› Por Mónica Peralta Ramos *
“Pero sus estridentes ladridos /
sólo son señal de que cabalgamos.”
Goethe, 1808
A diez años de gobierno K, la oposición define este período como una década desaprovechada, frustrada,”no positiva” y perdida. Las críticas al período K son múltiples y diversas. Entre otras cosas, se lo acusa de autoritarismo, de avasallamiento de la “Justicia independiente” y de los medios de comunicación, de fomentar los antagonismos, de aumentar la pobreza y el desempleo, de corrupción, de conculcar las libertades individuales. A nuestro entender, estas críticas giran en el vacío impuesto por una visión de la realidad que oculta las causas estructurales de los problemas actuales. En este sentido, mas allá de lo efectivamente logrado o de los errores y limitaciones de las políticas implementadas, lo más importante de la década K ha sido su contribución a arrojar luz sobre las raíces de la estructura de poder actual, una estructura que impide la unidad nacional y canibaliza al país sumiéndolo en el estancamiento económico, la fragmentación social y la ilegitimidad institucional.
Las sociedades no son simples agregados de individuos. Son estructuras de relaciones sociales entre las que se destacan las relaciones de poder. Estas son relaciones de control y de exclusión que se dan en todos los ámbitos de la vida social. Estas relaciones de poder dan lugar a distintos tipos de conflictos. Toda sociedad es, pues, una trama articulada de conflictos sociales, de cuya resolución depende la estabilidad política y el bienestar del conjunto de la población. En las sociedades modernas, las relaciones de poder económico –de control o exclusión del excedente económico– generan el conflicto principal, aquel que determina en última instancia la posibilidad de desarrollo económico con unidad e identidad nacional. Los conflictos son, pues, inherentes a la vida de las naciones. Su forma de resolución determina el predominio de la civilización sobre la barbarie, de la solidaridad sobre el canibalismo social. La historia demuestra que la preeminencia de la coerción en la resolución de los conflictos lleva, tarde o temprano, a la desintegración social. Por el contrario, la conciliación de intereses diversos en búsqueda de un interés común que supere las mezquindades individuales y tenga como norte la solidaridad social, es un paso adelante en la consolidación de una cultura civilizada y hace posible el crecimiento económico con estabilidad política y bienestar para el conjunto de la población.
Desde nuestros orígenes como nación independiente hemos estado inmersos en el continuo fragor de un enfrentamiento, entre los que tienen más y los que tienen menos, por la apropiación del excedente. A partir de 1930 este conflicto se agudizó. La recesión en los países centrales y la crisis del comercio internacional hicieron posible un mayor crecimiento industrial. La posibilidad de industrializar al país trasladando hacia la industria –a través de subsidios de todo tipo– parte del excedente producido por el sector agropecuario estuvo a la orden del día. Desde entonces, las transferencias de ingresos de un sector social a otro sacudieron a la propia elite dominante y convirtieron al Estado en un verdadero botín de guerra. Estos enfrentamientos se dieron en un contexto político caracterizado por la incapacidad de los que tienen más –y son los menos– de conciliar sus intereses con los de otros sectores sociales y de plasmarlos en un proyecto político capaz de aglutinar al conjunto de la sociedad. Esto explica que los sectores económicamente más poderosos sólo pudiesen acceder al control del Estado con el fraude electoral o las proscripciones. La otra cara de esta moneda fue la existencia de un movimiento popular –el peronismo– que pudo ganar elecciones articulando un proyecto político que nucleaba a diversos sectores sociales. Esta situación llevó a los sectores económicamente más poderosos a un constante ejercicio de la presión corporativa a fin de realizar sus intereses específicos. Cuando esto no fue suficiente, se recurrió al golpe militar. Se configuró así una paradoja que explica nuestro estancamiento económico e inestabilidad política: la asincronía entre el poder económico y el poder político. Esto dio origen a la endémica crisis de legitimidad de las instituciones y a la crisis de representación de los partidos políticos. El terrorismo de Estado fue la expresión más acabada del fracaso de la coerción política y abrió una nueva era donde otros mecanismos coercitivos no ligados al uso de las armas irían a dominar la escena política.
En efecto, en los últimos 30 años el poder de veto de los sectores económicamente más poderosos se ejerció creando y recreando espacios y mecanismos económicos que operan en abierta trasgresión de las normas vigentes, eludiendo así el control del Estado sobre las transferencias de ingresos y provocando una sangría de recursos a nivel cambiario, financiero, e impositivo. En este contexto, la inflación y las corridas cambiarias se convirtieron en los principales mecanismos de desestabilización política y provocaron la caída de gobiernos elegidos democráticamente. Ello fue posible porque en los últimos 30 años se produjo un gran avance de la concentración en la economía. Hoy día, unos pocos grupos económicos nacionales y extranjeros controlan los puntos claves de las cadenas de valor en la producción, comercialización, acopio y distribución de bienes. Este control les permite ser formadores de precios, desabastecer y provocar una inflación incontrolable. Les permite además, especular y provocar corridas cambiarias, acumular divisas, dolarizar activos y fugar capitales. Ningún gobierno anterior a la década K ha podido sobrevivir a este embate.
