EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca
La conformación de las listas para las primarias abiertas ha puesto a la luz pública lo que la elección presidencial de 2011 ya había dejado claramente planteado: el territorio central de la lucha por el rumbo político del país será el peronismo. Solamente con mirar los números de aquella votación alcanzaba para medir las posibilidades de aquellas fuerzas que se presentaban como portadoras de una alternativa bajo la forma del “todo o nada”, es decir con la pretensión de borrar de un plumazo la densa experiencia política de la última década, reducirla a un malentendido histórico, explicarla como una inescrupulosa aventura autoritaria. En aquella ocasión, quienes esgrimieron esa propuesta envueltos en la reivindicación de un “peronismo verdadero”, que retornaba para derrotar a quienes habían usurpado sus credenciales, fueron ignorados casi por completo por los supuestos destinatarios de esa prédica; entre los dos candidatos –Duhalde y Rodríguez Sáa– obtuvieron poco más del trece por ciento de los votos.
Quienes hoy se obstinan, desde diferentes lugares, en conformar una alternativa de la derecha clásica con el peronismo como soporte territorial y en abierta oposición al kirchnerismo son claramente los principales derrotados de este capítulo preelectoral. El modelo 2009 –no hace tanto tiempo como parece– fue el punto más alto alcanzado por esa empresa; De Narváez y Solá más la presencia virtual de Macri derrotaron electoralmente nada menos que a Néstor Kirchner en la provincia de Buenos Aires. Fue la primera oleada de la doctrina del “fin de ciclo” y del “poskirchnerismo”, rápidamente adoptados como santo y seña por las corporaciones mediáticas y sus adyacencias intelectuales. Hay que decir que esa estrategia era y es la línea política principal del bloque principal que articulan los oligopolios comunicativos, preocupados no solamente por derrotar al actual gobierno sino por asegurar que esa derrota funcione hacia el futuro como un factor de redisciplinamiento político, en el sentido del carácter necesario del fracaso de cualquier experiencia transformadora en la Argentina. La propuesta política de un final catastrófico del ciclo parecía crecer cuando en la Cámara de Diputados se concretaba el llamado Grupo A, que tuvo su momento más glorioso en la repartija sin antecedentes de direcciones y mayorías en las comisiones parlamentarias contra la primera minoría electoral. Después, nada o casi nada; apenas el logro de obligar a la Presidenta al veto de una ley que otorgaba el 82 por ciento a los jubilados, sin ningún fundamento sobre las fuentes a las que recurriría el Estado para garantizarlo; es decir, una ley hecha para el veto.
Entre 2009 y 2011 naufraga la línea del “poskirchnerismo” entendida como negación de todo valor de la experiencia de estos años y como derrumbe liso y llano del gobierno. La última elección parecía haber sido el golpe de gracia para esa estrategia, pero la incompartida centralidad ideológica de los grandes medios en la conformación de la agenda y el discurso opositor la sostiene en el centro de la escena. Las marchas de las cacerolas la mantienen viva en el corazón de un sector de las clases medias, que construye el mapa cognitivo de la realidad argentina con las tapas de los principales diarios y su rebote incesante a lo largo de las cadenas mediáticas dominantes en el mercado. Elisa Carrió es la mejor intérprete política de esta escena y Lanata ha devenido su principal comunicador. Pues bien, ésta es la propuesta política que ha quedado casi totalmente desarticulada con el armado de las listas; no hay unidad electoral de la oposición y más bien parece haberse acrecentado la dispersión precedente. El acercamiento entre el radicalismo y el FAP es el máximo logro en este sentido, alcanzado sobre la base de un debilitamiento del perfil del centroizquierda y algunas deserciones en su interior. El “macriperonismo” no acabó de nacer y para nada desmiente esta afirmación el acceso de algunos macristas a lugares secundarios de la lista de Massa, con muy poco celo por su identidad PRO a la hora de negociarlas. Habrá que ver qué suman electoralmente las figuras famosas en algunos distritos, pero puede adelantarse que la pretensión presidencial de Macri ha quedado en las vecindades del fracaso.
