjero”, no puede ser elector o candidato. No hace falta mucha imaginación para saber cuál es el Estado “extranjero” en cuestión. En cuanto a los pocos habitantes argentinos, lo son únicamente por ser cónyuges de residentes con ciudadanía británica. Como lo prueba la práctica existente desde hace mucho tiempo, la ley no escrita impone que no se otorguen permisos de residencia a los argentinos y menos aún que puedan comprar tierras u otras propiedades. Hasta herederos argentinos han sido obligados a vender propiedades recibidas por sucesión. Durante diecisiete años, ninguna persona con documentación argentina podía siquiera visitar las islas. La mano de obra para las tareas que los británicos no desean realizar es garantizada por una presencia chilena y de Santa Elena, otra colonia británica en el Océano Atlántico.

La maniobra británica tiene muchas paradojas. ¿Por qué no haber hecho el referéndum mucho antes, si la cuestión se debate en las Naciones Unidas desde hace casi medio siglo? Si Londres la pone en práctica ahora, es por cuatro razones fundamentales. Primero, porque la Argentina logró en los últimos tiempos volver a colocar la cuestión Malvinas en la agenda internacional. Segundo, porque la solidaridad sudamericana en particular va más allá de la sola posición de principio, para adoptar medidas concretas. Tercero, porque el gobierno argentino puso fin a la política británica de obtener arreglos prácticos con el fin de explotar los recursos naturales del territorio en disputa y de sus espacios marítimos, sin negociar la controversia de soberanía. Cuarto, porque resulta cada vez más difícil a Londres sustentar su negativa a negociar. Su última operación mediática consiste en mostrar a la Argentina como el país renuente al diálogo. La Argentina no se opone a la presencia de isleños en las negociaciones. Naturalmente, cada una de las dos partes decide por sí misma la composición de su delegación. Pero para ello debe haber negociaciones, no imponerle a la otra parte su posición y no excluir lo que constituye la cuestión central: la disputa de soberanía. El gobierno británico desea únicamente que la Argentina acepte negociar sobre la manera de facilitarle la explotación unilateral de la pesca y el petróleo, y que lo haga con el llamado gobierno de las islas como una tercera parte en la disputa. En otras palabras, que haya dos partes británicas y una argentina y que no se aborde la controversia de fondo. De ello se trató en el show mediático organizado por el canciller William Hague en Londres hace un par de semanas.

La operación refrendaria británica difícilmente hubiera tenido eco alguno en el siglo pasado. Es la tergiversación del derecho de libre determinación por parte de la potencia colonial que más tardó en reconocerle su carácter de regla jurídica. El Reino Unido sólo lo hizo cuando la mayoría abrumadora de sus antiguas colonias ya se había emancipado. Aun así, lo hizo de manera fragmentaria y procedió a violarlo, como lo muestra la expulsión de los dos mil habitantes autóctonos del archipiélago de Chagos. Por supuesto, no hubo referéndum de “autodeterminación” cuando el gobierno de Margaret Thatcher restituyó Hong-Kong a China, su legítimo titular. Menos aun se les concedió la ciudadanía británica plena a los cinco millones de chinos que habitaban el territorio, como lo hizo el mismo gobierno con los dos mil habitantes de las Malvinas, éstos de origen europeo. En otras palabras, la libre determinación es un falso argumento para mantener los últimos resabios del Imperio Británico, sin justificación jurídica alguna.

