Mié 20.03.2013

EL PAíS  › LA CEREMONIA DE INICIACIóN DEL PONTIFICADO REUNIó A DECENAS DE JEFES DE ESTADO, LíDERES CATóLICOS Y DE OTRAS RELIGIONES

Bergoglio ya es definitivamente Francisco

En su homilía ante 160 delegaciones del mundo, dijo que quiere ser el Papa “de los más pobres, de los más débiles, de los más pequeños”. Otra vez tuvo gestos que se salieron del protocolo. La presidenta Cristina Kirchner siguió la ceremonia desde la primera fila.

› Por Eduardo Febbro

Desde Ciudad del Vaticano

Un hombre entra en la historia con dos condiciones: cuando todos los vientos le soplan en contra o cuando cada instante es un pacto benigno y cada gesto un acierto trascendente. Desde hace una semana, Jorge Mario Bergoglio pertenece a esta dimensión: ayer, cuando asumió su pontificado durante la misa celebrada en la Plaza San Pedro, hasta el cielo meteorológico fue conciliador. Después de varios días de lluvia y un viento cortante y helado, el sol salió a recibir al nuevo papa, a la frondosa comitiva de 160 delegaciones de los poderosos del mundo y a los miles y miles de peregrinos que colmaron la plaza para verlo pasar a la estatura de papa. Francisco inscribe su autoridad en los contrastes de los hechos que lo separan de los precedentes papados, y en las palabras. Benedicto XVI se fue del Vaticano con una escenografía fastuosa y una puesta en escena donde la Santa Sede fue hasta ofrecer imágenes espectaculares de Roma y el Vaticano tomadas desde helicópteros. Hollywood puro. El papa argentino fue modesto, humilde, escandalosamente terrenal para la curia acostumbrada a los fastos de la función.

En vez de papamóvil, Francisco se paseó por la plaza en un jeep al descubierto, se bajó para saludar a un discapacitado y puso una sólida piedra más en el mito naciente del “Buen Francisco”. Allí donde se vaya, en los acibarados negocios de souvenires o en los vicoli del Borgo, Trastevere o Piazza Spagna, Francisco es un intocable. “Por favor, no escriban nada malo sobre él”, decía ayer a los periodistas el mozo de un barsucho contiguo al Vaticano.

Las palabras acompañan los signos del cambio. Siguiendo con su hilo discursivo –“una Iglesia pobre para los pobres”–, Francisco dijo en su homilía y con un italiano atizado de acentos porteños que quiere ser el Papa “de los más pobres, de los más débiles, de los más pequeños, de quienes tienen hambre, sed, son extranjeros, están enfermos o en la cárcel”. Un papa de desposeídos en un mundo de poseedores y especuladores. El discurso de Francisco se distingue por otro detalle mayor: no habla tanto del amor a Dios, sino del amor al prójimo, de la conciliación entre los interlocutores: “No debemos tener miedo de la bondad ni de la ternura. El odio, la envidia y la soberbia ensucian la vida”. Por un instante, entre cantos rituales y expresiones olvidadas, las feroces intrigas vaticanas, los arreglos que condujeron a su elección, los complots supuestos o reales de este u otro Estado se evaporaron en la memoria. Francisco les hizo creer que aquello que ya casi no existe, que aquello que la misma Iglesia destruyó con sus sucias tramas estaba de nuevo al alcance de la mano: una Iglesia al servicio de quienes nada tienen, una Iglesia que se consagra a los otros y no a sus intrigas. El Papa eligió para su homilía inaugural la onomástica de San José: “Es cierto –dijo–, Jesucristo le dio un poder a Pedro. Pero, ¿cuál es ese poder? No olvidemos jamás que el verdadero poder es el servicio y que también el Papa, para ejercer el poder, debe poner sus ojos al servicio humilde, concreto, rico de fe de San José y, como él, abrir los brazos para custodiar a todo el pueblo de Dios y recibir con ternura y afecto a toda la humanidad”.