La candidatura de Massa significa una pelea por cambiar el eje de la disputa política argentina. Un poco vulgarizado, el nuevo eje podría formularse así: no se trata de derrotar al kirchnerismo sino de superarlo y eso debe hacerse desde su propia experiencia de gobierno. Se logra demostrando que se puede gestionar bien sin necesidad de confrontación permanente. Y se puede conservar las conquistas de esta década modificando el clima político en la dirección del diálogo y la convivencia política. Hasta aquí sería la superación del “precaprilismo” de la oposición argentina, del que se ha hablado alguna vez en esta columna. Pero el parecido con el líder opositor venezolano termina ahí: en la Argentina kirchnerista los partidos y las tradiciones políticas no implosionaron con la crisis; el peronismo sigue siendo la gran mediación política de los liderazgos populares, cualquiera sea su repertorio ideológico. Y el fracaso de la última oleada de “ciclo cumplido” y poskirchnerismo dejó muy claro que la erradicación de la experiencia de este período histórico de la memoria peronista es una tarea imposible. Ni siquiera la garantizaría una ruptura por la vía de la desestabilización: el kirchnerismo ya no es hoy un conjunto de dirigentes que actúan en común, sino el nombre de una época política signada simultáneamente por la expansión de los derechos y la acentuación del conflicto con los sectores del poder tradicional de la Argentina.
De manera que Massa no es el Capriles argentino, sino el intento de enlazar simbólicamente la experiencia del kirchnerismo con una memoria peronista que lo incluye, pero que a la vez lo supera. Ya no se trataría de trabajar para el derrumbe político sino de crear las condiciones para una transición gradual, un “poskirchnerismo” pacífico y contenedor. El problema de este esquema es que en la Argentina de esta década no hay simplemente una competencia por los cargos decisivos, sino que hay una lucha por el poder. El kirchnerismo ha activado algunas de las más profundas querellas históricas argentinas, no ha dejado a ningún símbolo del poder real a salvo de la necesidad de legitimar esa posición, y de hacerlo no en una escena “normal” sino envuelto en duras confrontaciones. La política argentina no es hoy confrontativa y binaria por una ocurrencia unilateral de quienes están en el Gobierno; lo es porque la decisión política se ejerce hoy en nombre del pueblo tal como éste se expresa electoralmente y no respeta atributos tradicionales incapaces de sostenerse en la ley y en la constitución. La decisión puede hoy ser acertada o equivocada, pero no está subordinada a las “consultas” con los poderes fácticos, consultas que con frecuencia eran el nombre eufemístico de la extorsión.
El desfiladero de Massa es extraordinariamente angosto. Y no se hará más sencillo después de un eventual éxito electoral. El bloque mediático lo ha consagrado ya como la gran esperanza blanca: las principales columnas de opinión de Clarín y La Nación del día siguiente al cierre de listas lo hicieron explícito en términos que parecieran haber salido de la misma pluma. Pero los grandes medios ya han insinuado que su apoyo está condicionado a la agenda del candidato, a sus definiciones. Y a la hora de las definiciones no parece haber mucho término medio en la escena política argentina. En el plano retórico puede construirse un muro entre las conquistas y los conflictos. Puede decirse que no hace falta “crispación” para mantener y aumentar la Asignación Universal por Hijo, para aumentar salarios y jubilaciones, para extender derechos sociales e individuales. El problema aparece cuando se trata de explicar por qué “la caja” –ese diabólico símbolo de abuso estatal y atropello de derechos personales– pudo en estos años sostener las políticas redistributivas, actuar para mantener el nivel de empleo y mejorar sistemáticamente los ingresos. La fortaleza de la caja estatal se sostuvo sobre la disposición a avanzar con medidas de alta conflictividad política: vaya como ejemplo significativo la decisión de recuperar los aportes jubilatorios, antes en manos de grupos financieros, tomada a pesar del irónico escepticismo del entonces jefe de Gabinete Sergio Massa. La “caja” es una expresión concentrada de la decisión de ejercer el poder; por eso se ha convertido en un demonio para quienes manejan otras cajas.
La importancia de la próxima elección está inevitablemente vinculada con las presidenciales de 2015. Es decir, el trecho que tiene que recorrer la nueva versión del poskirchnerismo encarnada por el intendente de Tigre es largo y escarpado. No hay un día de tregua en la disputa política central planteada a lo largo de esta década. Difícilmente pueda mantener por mucho tiempo una imagen de equidistancia con la que no han de colaborar ninguna de las fuerzas que vienen pugnando todos estos años por el poder.
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