EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca
La palabra socialismo tiene un enorme poder evocativo. Nos acerca la memoria de la lucha de los explotados por la justicia y la igualdad, nacida en las entrañas de la revolución industrial. Significa el célebre tránsito teórico de las masas sacrificadas por el progreso capitalista a la condición de “clase universal”, portadora histórica de una nueva civilización humana. Muchas cosas se hicieron y se sufrieron en nombre de esa palabra: nacieron nuevos derechos, se consumaron revoluciones, nació un nuevo tipo de partido político y un nuevo tipo de militante –ideológicamente convencido, audaz y potencialmente heroico– poco propenso, en general, a los matices y a las contradicciones. También se desarrollaron procesos de burocratización autoritaria que concibieron crímenes masivos, consumados en su nombre. Aun así, el estado social, el mejor logro del capitalismo en dos siglos de sociedades construidas en su nombre, fue el modo en que los socialistas enfrentados con sus pares soviéticos recogieron los frutos de las tensiones y esperanzas generadas por la gran revolución rusa de 1917.
En los noventa, el socialismo vivió su peor momento. Entre 1989 y 1991 había implosionado en la Europa del Este el sistema de países que lo llevaba inscripto en sus banderas. Fue la época de las “terceras vías” y los “nuevos centros” que llamaban a flexibilizarlo, a ponerlo en condiciones de convivir con el individualismo radicalizado, con el debilitamiento de la identidad colectiva; a convertirlo, en última instancia, en el rostro si no agradable, por lo menos soportable de la revolución neoliberal. Un lúcido filósofo liberal, Richard Rorty, llegó a decir, a favor de su planteo de que las izquierdas necesitaban un “nuevo vocabulario”, cosas como ésta: “Los visitantes de la Europa Oriental nos van a empezar a mirar con estupefacción si seguimos usando el término socialismo para describir nuestros objetivos políticos”.
La palabra socialismo ha ido recuperando parte de su interés en los primeros años de este siglo. Curiosamente, esa recuperación no ha venido de la mano de quienes reivindican su condición de albaceas hereditarios de la honrosa tradición de pensamiento nacida en el siglo XIX; por el contrario, lo más característico de estos años ha sido la declinación electoral y, lo que es más grave, política, de gran parte de los partidos agrupados en la Internacional Socialista y sus fuerzas afines. Con la excepción del socialismo francés, los partidos europeos de esa denominación han perdido el gobierno de sus países y son vistos por sus pueblos menos como portadores de nuevas esperanzas que como parte de la crisis y, en algunos casos, de la descomposición de sus sociedades. El socialismo ha vuelto a ser el santo y seña de procesos transformadores particularmente en los países sudamericanos. Poderosas fuerzas políticas de la región, incluidos varios de sus gobiernos, la invocan como horizonte deseable de sus naciones y como propuesta política central del nuevo siglo.
En estos días, la muerte del presidente venezolano ha conmovido a América latina y al mundo. Ha excitado pasiones políticas universales desde la geografía latinoamericana, como solamente lo habían hecho en los últimos tiempos la revolución sandinista y, especialmente, la revolución cubana. Los partidos llamados “socialistas” y socialdemócratas, en su mayoría, no se han sentido positivamente interpelados por la personalidad y la experiencia bolivariana conducida por el comandante Hugo Chávez. Más bien han adoptado la retórica de la condena al populismo y han militado a favor de una clasificación maniquea del proceso regional transformador que separa a las “izquierdas modernas y democráticas” de los “populismos arcaicos”. Chávez entró decidida y prototípicamente en el último casillero. El líder bolivariano construyó y desarrolló una experiencia nacional-popular en un ciclo político regional y mundial de índole transformadora que él mismo y su experiencia de gobierno contribuyeron a impulsar. En la florida verba de Chávez, socialismo fue el nombre de la dignidad de una nación y del proyecto de una unidad de la patria grande sustentada en valores de justicia social y soberanía nacional ampliada a escala regional. Una vez más –como con Sandino, Perón y Fidel Castro– la izquierda doctrinaria, ésa que según Cooke planeaba revoluciones con escuadra y tiralíneas, no se sumó a la experiencia. Ahora el rechazo ya no se fundamenta en la apelación a preceptos estratégicos extraídos de otras experiencias sino en los nuevos códigos doctrinarios adoptados en los años de gloria del neoliberalismo. Ahora lo que fundamenta el rechazo es la preocupación por las instituciones, la moral pública y los derechos de las minorías. Cualquiera que quiera comprobar el linaje de estas retóricas puede provechosamente revisitar las alocuciones eclesiásticas y militares previas a los golpes antipopulares que jalonaron nuestra historia nacional durante el siglo pasado. Lo cierto es que el chavismo reintrodujo parte del viejo vocabulario cuya definitiva extinción se profetizaba a fines del pasado siglo. Fue el primero en darle aura estatal al regreso de palabras como capitalismo, imperialismo, clases trabajadoras, justicia social, soberanía nacional. Su “socialismo del siglo XXI” no fue un homenaje protocolar a una ideología anciana e impotente sino la gran promesa de enlazar los viejos símbolos con las tareas de una nueva época regional y mundial. Acaso eso explique una conmoción mundial por la muerte de un presidente latinoamericano con muy pocos antecedentes históricos.