Luego se dirigió a los responsables políticos presentes y les dijo: “Quisiera pedir, por favor, a todos aquellos que ocupan puestos de responsabilidad en el ámbito político, económico y social: seamos custodios de la creación, del designio de Dios inscripto en la naturaleza, guardianes del otro, del medio ambiente. No dejemos que los signos de destrucción y de muerte acompañen el camino de nuestro mundo. (...) Custodiar quiere decir entonces vigilar sobre nuestros sentimientos, nuestro corazón, porque es de allí de donde salen las intenciones buenas y malas, las que construyen y las que destruyen”. Había muchísimas banderas argentinas en la plaza y también muchos argentinos. Emocionados y orgullosos, opositores al Gobierno y dispuestos a interpretar las palabras del Papa como un mensaje a la Presidenta, otros eran kirchneristas subyugados, al contrario, por los gestos mutuos de reconciliación entre el Papa y la Presidenta. Había de todo en esa viña urbana del señor que es la Plaza San Pedro. “Este papa va a cambiar el mundo”, decía María Angélica, una ítalo-argentina oriunda de La Rioja. A un cordobés se le ocurrió izar en el centro de la plaza un muñeco con la camiseta de la Selección Argentina de fútbol y el número 10 en la espalda.

Entre romanos, alemanes, argentinos, ecuatorianos o chinos, todos se pegaron un buen madrugón para estar en los primeros puestos. A las seis y media de la mañana ya había gente en la plaza ocupando sus lugares. “Nosotros, por el papa de antes, nunca hubiésemos hecho tantos sacrificios. Benedicto XVI no nos inspiraba amor; pero por Francisco nos hubiésemos pasado la noche aquí si hacia falta”, decían Georgio y Antonella, dos romanos de los suburbios. Un alemán comentaba: “Recién acaba de llegar, recién lo descubrimos, pero uno siente que está en nuestro corazón desde hace mucho”. El Vaticano respetó al pie de la letra los códigos diplomáticos de la ceremonia. La presidenta Cristina Fernández de Kirchner tuvo el mejor lugar y fue la primera en pasar a saludar al Papa. La jefa de Estado se mostró emocionada cuando lo saludó. Francisco rompió además unas cuantas reglas invitando a la ceremonia a los jerarcas de las Iglesias de Oriente.

Por primera vez desde el cisma de 1054, el primado de la Iglesia Ortodoxa de Constantinopla, Bartolomé Primero, estuvo presente. Los auténticos deberes terrenales comienzan ahora. El papa Francisco logró en un puñado de días hacer cuerpo con una Iglesia de los pobres. El ejercicio de comunicación fue perfectamente diseñado. Pero para que esta Iglesia sea la que él promete, antes hay que modificarla por dentro, sanear sus raíces, su sistema de gobierno, las nada virtuosas disputas de poder, los trámites maquillados del Banco del Vaticano (IOR), apartar a los curas pederastas y abusadores de menores, terminar con la persecución interna contra quienes encarnan una Iglesia social auténtica, una Iglesia de justicia, de justos, una Iglesia que ponga sus ojos en esa otra Iglesia que vive en los puntos de fractura del planeta, que son tantos y crecen tanto que terminarán por hundir al ser humano mientras las castas oligarcas y privilegiadas se salvan en el arca de las finanzas. Y también una Iglesia de la verdad. El Vaticano la tiene guardada en sus archivos, verdad sobre la muerte colectiva que arrasó a la Argentina, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay en los años ’70 y ’80. Esa Iglesia debe una explicación a esas sociedades que vieron cómo los representantes locales del Vaticano pactaban con el peor de los diablos, el terrorismo de Estado. Francisco heredó muchas deudas pendientes de esa “Iglesia Universal” con lo particular del ser humano. Ha suscitado una esperanza extraordinaria. Tal vez demasiada.

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