Vie 05.07.2013

EL PAíS  › OPINION

La Nación, el fascismo y la actualidad

Una mirada del filósofo Ricardo Forster, miembro de Carta Abierta y candidato a diputado, ante la insistencia del diario La Nación de comparar la actualidad política con la que protagonizaron en las primeras décadas del siglo pasado el fascismo y el nazismo en Italia y Alemania.

› Por Ricardo Forster

El diario La Nación, nuestra tribuna de doctrina liberal-conservadora, siempre nostálgico de las épocas de esplendor en las que la república era gobernada por “serios” representantes de nuestras clases dirigentes patrimonialistas, sigue ofreciéndonos su “original” mirada de la historia, una mirada que, como no podía ser de otro modo, tiene como único objetivo el presente y los intentos destituyentes que acompañan esas crónicas entre canallas y desopilantes. Lo que le interesa no es la “verdad histórica” –en la que por supuesto dice creer pero que utiliza sin disimulos para sus operaciones políticas– ni el viaje erudito a una estación lejana del pasado para satisfacer a sus lectores ávidos de recordar otros tiempos mientras se angustian por una escena que los alerta de las posibles repeticiones de la historia. Lejos de concebir esa excursión como una distracción o como un ejercicio especulativo, lo que insiste en buscar es el “juego especular” con una realidad, la actual, que, de acuerdo con su peculiar interpretación, se acerca peligrosamente a ciertos momentos de ese pasado en el que el horror totalitario se hizo carne en la Europa de la primera mitad del siglo XX. Con manos temblorosas los lectores de tan ilustre “tribuna de doctrina” sienten el aliento fétido de una viscosa política inspirada en esos momentos espantosos de un pasado que, astutamente travestido, amenaza con regresar en la Argentina de estos días. Los eternos adalides de la democracia se preparan, cuchillo en mano, a defenderla contra los adoradores del clientelismo y la demagogia. Ya hemos conocido, en otros momentos de la historia del país, las consecuencias de esas “heroicas acciones” llevadas a cabo en nombre del saneamiento y la moral republicanas.

Sacando del ropero de las cosas en desuso los viejos trajes apolillados del antiperonismo de la Unión Democrática, que se cansó de hablar de “nazi-fascismo” a la hora de describir el ascenso del coronel Perón al gobierno en 1946, La Nación, desgranando una inusitada nostalgia por aquellos “combates libertarios” contra la Segunda Tiranía, se dedica, con ahínco sorprendente, a revivir esas cloacales “conexiones” entre el presente y el supuesto pasado fascista de un gobierno popular que siempre refrendó por la vía de las urnas el caudaloso apoyo que recibió de la mayoría de la sociedad. Extraña paradoja que esas denuncias siempre hayan eludido con extrema prolijidad a las interrupciones golpistas de la democracia –en el ’30, en el ’55, en el ’66 y, claro, en el ’76–, interrupciones que le dieron forma a una verdadera genealogía de una derecha homicida que encontraría, con la dictadura del ’76, su máxima cuota de horror festivamente apoyada y legitimada desde un comienzo por ese mismo diario que siempre hizo fe de su hondo apego a las instituciones democráticas. ¿Acaso es un fallido de La Nación vincular experiencias democrático-populares –la del primer peronismo y, ahora, la del kirchnerismo– con el nazi-fascismo, mientras nunca dejó de hacer la apología de las dictaduras y los golpes de Estado que se ensañaron efectivamente con las instituciones de la república, contra las libertades y contra la esencia de la vida democrática? ¿Qué fue, para tan ilustre doctrina liberal, el terrorismo de Estado practicado con saña por Videla y sus acólitos, entre los que no dejó de estar el diario fundado por Bartolomé Mitre que, ahora, “descubre” con “honda preocupación” la posible empatía del gobierno democrático con dos fechas fatídicas –1923 y 1933–? ¿Hay algo más que delirio en esa comparación? Seguramente que sí. Resulta, entre paradójico y sospechoso, que se acuse de cuasi fascista a un gobierno que avanzó, como pocos en nuestra historia, en la recuperación de antiguos derechos conculcados por el neoliberalismo y en la ampliación y promulgación de nuevos derechos sociales y civiles que han expandido el contenido mismo de la vida democrática. Eso parece importarle muy poco al editorialista de La Nación. ¿Qué pensarán muchos progresistas que suelen criticar al Gobierno de este ataque brutal de la derecha mediática? ¿Se atreverán a defender lo conquistado, en especial, en materia de derechos humanos y sociales? ¿Aceptarán “la verdad” de estas antojadizas homologaciones históricas que remiten a lo más visceral del gorilismo nacional?