La devaluación de principios del 2002 provocó una enorme transferencia de ingresos desde los sectores populares hacia los que más tienen y permitió mantener bajo control a la inflación durante los primeros años del gobierno de NK. Las enormes ganancias obtenidas y la fuga de capitales fueron, tal vez, el precio de esta paz efímera. Pero a poco de andar comenzaron los problemas en torno de la apropiación del excedente económico y su destino final. El conflicto con el campo por el aumento de las retenciones a las exportaciones agropecuarias marcó el inicio de una nueva etapa caracterizada por una mayor claridad en los objetivos perseguidos por el Gobierno y en la adopción de una serie de medidas destinadas a fortalecer el mercado interno transfiriendo ingresos hacia la industria y hacia los sectores populares. Paralelamente, comenzaron la espiral inflacionaria y las corridas cambiarias. Estos fenómenos habrían de agudizarse a partir de la reelección de CFK. A diferencia de lo ocurrido con otros gobiernos democráticos, CFK ha enfrentado las corridas cambiarias explicitando sus fines y tomando medidas específicas para tratar de impedirlas. Asimismo, este gobierno ha intentado limitar el control monopólico y oligopólico en algunos sectores de la economía y en la producción y difusión de información. Esto ha despertado una fuerte reacción desestabilizadora que se acrecienta en vísperas de las próximas elecciones.
Lo que está en juego hoy día es la visibilidad de las raíces del poder económico y la posibilidad de utilizar los resortes del Estado para imponer cambios en la estructura de poder, cambios que en sí mismos no son una revolución pero constituyen un salto cualitativo en el desarrollo de nuestro país al pretender una mayor inclusión social y una democracia participativa. El conflicto principal es el que opone a aquellos que reivindican el poder de los monopolios y su derecho “inmanente” a reproducir este control sobre toda la vida de una nación (económica, política y cultural) y aquellos que intentan cuestionar este poder impulsando un desarrollo que incluya a toda la sociedad y “empodere” a los ciudadanos. La inflación, las corridas cambiarias y el fogoneo constante de un relato que demoniza a CFK y a todas las políticas implementadas marcan la temperatura de este conflicto. Este relato de los medios más concentrados intenta ocultar los intereses que mueven a la oposición. Intenta además volver invisible la estructura de poder monopólico. Así, la ley de medios que pretende desarticular el poder monopólico en la producción y distribución de información aparece como un atentado a la libertad de expresión; la reforma judicial que pretende terminar con el control corporativo sobre el Poder Judicial y democratizarlo se presenta como el avasallamiento de una “Justicia independiente”, una Justicia a la que estos mismos medios concentrados se han cansado de considerar “Korrupta”; las políticas sociales se presentan como puro clientelismo y así, sucesivamente.
En los últimos tiempos CFK ha dado un paso de fundamental importancia al convocar a la población y especialmente a la juventud a “mirar para cuidar” los precios de los bienes de consumo. Esto ha llevado al relato de oposición a comparar la situación actual con la República de Weimar y el acceso de Hitler al poder. Este disparate muestra la inescrupulosidad con que se manipula a la opinión pública. Muestra, además, que la participación de la población en el control de las políticas aplicadas es la mejor respuesta a los “golpes de mercado”. Esta política de “mirar para cuidar” debería de aplicarse a toda la cadena de valor de los distintos bienes producidos a fin de que los diversos sectores –productores, trabajadores, pequeñas, medianas y grandes empresas, comerciantes, proveedores etc.– que la constituyen puedan participar en el control de la inflación. Esta convocatoria a “mirar para cuidar” toda la cadena de valor volverá más efectivo el control de precios y permitirá sumar a sectores sociales que deben y pueden ser integrados al proyecto de inclusión social y democracia participativa.
Esta es, entonces, una década ganada porque ha permitido empezar a visualizar las causas estructurales de nuestro estancamiento económico e inestabilidad política. Queda, sin embargo, mucho por hacer. Entre otras cosas, es de fundamental importancia revisar la política de subsidios y monitorear sus resultados a fin de impulsar una industrialización que multiplique una inclusión social sustentable. Hoy día la integración compleja de los conglomerados trasnacionales domina al mundo dando lugar a la desintegración de la cadena productiva a nivel mundial y al control de segmentos cruciales de estas cadenas de valor por parte del capital trasnacional. Entre otros fenómenos, esto ha fomentado una nueva división internacional del trabajo que impone serios límites a la capacidad de los Estados de elaborar y aplicar políticas de desarrollo en sus territorios nacionales. Otra consecuencia ha sido una creciente dependencia tecnológica con el consiguiente impacto negativo sobre la balanza comercial y de pagos y sobre la capacidad de generar empleo en los sectores productivos. Esta dependencia tecnológica afecta en nuestro país tanto al campo como a la industria y perpetúa los conflictos históricos entre sectores empresarios, y entre éstos y los que menos tienen. Es pues imperioso hacer sintonía fina sobre el tipo de estructura productiva que hoy tenemos y sobre los subsidios que el Estado vuelca sobre ésta a fin de introducir los cambios que se necesitan para concretar un desarrollo económico que asegure a mediano y largo plazo la inclusión social y la democracia participativa.
* Socióloga, autora de La economía política argentina. Poder y clases sociales.
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