Desde las filas del Partido Socialista de nuestro país, su máximo dirigente, Hermes Binner, ha afirmado que, de haber votado en Venezuela, lo habría hecho por Capriles, líder de la oposición antichavista. El lógico revuelo llegó a las propias fuerzas que se reclaman de “centroizquierda” y forman parte del frente que lidera Binner. Sin embargo, es un revuelo artificial en buena medida, como si quienes lo expresan hubieran descubierto recién ahora la orientación ideológica del dirigente, la naturaleza del frente político que integran y la contradicción entre la retórica centroizquierdista y la práctica política real a la que le dan sustentación. La verdad es que la definición de Binner es mucho más coherente que la de la mayoría de quienes lo critican desde el interior de la coalición que encabeza. El jefe socialista no tiene que explicarle a nadie las razones por las que rechaza la experiencia chavista: son las mismas por las que se opone al kirchnerismo y está dispuesto a ampliar su política de alianzas manteniendo y profundizando esa orientación básica antigubernamental. Más difícil de sostener es la posición de quienes alaban al líder bolivariano que acaba de morir, mientras ejercen una oposición frontal a un gobierno orientado por los mismos valores y sólidamente aliado a él en la agenda de la integración regional y sus principios rectores. Seguramente habrán oído muchas veces en boca de sus socios la afirmación del “chavismo” de la política kirchnerista.
Socialdemocracia y progresismo han sido también parte central del vocabulario con el que el radicalismo bonaerense fundamentó, hace pocos días, su proyecto de alianzas interpartidarias hacia las elecciones legislativas del próximo octubre. La UCR provincial reafirmó su condición de “partido nacional, progresista y socialdemócrata” y llamó a explorar posibilidades de coalición con fuerzas políticas afines a esa inspiración. Es muy significativa la posición que ocupa esa autodefinición en la argumentación del texto. Es de ella que se deduce la voluntad partidaria de “reemplazar el actual modelo desde una visión de centroizquierda, que avente las chances de una nueva experiencia neoliberal noventista”. En buen romance, eso significa que no concurrirán al frente único antikirchnerista que impulsa el establishment bajo la batuta del macrismo. Las palabras (“progresismo”, “socialismo”, “socialdemocracia”) han sido y son usadas con frecuencia para embellecer políticas de acomodamiento al statu quo y a la condescendencia con el sistema de privilegios. El documento radical bonaerense muestra que pueden también ser usadas para evitar alianzas que podrían consumar el agotamiento definitivo de una identidad partidaria con más de ciento veinte años de vigencia en el país.
Es en definitiva una noble tradición política la que se mantiene viva, sigue agitando los espíritus de millones de hombres y mujeres y formando parte del vocabulario de las luchas políticas. No es, como sostiene el establishment neoliberal, la amenaza de regreso de una experiencia de fracaso. Es un emblema honroso, digno de formar parte del lenguaje en una etapa civilizatoria cargada de esperanzas y peligros.
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