Primero se trató, en esta pesquisa de referencias anticipadoras del ominoso rumbo que estaría siguiendo el kirchnerismo, del año “1933”, el tiempo oscuro de la llegada del nazismo al poder y punto de partida de la implementación de la maquinaría concentracionaria que culminaría en el exterminio de millones de seres humanos. Ahora, siguiendo su viaje a las usinas de las derechas más tenebrosas, nos recuerda “1923”, el año del ascenso del fascismo al poder en Italia. La sombra de las ideas mussolinianas se extiende –eso dice su editorialista sin siquiera sonrojarse– hasta nuestros días en los que un gobierno “populista” se afana por reducir la autonomía de los poderes a letra muerta. Juego especular para alertarnos del peligro inminente por el que atraviesa el país. Riesgo de perder nuestras libertades y de enajenar el Estado de derecho en nombre de una salvaje búsqueda de hegemonía política. Pérfida genealogía que –eso nos recuerda el diario de Mitre– vincula al gobierno de Cristina Kirchner con la trama más perversa y homicida de los totalitarismos. ¿Desmesura interpretativa?, ¿delirio del editorialista?, ¿apenas una exageración sin segundas consecuencias?

Para quienes imaginaron que después de las críticas que el diario recibió por su editorial titulado “1933” (críticas que incluyeron también desde consecuentes opositores mediáticos hasta una declaración de la DAIA), no iba a caer en un reiterado exabrupto, el editorial del domingo 30 de junio, otra vez titulado crudamente con una fecha ominosa, “1923”, desmiente cualquier posibilidad de error o de escritura desafortunada de la que no seguiría haciéndose cargo ese mismo diario que se propone como “defensor de la república y de las libertades”. Todo lo contrario. Ahí está, de nuevo, la maldita genealogía que intenta construir. Ahí está su más absoluto rechazo a la legitimidad de un gobierno democrático y, lo que tal vez es peor, su liviana interpretación tanto del nazismo como del fascismo: porque si lo que hoy vivimos en la Argentina es homologable al horror exterminador, a la represión más brutal, a la eliminación de todas las libertades, quiere decir que nada de eso ocurrió en la Alemania hitleriana y en la Italia mussoliniana. Las víctimas del horror totalitario son salvajemente despreciadas por el editorialista de La Nación. Si el fascismo, de acuerdo con la lógica del editorial, era parecido a nuestra realidad cotidiana, ¿de qué brutalidades, de qué horrores, de qué violencias estamos hablando? ¿Le interesaron alguna vez las víctimas reales del fascismo o, como ocurrió entre nosotros, nunca se detuvo a criticar a los perpetradores a los que, por el contrario, apoyó desde un comienzo? ¿Dónde está su liberalismo a la hora de hacer tamañas comparaciones históricas? ¿Tan profundo y alucinado es el odio que puede sentir por un gobierno democrático, respetuoso de las libertades públicas y de la división de poderes, que lo ha conducido a un desatino tan enorme? Regresemos y detengámonos en el editorial del último domingo. El comienzo constituye el eje de su estrategia, el punto crucial para conducir al lector a la homologación que se busca con la actualidad nacional. Allí leemos: “Así como el año 1933 marcó la ascensión de Hitler al poder, el año 1922 abrió la puerta del Reino de Italia a la dictadura fascista de Benito Mussolini. El 29 de octubre, luego de la Marcha sobre Roma de los ‘camisas negras’ el rey Víctor Manuel III nombró a Mussolini primer ministro. Formalmente, la dictadura fascista no se implantó de inmediato: ‘il Duce’ fue demoliendo desde adentro las instituciones del Estado de Derecho para controlar la vida civil de los ciudadanos bajo una máscara democrática”. Ni siquiera el disimulo. Todo está escrito como para que el lector establezca, sin ningún tipo de dudas, la relación entre el fascismo, su estrategia de horadar la democracia desde “adentro”, y lo que efectivamente viene haciendo el kirchnerismo.

