EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por Luis Bruschtein
La infame humillación a la que Estados Unidos y las potencias europeas quisieron someter al presidente de Bolivia, Evo Morales, y el protagonismo del gobierno argentino en la respuesta regional reafirmó el cuadro internacional de la época y la forma en que el kirchnerismo decidió hacer jugar a la Argentina. La política exterior surge como un factor cada vez más decisivo para la vida de un país y sin embargo no aparece reflejada en los discursos electorales. El sector externo en las nuevas sociedades tiene una importancia que todavía no alcanzan a reflejar estos debates. Para algunos, sólo se trata de saber cuánto de cerca está Miami. En ese sentido, el gobierno menemista tuvo claridad cuando alineó sin condiciones su política exterior con Estados Unidos en lo que se definió impúdicamente como un escenario de “relaciones carnales”.
Los cancilleres delarruistas de la Alianza mantuvieron esa estrategia, aunque en forma menos extrovertida. En cambio, el kirchnerismo priorizó la integración regional como instrumento de su política exterior. Una cosa es someterse con resignación y obsecuencia a las decisiones de las potencias, otra cosa es negociar en forma individual y otra diferente es hacerlo como región. Esta última es una estrategia que ha desarrollado el kirchnerismo en forma coincidente con la de los gobiernos petistas del Brasil, en un diseño que va ampliando esa alianza en círculos expansivos del Mercosur a la Unasur y de allí a la Celac, que abarca a todos los países de Centro, Sudamérica y el Caribe, menos Estados Unidos y Canadá.
Por la otra banda, Washington lanzó primero el ALCA, que fue rápidamente desbaratado por la alianza de gobiernos progresistas que se había conformado en lo que ahora es el Mercosur. Luego trató de establecer Tratados de Libre Comercio bilaterales con cada país, buscando seducir incluso a algunos del Mercosur. El tándem entre los gobiernos kirchnerista y petista de Argentina y Brasil operó con mucha contundencia cuando hubo presiones en Uruguay para firmar un tratado de libre comercio, cuando se quiso derrocar a Evo Morales con un golpe separatista y cuando se intentó obstaculizar la incorporación de Venezuela.
En el escenario latinoamericano se observan dos estrategias en los planos político y económico. Por un lado, el reordenamiento de la influencia de los Estados Unidos y, por el otro, el intento de avanzar en un proceso de integración regional independiente en el que Argentina tiene un protagonismo importante.
Mientras se construían la Unasur y luego la Celac, a los que habría que sumar el ALBA diseñado por Venezuela y Cuba como una propuesta más ideológica, Washington cerraba tratados con Centroamérica, con Perú y Colombia, sumando así a los que ya había concertado con Chile y México. Chile, Perú, Colombia y México forman la llamada Alianza del Pacífico. De esta manera, los países que tienen libre comercio con Washington tratan de aparecer como la contracara del núcleo duro que forma el Mercosur y que impide la incorporación a su acuerdo a países que tengan libre comercio con Estados Unidos.
El ALBA tiene una propuesta ideológica más cerrada, muy vulnerable a los cambios de gobiernos en los países que la integran. El Mercosur se mostró como una herramienta más eficaz porque las alianzas entre Uruguay, Argentina y Brasil y ahora Venezuela van determinando sus economías impulsadas por una mezcla de necesidad y complementación. Hace quince años el intercambio entre Argentina y Brasil era prácticamente inexistente y ahora el 30 por ciento de las exportaciones argentinas van al país vecino. Brasil es el principal socio de la Argentina, ambos asociados geográficamente a Uruguay y Paraguay, más Venezuela con su enorme potencia energética y la presencia como asociados de Bolivia y Ecuador.
Aun así se trata de una alianza en proceso de consolidación y todavía es bastante dependiente del signo de los gobiernos que la integran. Fue diferente para el Mercosur el gobierno de Tabaré en Uruguay al de Pepe Mujica. Y de la misma manera sucedió con los gobiernos de Lugo y Franco en Paraguay. Si se ve a los más cercanos competidores del kirchnerismo en Argentina y del PT en Brasil, cualquier cambio en estos dos países implicaría un retraso importante en el proceso político y económico de integración regional.
En esa descripción de los movimientos políticos en América latina, el gobierno argentino aparece con un protagonismo importante en el desarrollo de una estrategia latinoamericanista a contrapelo de los lineamientos que propugnaba Estados Unidos.
Cuando Estados Unidos exigió a sus aliados de la OTAN que hostiguen al avión presidencial boliviano estaba sentando un precedente, haciendo una demostración de fuerza. Se trató de una advertencia que no sólo iba dirigida a Bolivia, sino a todos los protagonistas de ese proceso que obstaculiza sus intereses en la región. El Pentágono consideró una afrenta directa el asilo que le otorgó Ecuador a Julian Assange. A su vez, la NSA demostró que no aceptará que hagan lo mismo con Edward Snowden y dejaron claro que las convenciones internacionales sobre inmunidad diplomática y demás paparruchadas del derecho internacional y los derechos humanos no corren para ellos.
Por eso fue importante la reacción inmediata de los países de la región en Cochabamba. Y en ese contexto, la presidenta argentina ya tiene un papel destacado y reconocido por los otros protagonistas, como los presidentes Rafael Correa, Nicolás Maduro y Evo Morales, que la recibieron con fuertes muestras de compañerismo, reconociéndose unos a otros como los constructores de un camino nuevo y lleno de obstáculos.
Estos escenarios que son tan importantes no solamente para la inserción de Argentina en el mundo, sino también para su desarrollo económico y cultural, no están planteados en los discursos electorales.
Desde algún sector de la izquierda opositora que ahora se encuentra más cómoda autodefiniéndose como centroizquierda, se acusó al gobierno kirchnerista de aplicar el programa impuesto por Estados Unidos, pero esa acusación ha ido a contramano del papel regional que estaba desarrollando el Gobierno. Hay una contradicción entre esa acusación y toda la política exterior, porque de esa manera Estados Unidos estaría impulsando una fuerza que pone obstáculos a sus propios intereses. En todo caso, ese sería el papel que se le podría adjudicar a un presidente como el colombiano Juan Manuel Santos o al que cumplió el entonces presidente de México, Vicente Fox, cuando Lula, Chávez y Néstor Kirchner desbarataron el ALCA en la reunión de Mar del Plata.
Hay una paradoja en esa posición de una izquierda que acusaba de proimperialista al gobierno kirchnerista. Con ese argumento estaba tratando de desgastar a un gobierno que se insertaba en el escenario regional como un obstáculo objetivo para los intereses norteamericanos que buscaban el ALCA y que siguen buscando los tratados bilaterales de libre comercio como los que tienen los países de la Alianza del Pacífico. El análisis de esa izquierda se salteó esa realidad fundamental. Por carácter transitivo, el verdadero proimperialismo está en la fuerza política de izquierda o de derecha que ataca a otra fuerza que cumple un papel importante en la estrategia regional de contención de los intereses norteamericanos.
Esa paradoja en el plano del discurso se resuelve en la política. La palabra imperialismo o proimperialismo ya no figura en los planteos electorales. El rol de construcción de una alianza de fuerzas progresistas latinoamericanas quedó como proyecto exclusivo del oficialismo. Y este sector de la izquierda que antes prefería definirse como antiimperialista, tanto los que en algún momento estuvieron en el oficialismo como los que no, ahora buscan votos que están más cerca de Miami que de Chávez, con aliados que no dudarían un instante en alinear a la Argentina en la Alianza del Pacífico junto a los intereses norteamericanos.
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