La propaganda británica, a la que han sucumbido algunos intelectuales argentinos, apunta a mostrar que lo que cuenta son los habitantes y no los territorios. No siempre este atractivo aforismo es cierto. Por ejemplo, después de la Primera Guerra Mundial, Francia invocó que no correspondía organizar un plebiscito en Alsacia-Lorena, ya que desde 1871 –año del traspaso del territorio a Alemania– miles de franceses habían preferido irse antes que estar sometidos a la soberanía alemana, y que en contrapartida, miles de alemanes se habían instalado en él. Cuando la población sueca de las Islas Aland, bajo soberanía finlandesa, planteó su libre determinación para integrarse a Suecia, la respuesta fue una amplia autonomía, pero bajo la soberanía de Finlandia. En casos recientes de controversias territoriales dirimidas ante la Corte Internacional de Justicia, los fallos reconocieron la soberanía de un Estado aunque el territorio en cuestión estuviera habitado por ciudadanos del otro. Por ejemplo, cien mil nigerianos que habitan en la península de Bakassi, muchos de ellos desde varias generaciones, se encuentran bajo la soberanía de Camerún. La Corte de La Haya reconoció que los derechos adquiridos de dichos habitantes deben ser preservados por el Estado soberano, algo que en el caso de las Malvinas la Argentina ya se ha comprometido a hacer en la Constitución nacional.

La propaganda británica se esfuerza por hablar de la “democracia” isleña. Ni siquiera es un referéndum con un mínimo de debate. Nadie hace campaña por el “no”. En una sociedad estrecha en la que cada uno sabe todo del resto, cualquier disonancia es sinónimo de traición. Ni siquiera los “independentistas” osan llamar a votar “no”. La posición argentina es tergiversada y la lectura de la historia y del derecho aplicable a la disputa que se inculca es deformada. El gobierno de David Cameron, que ha aceptado que Escocia decida seguir o no siendo miembro del Reino Unido, exige allí que el referéndum se organice con todas las opciones explicadas claramente y con asesoría de expertos independientes. El contraste es evidente. También lo es que para que los escoceses puedan decidir sobre su independencia, el gobierno británico haya estimado que era necesario su consentimiento y que una secesión unilateral no era válida. En Canadá, la Corte Suprema considera que aun si un plebiscito en Quebec arrojara un resultado favorable a la independencia, ello no sería suficiente. Quebec debería negociar con las otras provincias y el gobierno federal sobre si accede a la independencia o no. Ejemplos elocuentes que, salvando incluso las grandes distancias que separan los casos mencionados con el de las Malvinas, muestran que la opinión de los habitantes de un territorio no basta para decidir su destino.

Londres y su administración local insisten en que las Malvinas ya no son una colonia. Se trata en realidad del mismo sistema con ropaje nuevo. El 10 y 11 de marzo, los electores británicos votarán para que Londres continúe nombrando a dedo al gobernador de las Islas, tradicionalmente un diplomático del Foreign Office que pisa las islas por primera vez cuando asume, luego de haber sido embajador en algún país. No es una mera figura decorativa. El gobernador tiene capacidad para implementar una ley o tomar una decisión aun en contra de la opinión de la Asamblea Legislativa o del Consejo Ejecutivo. El comandante de las fuerzas británicas es una figura inscripta en la “Constitución” de las islas. Junto al procurador general –nombrado por Londres– forman parte de la Asamblea legislativa, aunque sin derecho a voto. La “Corte Suprema” está constituida por un juez que también viene de Londres.

La Argentina tiene mucho más que ofrecer que este sistema colonial británico de manejo de territorios. Unas Malvinas reintegradas efectivamente a la soberanía argentina tendrían una verdadera autonomía en la que sus habitantes elegirían ellos mismos a su gobernador y tendrían su representación en las instancias parlamentarias nacionales. Pero ese tipo de cuestiones sólo podrá discutirse cuando el Reino Unido cumpla con su obligación de resolver la controversia de soberanía por medios pacíficos. En otras palabras, cuando haya negociaciones sobre la cuestión central que separa a ambos países. Mientras tanto, el 12 de marzo todo seguirá igual, a pesar de la vana demostración muscular del Reino Unido.

* Profesor de Derecho Internacional en el Instituto de Altos Estudios Internacionales y del Desarrollo de Ginebra. Fue abogado de la Argentina ante la Corte Internacional de Justicia en el caso de las pasteras en el río Uruguay y ante el Tribunal Internacional de Derecho del Mar en el caso de la Fragata ARA Libertad.

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