Luego de recorrer las estaciones históricas que culminaron en la dictadura mussoliniana, haciendo especial hincapié en todo aquello que pudiese encontrar algún tipo de correlato con el peronismo y nuestra actualidad, concluye el editorial con un párrafo antológico y terrible en sus consecuencias interpretativas. Mis disculpas al lector por proferirle otra “sutil” andanada discursiva de la “tribuna de opinión”: “Durante ese período tan oscuro, entre 1939 y 1941, Perón fue agregado militar de la Argentina en Italia y no ocultó su admiración por el régimen fascista (primer eslabón en la cadena de similitudes que nos llevan peligrosamente a la posibilidad cierta de una resolución ‘fascista’ por parte del gobierno de Cristina Fernández, RF), al que definió como ‘un ensayo de socialismo nacional, ni marxista ni dogmático’. El golpe militar del 4 de junio de 1943 recogió mucho de esta experiencia tan directa como intensa y cuya profunda influencia ha tenido secuelas, lamentablemente, hasta nuestros días”. Directo y sin anestesia: el virus del fascismo, inoculado cuando Perón vivió en Italia, sigue vivo entre nosotros y amenaza con vaciar a la república utilizando las estrategias que el editorialista se encargó de refrescarnos concienzudamente. ¿Todo regresa en nuestro país?, ¿como comedia o como tragedia? Sin ocultar sus intenciones, sigue el editorialista con las conclusiones de su juego comparativo: “Desde el tendido de redes clientelistas hasta el exagerado culto a la personalidad del líder; las persecuciones de figuras opositoras o independientes a través de aparatos de inteligencia estatal o de la agencia recaudadora de impuestos (cualquier semejanza con la realidad argentina corre por cuenta del lector, RF); los ataques a periodistas y la adopción de medidas gubernamentales orientadas a perjudicar económicamente a medios de prensa críticos del oficialismo (como denunciar la apropiación de Papel Prensa durante los años de la dictadura o aprobar por voto mayoritario del Congreso Nacional la ley de servicios audiovisuales, RF); la persecución de empresas consultoras que miden la inflación con criterios científicos (¡sic!) y por lo tanto más realistas que los oficiales; el sometimiento al escarnio público de ciudadanos y empresarios que osan cuestionar las políticas del Gobierno; el avasallamiento de la división de poderes y los arteros ataques al Poder Judicial son algunos claros ejemplos de un pensamiento totalitario de raíces fascistas”. ¿Le quedó claro, amigo lector, a dónde conduce la genealogía construida por el editorialista, la que comenzó con el año 1933 y que se continuó con el de 1923? Estamos casi en el fascismo. Vivimos el tiempo del fin de la república. La democracia está amenazada desde adentro. Y La Nación, tribuna de democracia que siempre la defendió contra todo intento golpista, se ofrece como la vanguardia esclarecida de una lucha decisiva que tiene como principal objetivo impedir que se instale en el país el totalitarismo. Si no fuese por los antecedentes del diario creeríamos estar leyendo la página de humor. Pero no, no se trata de una humorada, es la escritura destemplada y sin autocensura de quienes buscan, con distintos medios, avanzar sobre la democracia que los argentinos supimos duramente reconquistar de las manos de aquellos que, desde siempre, han escrito y leído La Nación. De una democracia, que mientras es convertida por los poderes corporativos en un pellejo vacío, le permiten subsistir, pero que cuando es habitada por un proyecto legitimado por el voto popular y la participación, se transforma inmediatamente en una amenaza a la que hay que desactivar. Su estrategia, que no es nueva y que se corresponde con la que viene llevando adelante la derecha continental, busca deslegitimar el extraordinario giro que desde principios de siglo viene desplegándose en algunos países sudamericanos. Van contra la ampliación de derechos y contra el novedoso entrecruzamiento de las libertades públicas y la distribución más igualitaria de la riqueza. Van, como siempre, contra los intereses populares.

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