Sáb 22.06.2013

EL PAíS  › OPINION

Black Tuesday

› Por Raúl Gustavo Ferreyra *

En el año 1996, en plena Asamblea Constituyente de la Ciudad de Buenos Aires, planteé la idea de que no era “suficiente” ni “apropiado” que el cierre de la deliberación política estatal quedase en poder de la autoridad judicial. Se recogió buena parte de mis intenciones y se dio carta de ciudadanía constitucional al actual artículo 113, inciso 2 de la Constitución porteña: en caso de declaración de inconstitucionalidad, la norma de alcance general debe ser reenviada a su creador, el Poder Legislativo, para que evalúe sobre su insistencia o no como producto jurídico. El control judicial de constitucionalidad, guste o no guste, posee en la Ciudad de Buenos Aires un control político final de naturaleza ordinaria.

Diez años después, con ideas maduradas, expuse y desarrollé la tesis, con toda la originalidad y novedad, en la obra Reforma constitucional y control de constitucionalidad. La reflexión, por entonces, se dirigió al orden federal y privilegió la crítica a esa verdadera “contrarreforma inconstitucional” que supuso el caso “Fayt”, fallado en 1999 por la Corte Suprema de Justicia.

Hace unos días, la Corte, en el caso “Rizzo”, por mayoría, declaró la inconstitucionalidad de reglas legales generadas por el Congreso federal: Ley 26.855. En primer lugar, la resolución debe ser cumplida, sin objeciones, porque su imperatividad no admite disputa. Dicho ello, intento reflexionar y plantear el debate respecto del marco y contenido de la separación de funciones, el diálogo entre poderes y finalmente (no lo último): los controles recíprocos.

He sostenido que el artículo 114 de la Constitución federal es una “regla inacabada” que abre la posibilidad de la elección popular de consejeros en su propio marco referencial; en cambio, la Corte Suprema (por mayoría) dijo que no: que tal posibilidad no tiene cabida constitucional, pese a que no se trata, a mi juicio, de “inconstitucionalidad manifiesta e inequívoca”, la única que debería dar lugar, eventualmente, al veto judicial. Sí merece tacha de inconstitucionalidad la exigencia de 18 distritos para dar cabida a una oferta electoral; o el intento de desconocer la legitimación del accionante en la causa judicial mencionada.

Se ha heredado un poder de declaración de inconstitucionalidad de los EE.UU., pero no se ha heredado el intenso debate que existe en dicho país desde el siglo XIX sobre el alcance y extensión del veto judicial.

El fallo “Rizzo” debe ser cumplido puntual, detallada y acabadamente. Téngase presente: es la primera vez en 150 años de vida institucional en que la Corte Suprema declara la inaplicabilidad de una “política pública” que constituye paradigma de los departamentos políticos.

Deben pensarse también que las cuestiones de constitucionalidad no son para “sonreír” en la tapa de un matutino ni para “llorar” en la Plaza, porque la sobriedad republicana exige obrar con serenidad.

Por eso, con un fallo judicial que indica que la “autoridad judicial” es quien cierra el debate público (“Rizzo”), postulo que se discuta, precisa y fundadamente, esa misma razón, que los jueces suelen denominar “ultima ratio”, quizá para que no se entienda bien su significado mundano.

No he cambiado mis ideas, concretadas normativamente en 1996 y explayadas científicamente en 2006.

No hace falta decir, porque se deduce de las propias letras que anteceden, que no estoy de acuerdo ni con el “gobierno de los jueces” ni con el “absolutismo presidencial”.

¿O acaso el “péndulo” de nuestro sistema de gobierno organizado constitucionalmente merece o tiene otro apodo?

* Profesor Titular de Derecho Constitucional. Facultad de Derecho, Universidad de Buenos Aires.

PD: el título insinuado no encierra, en sí mismo, una crítica al fallo de la Corte ni la política gubernativa de los departamentos políticos. En 1935, la Supreme Court falló en contra de Franklin Delano Roosevelt declarando la inconstitucionalidad de fragmentos sobresalientes del New Deal, quizá por primera vez en historia judicial con la contundencia que fue efectuada. Políticamente se conoció como “Black Monday” el 27 de mayo de 1935. Por tanto, es un mero juego semántico.

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